El camarlengo no contestó.
Vittoria notó que su corazón se aceleraba. «¿Por qué no ha localizado la Guardia Suiza la procedencia de la maldita llamada? ¡El asesino de los illuminati es la clave! Él sabe dónde se encuentra la antimateria... ¡Y dónde están los cardenales! Si atrapamos al asesino, resolveremos el problema.»
Advirtió que estaba empezando a venirse abajo, aquejada por una extraña aflicción que recordaba vagamente de su infancia, de la época del orfanato: frustración sin herramientas para hacerle frente. «Sí que tienes herramientas —se recordó—, siempre las tienes.» Pero no sirvió de nada. Sus pensamientos se inmiscuían, paralizándola. Ella era una investigadora, alguien que resolvía problemas. Pero ése era un problema sin solución. «¿Qué datos necesitas? ¿Qué quieres?» Se dijo que debía respirar profundamente, pero por primera vez en su vida no podía. Se estaba asfixiando.
A Langdon le dolía la cabeza. Y se sentía como si estuviera al borde mismo de la racionalidad. Observaba a Vittoria y al camarlengo, pero su visión se veía ofuscada por imágenes terroríficas: explosiones, bullicio mediático, cámaras grabando, cuatro hombres marcados a fuego.
«Shaitan... Lucifer... Portador de luz... Satanás.»
Desterró esas diabólicas imágenes de su cabeza. «Terrorismo calculado —se recordó aferrándose a la realidad—. Caos planeado.» Rememoró un seminario de Radcliffe al que había asistido mientras investigaba el simbolismo pretoriano. Desde entonces no había vuelto a ver del mismo modo a los terroristas.
—El terrorismo —había dicho el profesor— tiene un objetivo particular. ¿Cuál?
—¿Matar gente inocente? —aventuró un alumno.
—Incorrecto. La muerte no es más que una consecuencia del terrorismo.
—¿Una muestra de fuerza?
—No. No existe un método de persuasión más débil.
—¿Sembrar el terror?
—Dicho de un modo muy conciso, sí. Básicamente, el objetivo del terrorismo es causar terror y miedo. El miedo socava la fe en el sistema. Debilita al enemigo desde dentro..., provocando inquietud en las masas. Anote esto. El terrorismo no es una expresión de rabia. El terrorismo es un arma política. Elimine la fachada de infalibilidad de un gobierno y eliminará la fe de su pueblo.
«Pérdida de fe...»
¿Se trataba de eso? Langdon se preguntó cuál sería la reacción de los cristianos de todo el mundo ante los cadáveres de los cardenales arrojados a la calle como perros mutilados. Si la fe de un sacerdote no lo protegía de la maldad de Satanás, ¿qué esperanza había para los demás? La cabeza le retumbaba cada vez con mayor fuerza, como si en su interior unas vocecitas se hubieran enzarzado en un tira y afloja.
«La fe no te protege. La medicina y los airbags, ésas son las cosas que lo hacen. Dios, no. La inteligencia, sí. La ilustración. Ten fe en algo con resultados tangibles. ¿Cuánto hace que nadie camina sobre el agua? Los milagros modernos pertenecen a la ciencia... Ordenadores, vacunas, estaciones espaciales... Incluso el milagro divino de la creación: materia de la nada... en un laboratorio. ¿Quién necesita a Dios? ¡No! ¡La ciencia es Dios!»
La voz del asesino resonó en la mente de Langdon. «Medianoche... Mortal progresión matemática... Vergini sacrificate sull’altare della scienza.»
Y de repente, como una muchedumbre dispersada por un disparo, las voces desaparecieron.
Robert Langdon se puso en pie de un salto. La silla en la que había estado sentado cayó y golpeó el suelo de mármol.
Vittoria y el camarlengo se sobresaltaron.
—¿Cómo no me he dado cuenta antes? —susurró Langdon para sí—. Lo tenía justo delante de mis narices...
—¿A qué te refieres? —preguntó Vittoria.
Él se volvió hacia el sacerdote.
—Padre, los últimos tres años he solicitado varias veces acceso a los archivos vaticanos. Me lo han negado en siete ocasiones.
—Lo siento, señor Langdon, pero éste no me parece el momento más adecuado para formular una queja al respecto.
—Necesito acceder a ellos cuanto antes. Los cuatro cardenales desaparecidos. Puede que sea capaz de averiguar dónde van a ser asesinados.
Vittoria se lo quedó mirando fijamente, convencida de haberlo entendido mal.
El camarlengo parecía desconcertado, como si estuviera siendo objeto de alguna broma cruel.
—¿Espera que me crea que esa información se encuentra en nuestros archivos?
—No puedo prometer que vaya a encontrarla a tiempo, pero si me deja usted entrar...
—Señor Langdon, he de estar en la capilla Sixtina dentro de cuatro minutos. Los archivos están en la otra punta del Vaticano.
—Lo dices en serio, ¿no? —intervino Vittoria, al advertir la seriedad de la expresión de Langdon.
—No me parece momento para bromas —repuso él.
—Padre —dijo entonces la joven, volviéndose hacia el camarlengo—, si existe la más mínima posibilidad de averiguar dónde van a tener lugar los asesinatos, podríamos vigilar esos lugares y...
—¿Y qué tiene que ver eso con los archivos? —insistió Ventresca—. ¿Cómo es posible que haya alguna pista allí?
—Explicárselo me llevaría más tiempo del que usted dispone —explicó Langdon—. Pero si estoy en lo cierto, podremos utilizar la información que obtenga para atrapar al hassassin.
Parecía como si el camarlengo quisiera creerlo pero no pudiera.
—Los códices más sagrados del cristianismo se hallan en ese archivo. Tesoros que ni siquiera yo tengo el privilegio de poder ver.
—Soy consciente de ello.
—Únicamente se puede acceder mediante un decreto por escrito del conservador y de la junta de bibliotecarios del Vaticano.
—O por mandato papal —declaró Langdon—. Así lo indican todas las cartas de rechazo que me ha enviado su conservador.
El camarlengo asintió.
—No quiero parecer grosero —insistió el estadounidense—, pero si no estoy equivocado, los mandatos papales provienen de este despacho. Y, hasta donde yo sé, esta noche es usted quien está al cargo. A tenor de las circunstancias...
Ventresca sacó un reloj de bolsillo de su sotana y miró la hora.
—Señor Langdon, esta noche estoy dispuesto a, literalmente, dar mi vida para salvar esta Iglesia.
Langdon no advirtió más que sinceridad en la mirada del hombre.
—Ese documento —dijo el camarlengo—, ¿de verdad cree usted que se encuentra aquí? ¿Y que puede ayudarnos a localizar esas cuatro iglesias?
—No habría realizado incontables solicitudes de acceso si no estuviera convencido. Italia no está al alcance del sueldo de un profesor. El documento en cuestión es un antiguo...
—Por favor —lo interrumpió el camarlengo—. Discúlpeme. Mi mente ya no puede procesar más detalles en estos momentos. ¿Sabe dónde se encuentran los archivos secretos?
Langdon sintió una oleada de excitación.
—Justo detrás de la puerta de Santa Ana.
—Impresionante. La mayoría de los académicos creen que se accede a ellos a través de la puerta secreta que hay detrás del trono de San Pedro.
—No. Por ahí se va al Archivio della Reverenda Fabbrica di San Pietro. Se trata de una equivocación muy común.
—Un bibliotecario acompaña a todo el que entra. Esta noche, los guías no están. Usted me está pidiendo carte blanche. Ni siquiera nuestros cardenales entran solos.
—Trataré sus tesoros con el mayor respeto y cuidado. Sus bibliotecarios no hallarán rastro alguno de mi presencia.