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Las campanas de San Pedro comenzaron a repicar. El camarlengo volvió a consultar la hora en su reloj de bolsillo.

—He de irme. —Guardó silencio un momento y luego levantó la mirada hacia Langdon—. Un guardia suizo lo estará esperando en los archivos. Confío en usted, señor Langdon.

Él se quedó sin habla.

De pronto, el joven sacerdote pareció desenvolverse con un sorprendente aplomo. Se puso en pie y le dio un fuerte apretón en el hombro a Langdon.

—Espero que encuentre lo que está buscando. Y que lo haga deprisa.

CAPÍTULO 46

El Archivo Secreto Vaticano está situado en un extremo del patio Borgia, en lo alto de la colina que hay detrás de la puerta de Santa Ana. Contiene más de veinte mil volúmenes, entre los cuales se dice que hay tesoros como los diarios perdidos de Leonardo da Vinci, o incluso libros de la Biblia nunca publicados.

Langdon avanzaba con decisión por la desierta via della Fondamenta en dirección a los archivos. Todavía le costaba asimilar que le hubieran concedido el acceso. Vittoria iba a su lado, caminando a su ritmo sin el menor esfuerzo. La brisa agitaba ligeramente su pelo, y Langdon pudo percibir su aroma a almendras. De inmediato perdió el hilo de sus pensamientos.

—¿Me vas a decir qué estamos buscando? —preguntó ella.

—Un pequeño libro escrito por un tipo llamado Galileo.

Ella mostró su sorpresa.

—¡Anda ya! ¿Y qué contiene?

—Supuestamente algo llamado il segno.

—¿La señal?

—Señal, indicador, signo... Depende de cómo lo traduzcas.

—¿La señal de qué?

Langdon aceleró el paso.

—Un emplazamiento secreto. Los illuminati de Galileo tenían que protegerse del Vaticano, así que fundaron un lugar de encuentro ultrasecreto aquí, en Roma. Lo llamaron la Iglesia de la Iluminación.

—Un poco atrevido llamarle «iglesia» a una guarida satánica.

Él negó con la cabeza.

—Los illuminati de Galileo no tenían nada de satánicos. Eran científicos que reverenciaban el saber. Su lugar de encuentro no era más que un lugar donde podían congregarse a salvo y discutir temas prohibidos por el Vaticano. Aunque sabemos que esa guarida secreta existió, hasta el día de hoy nadie la ha encontrado.

—Parece que los illuminati sabían cómo guardar un secreto.

—Desde luego. De hecho, nunca revelaron el emplazamiento de su escondite a nadie ajeno a la hermandad. Ese secretismo los protegía, aunque también suponía un problema a la hora de reclutar nuevos miembros.

—Sin darse a conocer no podían crecer —dijo Vittoria, cuya mente seguía el ritmo de sus piernas.

—Exacto. Los rumores de la existencia de la hermandad de Galileo empezaron a propagarse en la década de 1630, y científicos de todo el mundo peregrinaban en secreto a Roma con la esperanza de unirse a ella, deseosos de poder mirar por el telescopio de Galileo y escuchar las ideas del maestro. Lamentablemente, a causa del secretismo de los illuminati, los científicos que llegaban a Roma nunca sabían adónde acudir o con quién podían hablar. Los illuminati querían sangre nueva, pero no podían permitirse arriesgar su secretismo dando a conocer el paradero de su guarida.

Vittoria frunció el entrecejo.

—Parece una situazione senza soluzione.

—Así es. Un círculo vicioso, que diríamos nosotros.

—¿Y qué hicieron?

—Eran científicos. Estudiaron el problema y encontraron una solución. Una muy brillante, de hecho. Crearon una especie de ingenioso mapa que dirigiera a los científicos a su santuario.

Escéptica, Vittoria aminoró el paso.

—¿Un mapa? Parece algo un poco imprudente. Si una copia llegaba a caer en las manos equivocadas...

—Imposible —dijo Langdon—. No existía ninguna copia. No era un mapa que se pudiera trasladar al papel. Era enorme. Una especie de rastro resplandeciente que recorría la ciudad.

Ella aminoró todavía más el paso.

—¿Flechas pintadas en las aceras?

—Algo así, pero mucho más sutil. El mapa consistía en una serie de indicadores simbólicos cuidadosamente ocultos en emplazamientos públicos de la ciudad. Un indicador conducía al siguiente, y éste al siguiente, conformando así un sendero... que finalmente desembocaba en la guarida de los illuminati.

Vittoria lo miró con recelo.

—Parece la búsqueda de un tesoro.

Langdon rio entre dientes.

—En cierto modo, lo es. Los illuminati llamaban a esa serie de indicadores el «Sendero de la Iluminación», y todo aquel que quisiera unirse a la hermandad tenía que seguirlo hasta el final. Era una especie de prueba.

—Pero entonces —argumentó Vittoria—, si el Vaticano quería encontrar a los illuminati, ¿no podía haberse limitado a seguir los indicadores?

—No. El sendero estaba oculto. Era un puzle, construido de forma que sólo cierta gente pudiera localizar los indicadores y averiguar dónde estaba escondida la iglesia de los illuminati. Para éstos era, además, una especie de iniciación, pues servía no sólo de medida de seguridad, sino también como filtro para asegurarse de que únicamente los científicos más brillantes llegaban a su puerta.

—No me lo creo. En el siglo XVII el clero se contaba entre la gente más culta del mundo. Si esos indicadores estaban en emplazamientos públicos, sin duda debía de haber miembros del Vaticano que pudieran descubrirlos.

—Desde luego —corroboró Langdon—, en caso de haber conocido la existencia de los mismos. Pero no la conocían, y nunca lo hicieron porque los illuminati diseñaron los indicadores de modo que los clérigos no sospecharan nunca dónde estaban. Utilizaron un método conocido en simbología como «disimulación».

—Camuflaje.

Langdon se quedó impresionado.

—Conoces el término.

Dissimulazione —dijo ella—. La mejor defensa de la naturaleza. Intenta distinguir un pez trompeta flotando en vertical entre las algas.

—Muy bien —asintió él—, pues los illuminati utilizaron la misma idea. Construyeron unos indicadores que se confundieran con el telón de fondo de la antigua Roma. No podían utilizar ambigramas o simbología científica porque habría resultado demasiado evidente, así que llamaron a un artista perteneciente a la hermandad (el mismo genio anónimo que había creado su símbolo ambigramático) y le encargaron que esculpiera cuatro esculturas.

—¿Esculturas illuminati?

—Sí, esculturas que debían seguir dos estrictas directrices. La primera, que debían parecerse a las demás obras de arte que hay en Roma para que el Vaticano nunca pudiera sospechar que pertenecían a la hermandad.

—Obras de arte religioso.

Langdon asintió, notando una punzada de excitación y hablando ahora con mayor rapidez.

—Y la segunda directriz era que los temas de las cuatro esculturas debían ser muy específicos. Cada pieza debía ser un sutil tributo a uno de los cuatro elementos de la ciencia.

—¿Cuatro elementos? —dijo Vittoria—. Hay más de cien.

—No en el siglo XVII —le recordó él—. Los primeros alquimistas creían que todo el universo estaba hecho tan sólo de cuatro sustancias: tierra, aire, fuego y agua.

Langdon sabía que al principio la cruz era el símbolo más común de los cuatro elementos: los cuatro brazos representaban la tierra, el aire, el fuego y el agua. Pero a lo largo de la historia habían existido literalmente docenas de representaciones simbólicas de esos cuatro elementos: los ciclos de la vida pitagóricos, el Hong-Fan chino, los rudimentos masculinos y femeninos de Jung, los cuadrantes del zodíaco. También los musulmanes reverenciaban los cuatro antiguos elementos, si bien en el islam se los conocía como «cuadrados, nubes, relámpagos y olas». A Langdon, sin embargo, era un uso mucho más moderno el que siempre le provocaba escalofríos..., los cuatro elementos de la iniciación masónica: tierra, aire, fuego y agua.