—¿No querrá usted decir «abandonar»?
El comandante endureció el tono:
—Si hubiera algún otro modo de localizar a esos cuatro cardenales, signore, daría mi vida, pero... —Señaló la ventana que había al otro lado de la habitación, desde la que se podía ver un infinito mar de tejados romanos iluminados por el sol del atardecer—. Registrar una ciudad con cinco millones de habitantes está fuera de mi alcance. No perderé un tiempo precioso apaciguando mi conciencia con un ejercicio fútil. Lo siento.
De repente intervino Vittoria:
—Pero si atrapáramos al asesino, ¿no podría hacer que nos dijera dónde están?
Olivetti la miró con el entrecejo fruncido.
—Los soldados no pueden permitirse ser santos, señorita Vetra. Créame, simpatizo con su propuesta de atrapar a ese hombre.
—No es únicamente personal —dijo ella—. El asesino sabe dónde está la antimateria... y los cardenales desaparecidos. Si consiguiéramos encontrarlo...
—¿Y seguirle el juego? —repuso Olivetti—. Créame, retirar toda la protección del Vaticano para registrar cientos de iglesias es lo que los illuminati esperan que hagamos... Con ello perderíamos un tiempo precioso y dejaríamos al Banco Vaticano completamente desprotegido. Por no mencionar a los restantes cardenales.
Sus palabras dieron en el blanco.
—¿Y la policía de Roma? —preguntó el camarlengo—. Podríamos alertarlos de la crisis. Solicitar su ayuda para encontrar al captor de los cardenales.
—Otro error —dijo Olivetti—. Ya sabe lo que los carabinieri romanos piensan de nosotros. Contaríamos con la desganada ayuda de unos pocos hombres a cambio de revelar nuestra crisis a los medios de comunicación del mundo entero. Exactamente lo que nuestros enemigos quieren. Y, de todos modos, me temo que, tal y como están ahora las cosas, no tardaremos en tener encima a los medios.
«Convertiré a los cardenales en celebridades mediáticas —pensó Langdon recordando las palabras del asesino—. El cadáver del primer cardenal aparecerá a las ocho en punto. Luego, uno cada hora. A la prensa le va a encantar.»
El camarlengo volvió a hablar. En su voz se percibía cierto enojo:
—¡Comandante, no podemos simplemente olvidarnos de los cardenales desaparecidos!
Olivetti lo miró directamente a los ojos.
—La oración de san Francisco, signore. ¿La recuerda?
El joven sacerdote la recitó con dolor en la voz.
—Señor, concédeme fuerza para aceptar aquellas cosas que no puedo cambiar...
—Confíe en mí —dijo Olivetti—. Ésta es una de ellas.
Y tras decir esto salió del despacho.
CAPÍTULO 44
La oficina central de la British Broadcasting Corporation, la BBC, se encuentra en Londres, al oeste de Piccadilly Circus. El teléfono de la centralita sonó, y una joven editora de contenidos descolgó.
—BBC —dijo al tiempo que apagaba su cigarrillo Dunhill.
Al otro lado de la línea sonó una voz ronca con acento de Oriente Medio.
—Tengo una primicia que podría interesar a su cadena.
La editora cogió un bolígrafo y una hoja de papel.
—¿En relación con?
—La elección papal.
Ella frunció el entrecejo. El día anterior, la BBC había emitido un reportaje preliminar y la audiencia había sido mediocre. Al parecer, el público no estaba muy interesado en el Vaticano.
—¿De qué se trata?
—¿Tienen a algún reportero en Roma cubriendo la elección?
—Eso creo.
—He de hablar directamente con él.
—Lo siento, pero no puedo darle su número de teléfono sin saber...
—El cónclave ha recibido una amenaza. Eso es todo cuanto puedo decirle.
La editora tomó nota.
—¿Su nombre?
—Mi nombre es irrelevante.
A la mujer no le sorprendió.
—¿Y tiene alguna prueba?
—Sí.
—Me gustaría poder darle el visto bueno, pero la política de la casa es no facilitar el número de teléfono de nuestros reporteros a no ser que...
—Lo entiendo. Llamaré a otra cadena. Gracias por su tiempo. Adi...
—Un momento —dijo ella—. ¿Puede esperar?
La editora puso la llamada en espera. El arte de detectar llamadas de bromistas no era ni mucho menos una ciencia exacta, pero ese tipo acababa de pasar las dos pruebas tácitas de la BBC para otorgarle autenticidad a una fuente telefónica. Se había negado a dar su nombre y se mostraba impaciente por colgar. Los gacetilleros y los que iban en busca de gloria solían lloriquear y suplicar.
Afortunadamente para ella, los reporteros vivían con el constante temor de perderse un gran reportaje, así que rara vez la reprendían por pasarles la llamada de algún que otro pirado. Hacerle perder cinco minutos a un reportero era disculpable. Perderse un titular, no.
Con un bostezo, miró la pantalla de su ordenador y tecleó las palabras clave: «Ciudad del Vaticano». Cuando vio el nombre del reportero que cubría la elección papal, rio para sí. Era un tipo nuevo procedente de un barato tabloide londinense que se encargaba de cubrir algunas de las noticias más mundanas de la BBC.
Debía de estar muerto de aburrimiento, a la espera toda la noche de una conexión en directo de diez segundos. Seguramente agradecería que rompiera su monotonía.
La editora de contenidos anotó el teléfono del reportero desplazado al Vaticano. Luego, mientras encendía otro cigarrillo, se lo dio al tipo anónimo que había llamado.
CAPÍTULO 45
—No funcionará —dijo Vittoria, que no dejaba de ir de un lado para otro del despacho del papa. Levantó la mirada hacia el camarlengo—. Aunque la Guardia Suiza pueda filtrar las interferencias electrónicas, tendrían que estar justo encima del contenedor para poder detectar alguna señal. Y eso, en el caso de que el contenedor esté en un lugar accesible y no oculto tras alguna barrera. ¿Y si está dentro de una caja metálica y enterrado en los jardines? ¿O escondido en un conducto metálico de ventilación? En ese caso no podrían detectarlo. Y si efectivamente hay un infiltrado en la Guardia Suiza, ¿qué garantiza la fiabilidad de la búsqueda?
Al camarlengo se lo veía consumido.
—¿Y qué propone usted, señorita Vetra?
Vittoria estaba cada vez más agitada. «¿¡Acaso no es obvio!?»
—Propongo, señor, que tome usted otras medidas de inmediato. Podemos desear contra todo pronóstico que la búsqueda del comandante tenga éxito, pero mire por la ventana. ¿Ve toda esa gente? ¿Los edificios que hay al otro lado de la piazza? ¿Los vehículos de los medios de comunicación? ¿Los turistas? Lo más seguro es que se encuentren dentro del radio de la explosión. Hemos de actuar cuanto antes.
Ventresca asintió distraídamente.
Vittoria se sentía frustrada. Olivetti había convencido a todo el mundo de que aún contaban con mucho tiempo, pero ella sabía que si la noticia de la situación en el Vaticano se filtraba, la zona se llenaría de mirones en cuestión de minutos. Lo había comprobado una vez en el edificio del Parlamento suizo. Durante un secuestro con bomba, miles de personas se congregaron en el exterior del edificio para ser testigos del desenlace. A pesar de las advertencias de la policía, la muchedumbre se fue agolpando cada vez más cerca. Nada atraía más el interés humano que la tragedia humana.
—Signore —insistió—, el hombre que asesinó a mi padre está en algún lugar ahí fuera. Todas y cada una de las células de mi cuerpo desean salir y darle caza. Pero sigo en su despacho... porque tengo una responsabilidad para con usted. Y para con los demás. Hay vidas en peligro, signore. ¿Comprende lo que le estoy diciendo?