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Langdon se acercó al teléfono.

—¿Pretende marcar y asesinar a esos cuatro hombres?

—La historia se repite, ¿no? Por supuesto, nuestro procedimiento será más elegante y audaz que el de la Iglesia. Ellos cometieron los asesinatos en privado y arrojaron los cadáveres a la calle cuando nadie podía verlos. Me parece una cobardía.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Langdon—. ¿Que va a marcar y asesinar a esos hombres en público?

—Exactamente. Aunque depende de lo que considere usted público. Me consta que hoy en día ya no va mucha gente a la iglesia.

Langdon tardó un segundo en reaccionar.

—¿Los va a matar dentro de una iglesia?

—Un gesto de deferencia por nuestra parte. Así Dios podrá reclamar sus almas con la mayor celeridad. Parece lo más apropiado. E imagino que a la prensa también le gustará.

—Es un farol —dijo Olivetti en un tono de voz nuevamente impertérrito—. No puede matar a un hombre en una iglesia y esperar que no lo capturen.

—¿Farol? Nos movemos entre sus guardias suizos como fantasmas, hemos sacado del Vaticano a cuatro cardenales, colocado un mortífero explosivo en el corazón de su templo más sagrado, ¿y todavía cree que se trata de un farol? A medida que los asesinatos tengan lugar y las víctimas sean encontradas, los medios de comunicación acudirán en masa. A medianoche todo el mundo se habrá hecho eco de la causa illuminati.

—¿Y si apostamos guardias en todas las iglesias de Roma? —propuso Olivetti.

El desconocido se rio.

—Me temo que la prolífica naturaleza de su religión les va a dificultar esa tarea. ¿No las ha contado últimamente? Hay más de cuatrocientas iglesias católicas en Roma. Catedrales, capillas, santuarios, abadías, monasterios, conventos, escuelas parroquiales...

Olivetti permaneció impasible.

—Todo dará comienzo dentro de noventa minutos —dijo el desconocido poniendo fin a la llamada—. Uno cada hora. Una mortal progresión matemática. Ahora debo irme.

—¡Espere! —exclamó Langdon—. Hábleme de las marcas que quiere hacerles a esos hombres.

Al asesino pareció divertirle la pregunta.

—Sospecho que usted ya sabe de qué marcas se trata. ¿O todavía se muestra escéptico? Pronto las verá. La prueba de que las antiguas leyendas son ciertas.

Langdon sintió que la cabeza le daba vueltas. Sabía exactamente a qué se refería ese hombre. Recordó la marca en el pecho de Leonardo Vetra. Según el folclore de los illuminati, había cinco en total. «Quedan cuatro —se dijo—, y han desaparecido cuatro cardenales.»

—He jurado nombrar un nuevo papa esta noche —declaró Ventresca—. Lo he jurado ante Dios.

—Camarlengo —dijo el desconocido—, el mundo no necesita un nuevo papa. A partir de medianoche no tendrá nada que dirigir salvo una pila de escombros. La Iglesia católica está acabada. Su presencia en la Tierra ha llegado a su fin.

Se hizo el silencio.

El camarlengo parecía sinceramente apenado.

—Se equivoca usted. Una iglesia es mucho más que piedras y mortero. No se pueden borrar así como así dos mil años de fe..., de ninguna fe. No puede aplastarla sólo con eliminar sus manifestaciones terrenales. La Iglesia católica seguirá con o sin el Vaticano.

—Una noble mentira, pero una mentira en cualquier caso. Ambos sabemos la verdad. Dígame, ¿por qué es el Vaticano una ciudadela amurallada?

—Los hombres de Dios viven en un mundo peligroso —repuso el camarlengo.

—¿Qué edad tiene usted? El Vaticano es una fortaleza porque la Iglesia católica guarda la mitad de su patrimonio detrás de sus muros: cuadros excepcionales, esculturas, valiosas joyas, libros de incalculable valor... Y además están los lingotes de oro y las escrituras de bienes inmuebles que alberga en las cámaras acorazadas del Banco Vaticano. Se estima que su valor asciende a cuarenta y ocho mil quinientos millones de dólares. Unos buenos ahorros. Mañana quedarán reducidos a cenizas. Serán, digamos, liquidados. La Iglesia católica quedará en bancarrota. Ni siquiera los hombres con sotana pueden trabajar a cambio de nada.

La exactitud de esa afirmación pareció reflejarse en los conmocionados rostros de Olivetti y el camarlengo. Langdon no estaba seguro de qué le resultaba más sorprendente, si el hecho de que la Iglesia católica poseyera esa cantidad de dinero o que los illuminati lo supieran.

Ventresca dejó escapar un hondo suspiro.

—La columna vertebral de la Iglesia es la fe, no el dinero.

—Más mentiras —dijo el desconocido—. El año pasado se gastaron más de ciento ochenta y tres millones de dólares en intentar mantener sus apuradas diócesis en todo el mundo. La asistencia a las iglesias se encuentra bajo mínimos: ha bajado un cuarenta y seis por ciento en la última década. Las donaciones son la mitad que hace siete años. Cada vez menos hombres ingresan en el seminario. Aunque no lo admita, su Iglesia se está muriendo. Considere todo esto como una oportunidad de despedirse haciendo ruido.

Olivetti dio un paso adelante. Ahora parecía menos combativo, como si por fin fuera consciente de la realidad que tenía ante sí. Parecía un hombre en busca de una salida. De cualquier salida.

—¿Y si parte de esos lingotes se destinaran a financiar la causa de los illuminati?

—No nos insulte a ambos.

—Tenemos dinero.

—También nosotros. Más de lo que pueda imaginar.

Langdon pensó un momento en las supuestas fortunas de los illuminati: la antigua riqueza de los masones bávaros, los Rothschild, los Bilderberger, el legendario diamante de los illuminati.

I preferiti —dijo el camarlengo con un tono de voz suplicante, cambiando de tema—. Libérelos. Son viejos. Ellos...

—Son vírgenes que sacrificar. —El desconocido se rio—. Dígame, ¿cree usted que realmente son vírgenes? ¿Se pondrán a chillar los corderitos cuando les llegue la hora? Vergini sacrificate sull’altare della scienza.

El camarlengo permaneció un largo rato en silencio.

—Son hombres de fe —dijo finalmente—. No temen a la muerte.

El desconocido se burló.

—Leonardo Vetra era un hombre de fe y, sin embargo, anoche vi miedo en sus ojos. Un miedo del que me hice cargo.

Vittoria, que hasta el momento había permanecido callada, estalló de repente:

Assassino! ¡Era mi padre!

Una risa socarrona resonó en el altavoz.

—¿Su padre? ¿Y eso? ¿Leonardo tenía una hija? Pues sepa que su padre lloriqueó como un niño cuando llegó su final. Realmente lamentable. Un hombre patético.

Vittoria se tambaleó como si las palabras la hubieran golpeado. Langdon extendió los brazos para cogerla, pero ella recuperó el equilibro y fijó sus ojos oscuros en el teléfono.

—Juro por mi vida que antes de que termine esta noche lo encontraré —dijo con un tono de voz afilado como un láser—. Y cuando lo haga...

El desconocido rio groseramente.

—Una mujer con carácter. Qué excitante. Quizá antes de que esta noche termine seré yo quien la encuentre a usted. Y cuando lo haga...

Dejó la frase en el aire. Luego colgó.

CAPÍTULO 42

El cardenal Mortati había empezado a sudar. No sólo porque la capilla Sixtina estaba empezando a parecer una sauna, sino porque el cónclave debía comenzar en veinte minutos y todavía no sabía nada de los cuatro cardenales desaparecidos. Los murmullos iniciales de confusión entre los demás cardenales habían dado paso a una abierta inquietud.

A Mortati no se le ocurría dónde podían estar los cuatro hombres ausentes. «¿Con el camarlengo, quizá?» Sabía que, a primera hora de la tarde, Ventresca había tomado el tradicional té privado con los cuatro preferiti, pero de eso hacía ya horas. «¿Están enfermos? ¿Habrán comido algo en mal estado?» Mortati lo dudaba. Incluso al borde de la muerte, los preferiti estarían allí. Un cardenal sólo tenía una oportunidad (y a veces incluso ni eso) de ser elegido sumo pontífice, y según la ley del Vaticano, el cardenal debía estar presente en la capilla Sixtina cuando la votación tuviera lugar. En caso contrario, no podría ser elegido.