El asesino era escéptico.
—¿La hermandad todavía existe?
—Más clandestinamente que nunca. Nuestras raíces se han infiltrado en todo lo que ve... Incluso en la fortaleza sagrada de nuestro mayor enemigo.
—Imposible. Es infranqueable.
—Contamos con numerosos recursos.
—Nadie tiene tantos recursos.
—Muy pronto me creerá. Una demostración irrefutable del poder de la hermandad ya ha tenido lugar. Un acto de traición y prueba.
—¿Qué ha hecho?
El desconocido se lo dijo.
Los ojos del asesino se abrieron como platos.
—Eso es imposible.
Al día siguiente, los periódicos de todo el mundo llevaban el mismo titular. El asesino se volvió creyente.
Ahora, quince días después, la fe del asesino se había solidificado más allá de cualquier duda. «La hermandad sigue viva —pensó—. Esta noche saldrá a la superficie y mostrará su poder.»
En el brillo de sus ojos negros se podía advertir el entusiasmo que sentía ante la tarea encomendada. Una de las fraternidades más secretas y temidas de la historia había solicitado sus servicios. «Han escogido sabiamente», se dijo. Su discreción únicamente se veía superada por su capacidad de matar.
Hasta la fecha les había servido noblemente. Tal y como le habían pedido, había cometido el asesinato y le había entregado el objeto a Janus. Ahora era Janus quien debía utilizar su poder para que el objeto llegara a su emplazamiento.
El emplazamiento...
El asesino se preguntó cómo podría Janus llevar a cabo una tarea tan asombrosa. Estaba claro que debía de tener contactos en el interior. Los dominios de la hermandad parecían realmente ilimitados.
«Janus —pensó—. Obviamente se trata de un nombre en clave.» ¿Era acaso una referencia al dios romano de las dos caras?, se preguntó. ¿O quizá a la luna de Saturno? Tanto daba. Su poder era inconmensurable. Eso lo había demostrado más allá de toda duda.
Mientras caminaba imaginó que sus antepasados le dedicaban una sonrisa. Hoy estaba librando su propia batalla. Estaba luchando contra el mismo enemigo al que ellos se habían enfrentado durante tanto tiempo. Desde el siglo XI, cuando los ejércitos de cruzados del enemigo saquearon por primera vez su tierra, violando y asesinando a su gente, declarándolos impuros, profanando sus templos y mancillando a sus dioses.
Sus antepasados formaron entonces un pequeño pero mortífero ejército para defenderse. Ese ejército protector se hizo famoso por toda la zona. Estaba formado por expertos verdugos que deambulaban por el campo matando salvajemente a cualquier enemigo que encontraran. Se los conocía no sólo por sus brutales asesinatos, sino también por celebrarlos sumergiéndose en un estupor inducido mediante drogas. Solían utilizar un poderoso estupefaciente llamado hashish.
A medida que su fama fue creciendo, a esos hombres letales se los pasó a conocer como hassassin, literalmente, «los seguidores del hashish». El nombre de hassassin se convirtió así en sinónimo de muerte en casi todos los idiomas del mundo. Y esta palabra todavía se utilizaba hoy en día, incluso en el inglés moderno. Si bien, al igual que el arte de matar, el vocablo había evolucionado.
Ahora se pronunciaba «asesino».
CAPÍTULO 6
Sesenta y cuatro minutos después, un incrédulo y ligeramente mareado Robert Langdon bajó por la escalerilla hasta la soleada pista de aterrizaje. Una fría brisa agitó las solapas de su americana de tweed. Sintiéndose aliviado por encontrarse de nuevo en un espacio abierto, contempló el exuberante valle verde y los altos picos nevados que los rodeaban.
«Debo de estar soñando —pensó—. De un momento a otro despertaré.»
—Bienvenido a Suiza —dijo el piloto alzando la voz por encima del rugido de los motores HEDM del X-33.
Langdon consultó su reloj. Eran las 7.07 de la mañana.
—Acaba de cruzar seis husos horarios —le explicó el piloto—. Aquí es poco más de la una de la tarde.
Langdon puso en hora el reloj.
—¿Cómo se encuentra?
Él se llevó la mano al estómago.
—Como si hubiera comido espuma de poliestireno.
El piloto asintió.
—Es por la altitud. Hemos alcanzado los dieciocho mil metros. Ahí arriba uno es un treinta por ciento más ligero. Afortunadamente sólo hemos cruzado el charco. Si hubiéramos ido hasta Tokio, habríamos llegado a la altitud máxima, ciento sesenta kilómetros. Eso sí que le habría indispuesto el estómago.
Langdon asintió levemente y se consideró afortunado. Teniendo en cuenta las circunstancias, el vuelo había sido perfectamente normal. Aparte de una aplastante aceleración al despegar, el comportamiento del avión había sido de lo más convencional. Alguna turbulencia menor, algunos cambios de presión al ascender, pero nada que indicara que habían atravesado el espacio a la mareante velocidad de diecisiete mil kilómetros por hora.
Unos cuantos técnicos cruzaron la pista para ocuparse del X-33. El piloto escoltó a Langdon hasta un Peugeot sedán negro que estaba estacionado en un aparcamiento situado junto a la torre de control. Instantes después atravesaban a toda velocidad el valle por una carretera pavimentada que se extendía por los verdes prados. A lo lejos se podía ver un grupo de edificios.
Langdon observó con incredulidad cómo el piloto aceleraba hasta alcanzar los ciento setenta kilómetros por hora. «¿Qué le pasa a este tipo con la velocidad?», se preguntó.
—Faltan cinco kilómetros para llegar al laboratorio —anunció el piloto—. Estaremos allí dentro de dos minutos.
Langdon buscó en vano un cinturón de seguridad. «¿Y por qué no dentro de tres, y así llegamos vivos?»
El coche seguía avanzando a toda velocidad.
—¿Le gusta Reba? —preguntó el piloto al tiempo que introducía una casete en la pletina.
Una mujer empezó a cantar: «Es el miedo a estar solos...».
«En absoluto», pensó distraídamente Langdon. Sus colegas femeninas solían decirle en broma que su colección de objetos de museo no era más que un claro intento de llenar una casa vacía. Una casa que, insistían, se beneficiaría mucho de la presencia de una mujer. Él se reía y les recordaba que ya tenía tres pasiones en la vida: la simbología, el waterpolo y la soltería, y que la libertad que implicaba la última era lo que le permitía viajar por el mundo, acostarse a la hora que quisiera y disfrutar de tranquilas noches en casa con una copa de brandy y un buen libro.
—Esto es como una pequeña ciudad —dijo el piloto despertando a Langdon de su ensoñación—. No sólo hay laboratorios. También tenemos supermercados, un hospital, e incluso un cine.
Él asintió distraídamente y contempló la gran cantidad de edificios que se alzaban ante él.
—De hecho —añadió el piloto—, aquí se encuentra la máquina más grande del mundo.
—¿De verdad? —Langdon miró los alrededores.
—No la verá aquí fuera, señor —sonrió el piloto—. Está enterrada seis pisos bajo tierra.
Langdon no tuvo tiempo de hacer ninguna pregunta. Sin previo aviso, el piloto frenó de golpe y el vehículo se detuvo frente a la garita de vigilancia reforzada.
Langdon leyó el letrero que tenía delante: SÉCURITÉ. ARRÊTEZ. Al darse cuenta de dónde se encontraba, de repente sintió una oleada de pánico.
—¡Dios mío! ¡No he traído mi pasaporte!
—No necesita usted pasaporte —le aseguró el piloto—. Tenemos un acuerdo vigente con el gobierno suizo.
Confuso, Langdon observó cómo su conductor entregaba al guardia su identificación. El centinela la pasó por un aparato electrónico de autenticación. En la máquina se iluminó una luz verde.