Aunque había cuatro preferiti, pocos cardenales tenían dudas sobre quién sería el próximo papa. En los últimos quince días no habían dejado de discutir mediante faxes y llamadas las virtudes de los candidatos potenciales. Como era la costumbre, finalmente habían elegido a cuatro preferiti que cumplían los requisitos tácitos para convertirse en papa:
Dominio del italiano, el español y el inglés.
Sin cadáveres en el armario.
Entre sesenta y cinco y ochenta años.
Como era habitual, uno de los preferiti había destacado por encima del resto de los propuestos por el colegio. Esa noche ese hombre era el cardenal Aldo Baggia, de Milán. El inmaculado expediente de Baggia, así como su increíble facilidad para los idiomas y su capacidad para comunicar la esencia de la espiritualidad, lo habían convertido en el claro favorito.
«Entonces, ¿dónde diantres se encuentra?», se preguntó Mortati.
La ausencia de los cuatro cardenales lo ponía particularmente nervioso porque sobre él había recaído la tarea de supervisar el cónclave. Una semana antes, el Colegio Cardenalicio había elegido por unanimidad que ocupara el cargo conocido como «gran elector»: el maestro de ceremonias interno del cónclave. Aunque el camarlengo era el miembro de mayor rango de la Iglesia, se trataba únicamente de un sacerdote y no estaba muy familiarizado con el complejo proceso de elección, de modo que habían escogido a un cardenal para supervisar la ceremonia desde el interior de la capilla Sixtina.
Los cardenales solían bromear con que ser elegido gran elector era el honor más cruel de la cristiandad. El nombramiento impedía que uno pudiera ser candidato, y además lo obligaba a pasar muchos días previos al cónclave estudiando los más oscuros detalles de los cónclaves en las páginas de la Universi Dominici Gregis para asegurarse de que la elección se realizaba adecuadamente.
Pero Mortati no guardaba rencor alguno. Sabía que era la elección lógica. No sólo era el cardenal de mayor edad, sino que además había sido confidente del papa fallecido, un hecho que elevaba su autoestima. Aunque por edad Mortati todavía podía ser escogido, lo cierto era que ya estaba un poco mayor para ser considerado un serio candidato. A sus setenta y nueve años, había cruzado el umbral invisible a partir del cual el colegio no confiaba en la salud de uno para resistir la rigurosa agenda papal. Los papas solían trabajar catorce horas al día, siete días a la semana, y de media morían de agotamiento al cabo de seis años y tres meses de pontificado. En el Vaticano se decía en broma que, para un cardenal, ser papa era la «vía más rápida para llegar al cielo».
Muchos creían que, de no ser tan abierto de miras, cuando era más joven, Mortati podría haber sido papa. Pero en la carrera papal había que cumplir una santísima trinidad: conservador, conservador, conservador.
A Mortati siempre le había parecido irónico que el pontífice fallecido —Dios lo acogiera en su seno— se hubiera revelado sorprendentemente liberal al acceder al cargo. Advirtiendo quizá el progresivo alejamiento entre el mundo moderno y la Santa Sede, había fomentado cierto aperturismo: había suavizado la posición de la Iglesia en relación con las ciencias, e incluso donado dinero a determinadas causas científicas. Lamentablemente, eso había supuesto un suicidio político. Los católicos conservadores lo declararon «senil», mientras que científicos puristas lo acusaron de intentar propagar la influencia de la Iglesia donde no correspondía.
—¿Y bien? ¿Dónde están?
Mortati se volvió.
Era uno de los cardenales.
—Usted sabe dónde están, ¿verdad?
Mortati trató de mostrarse despreocupado.
—Quizá todavía estén con el camarlengo.
—¿A estas horas? ¡Eso sería muy poco ortodoxo! —El cardenal frunció el entrecejo—. Quizá el camarlengo haya perdido la noción del tiempo.
Sinceramente, Mortati lo dudaba, pero no dijo nada. Era consciente de que a la mayoría de los cardenales no les gustaba mucho el camarlengo, a quien consideraban demasiado joven para servir al papa, y sospechaba que esa antipatía se debía en gran medida a los celos. Él, en cambio, admiraba a ese joven, y secretamente aplaudía el camarlengo que había escogido el finado pontífice. Cuando lo miraba a los ojos, Mortati sólo percibía convicción y, a diferencia de muchos cardenales, el camarlengo anteponía la Iglesia y la fe a las mezquindades de la política. Era un auténtico hombre de Dios.
A lo largo de su trayectoria, la inquebrantable devoción de Ventresca se había vuelto legendaria. Muchos la atribuían al milagroso acontecimiento de su infancia, un acontecimiento que habría dejado una honda impresión en el corazón de cualquier hombre. «Un milagro prodigioso», pensó Mortati, quien con frecuencia desearía haber vivido en su infancia un acontecimiento que le hubiera proporcionado ese tipo de fe inalterable.
Desafortunadamente, Mortati sabía que el camarlengo nunca llegaría a ser papa. La carrera papal requería una cierta ambición política, algo de lo que el joven parecía carecer; había rechazado las ofertas de su pontífice para ocupar cargos de mayor importancia, argumentando que prefería servir a la Iglesia como simple sacerdote.
—Y ¿ahora qué? —El cardenal, que permanecía a la espera, le dio unos golpecitos en el hombro a Mortati.
Éste levantó la mirada.
—¿Cómo?
—¡Llegan tarde! ¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué podemos hacer? —respondió Mortati—. Esperar. Y tener fe.
No muy satisfecho con la respuesta, el cardenal regresó a la penumbra de la capilla.
Mortati se acarició las sienes e intentó aclarar la mente. «Sí, ¿qué vamos a hacer ahora?» Levantó la mirada hacia el célebre fresco de Miguel Ángel, visible detrás del altar. El juicio final. La pintura no contribuyó a apaciguar la inquietud que sentía. Era una terrorífica representación de Jesucristo dividiendo a la humanidad entre justos y pecadores, y enviando a estos últimos al infierno. Había pieles desolladas, cuerpos ardiendo, e incluso uno de los rivales de Miguel Ángel sentado en el infierno con unas orejas de asno. Guy de Maupassant escribió que esa pintura podría haber sido obra de un ignorante minero en la barraca de lucha libre de una feria ambulante.
El cardenal Mortati debía darle la razón.
CAPÍTULO 43
Langdon permanecía inmóvil junto a la ventana a prueba de balas del despacho del papa, mirando el ajetreo de los medios de comunicación en la plaza de San Pedro. La siniestra conversación telefónica lo había dejado aturdido y conmocionado. No parecía él mismo.
Como serpientes de las profundidades olvidadas de la historia, los illuminati se habían alzado y enroscado alrededor de un antiguo enemigo. Sin exigencias. Sin negociaciones. En busca únicamente de represalias. Diabólicamente simple. Sobrecogedor. Una venganza pospuesta durante cuatrocientos años. Parecía que, tras siglos de persecución, la ciencia se resarcía.
Ventresca estaba junto a su escritorio, mirando inexpresivamente el teléfono. Olivetti fue el primero en romper el silencio:
—Carlo —dijo utilizando el nombre de pila del camarlengo, más como un amigo fatigado que como un oficial—. Durante veintiséis años he dedicado mi vida a defender esta sede. Parece que esta noche he sido deshonrado.