Vittoria parecía desconcertada.
—¿De modo que ese artista de los illuminati creó cuatro obras de arte que parecían religiosas pero que, en realidad, eran tributos a los cuatro elementos?
—Así es —dijo él mientras tomaba el patio del Centinela en dirección a los archivos—. Las piezas se confundían en el mar de arte religioso que hay por toda Roma. Tras donarlas de manera anónima a iglesias específicas, y gracias a su influencia política, la hermandad consiguió colocar esas cuatro piezas en templos romanos cuidadosamente elegidos. Cada pieza era un indicador que señalaba sutilmente el emplazamiento de la siguiente iglesia..., donde había un nuevo indicador. Funcionaba como un juego de pistas disfrazado de arte religioso. Si un candidato de los illuminati conseguía encontrar la primera iglesia y el indicador de la tierra, éste lo conducía al del aire, que a su vez lo conducía al del fuego, y éste al del agua..., que le indicaba finalmente el lugar en el que se encontraba la Iglesia de la Iluminación.
Vittoria se sentía cada vez más confusa.
—¿Y de qué modo nos va a ayudar todo eso a atrapar al asesino?
Langdon sonrió y sacó su as de la manga.
—Los illuminati se referían a esas cuatro iglesias con un nombre muy especiaclass="underline" los «altares de la ciencia».
Ella frunció el entrecejo.
—Lo siento, eso no me dice nad... —se quedó callada de golpe—. L’altare della scienza? —exclamó—. El asesino de los illuminati. ¡Nos ha advertido de que los cardenales serían sacrificados en el altar de la ciencia!
Él sonrió.
—Cuatro cardenales. Cuatro iglesias. Cuatro altares de la ciencia.
La joven estaba atónita.
—¿Estás diciendo que las cuatro iglesias en las que los cardenales serán sacrificados son las mismas que señalan ese antiguo Sendero de la Iluminación?
—Eso creo, sí.
—Pero ¿por qué iba a proporcionarnos esa pista el asesino?
—¿Por qué no? —repuso Langdon—. Muy pocos historiadores conocen la existencia de esas esculturas. Y menos todavía creen en su existencia. Su emplazamiento ha permanecido en secreto durante cuatrocientos años. Sin duda los illuminati confían en que siga siendo así otras cinco horas más. Además, los illuminati ya no necesitan el Sendero de la Iluminación. Lo más seguro es que su guarida secreta ya no exista. Ahora viven en el mundo moderno. Se los encuentra en las salas de juntas de los bancos, en clubes gastronómicos, en campos de golf privados. Esta noche quieren hacer públicos sus secretos. Éste es su momento. Su gran puesta de largo.
Langdon temía que esa puesta de largo de los illuminati poseyera una especial simetría que todavía no había mencionado. «Las cuatro marcas.» El asesino había jurado que cada cardenal sería marcado con un símbolo diferente. «La prueba de que las antiguas leyendas son ciertas», había dicho. La leyenda de las cuatro marcas ambigramáticas era tan antigua como los mismos illuminati: tierra, aire, fuego, agua; cuatro palabras compuestas en perfecta simetría. Igual que la marca de la palabra «illuminati». Cada uno de los cardenales iba a ser marcado con uno de los cuatro antiguos elementos de la ciencia. La cuestión de si las cuatro marcas estaban escritas en inglés en vez de en italiano seguía siendo motivo de debate entre los historiadores. El inglés parecía una desviación algo azarosa de su lengua natural, y la hermandad nunca dejaba nada al azar.
Langdon tomó el sendero de adoquines que conducía al edificio del archivo. Horrendas imágenes acudieron a su mente. El complot de los illuminati había comenzado a desvelar su esplendor. La hermandad había jurado permanecer en silencio el tiempo que hiciera falta mientras amasaba suficiente influencia y poder para resurgir sin miedo, plantar cara y luchar por su causa a plena luz del día. Ya no pensaban seguir ocultos por más tiempo. Ahora querían hacer ostentación de su poder, confirmando con ello los mitos conspirativos. Lo de esa noche supondría un golpe publicitario global.
—Ahí viene nuestro escolta —dijo Vittoria.
Langdon levantó la mirada y vio que un guardia suizo cruzaba a toda prisa el patio contiguo en dirección a la puerta principal.
Cuando el guardia los vio, se detuvo de golpe y se los quedó mirando fijamente, como si creyera sufrir alucinaciones. Sin decir una palabra, se volvió y cogió su radio. Aparentemente receloso de las órdenes que había recibido, el guardia se apresuró a hablar con la persona que hubiera al otro lado de la línea. Langdon no pudo descifrar el airado exabrupto que obtuvo el hombre por respuesta, pero su mensaje estaba claro. El guardia se resignó, dejó a un lado la radio y se volvió hacia ellos con expresión contrariada.
Sin dirigirles todavía la palabra, los condujo al interior del edificio. Cruzaron cuatro puertas de acero, dos entradas con contraseña, bajaron una larga escalera y llegaron a un vestíbulo con dos teclados numéricos. Tras cruzar una serie de puertas electrónicas de alta tecnología, recorrieron un largo pasillo hasta alcanzar unas grandes puertas de roble. El guardia se detuvo, volvió a echarles una mirada y, mascullando algo entre dientes, se dirigió a una caja metálica que había en la pared. Extendió el brazo, la abrió y tecleó un código. Las puertas que tenían ante sí emitieron un zumbido y el cerrojo se abrió.
El guardia se volvió y les dirigió la palabra por primera vez:
—Los archivos están ahí dentro. Yo ahora he de regresar para recibir órdenes sobre otro asunto.
—¿Se va? —preguntó Vittoria.
—Los guardias suizos no tienen acceso a los archivos secretos. Ustedes están aquí únicamente porque mi comandante ha recibido una orden directa del camarlengo.
—Pero ¿cómo saldremos?
—Seguridad unidireccional. No tendrán ningún problema.
Dicho esto, el guardia dio media vuelta y se alejó por el pasillo.
Vittoria comentó algo, pero Langdon no la oyó. Tenía la mente puesta en la puerta de doble hoja que tenía ante sí. Se preguntaba qué misterios habría más allá.
CAPÍTULO 47
Aunque sabía que no contaba con mucho tiempo, el camarlengo Carlo Ventresca prefirió caminar despacio. Necesitaba algo de tiempo a solas para poner en orden sus pensamientos antes de pronunciar la oración de apertura. Estaban sucediendo muchas cosas. Mientras avanzaba a solas por la oscura ala norte, sentía en sus huesos el peso del desafío de los últimos quince días.
Había llevado a cabo sus deberes sagrados al pie de la letra.
Tal y como indicaba la tradición vaticana, tras la muerte del papa, el camarlengo había confirmado personalmente el fallecimiento tras comprobar con los dedos su pulso en la arteria carótida, escuchar su respiración y llamarlo tres veces por su nombre. Por ley, no se practicaba autopsia. Luego había precintado el dormitorio del papa, destruido tanto el anillo del pescador como el cuño con el sello papal, y organizado el funeral. Una vez hecho todo esto, había iniciado los preparativos para el cónclave.
«El cónclave —pensó—. El obstáculo final.» Era una de las tradiciones más antiguas de la cristiandad. Como el resultado del cónclave solía conocerse antes incluso de que empezara, en la actualidad el proceso se consideraba obsoleto; más una pantomima que una auténtica elección. El camarlengo sabía, sin embargo, que eso se debía únicamente a la ignorancia. El cónclave no era una elección. Era una transferencia de poder antigua y mística. Se trataba de una tradición ancestral. El secretismo, las papeletas dobladas, la quema de los votos, la mezcla de antiguas sustancias químicas, las señales de humo...