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Al acercarse a las logias de Gregorio XIII, el camarlengo se preguntó si al cardenal Mortati le habría entrado ya el pánico. Sin duda se habría dado cuenta de que faltaban los preferiti. Sin ellos, la votación podía durar toda la noche. La designación de Mortati como gran elector, se dijo el camarlengo, había sido acertada. Era un librepensador y hablaba claro. Esa noche más que nunca el cónclave necesitaría un líder.

Al llegar a lo alto de la Escalera Real, Ventresca sintió como si se encontrara al borde del precipicio de su vida. Incluso desde allí arriba podía oír el bullicio en el interior de la capilla Sixtina; el inquieto parloteo de los ciento sesenta y cinco cardenales.

«Ciento sesenta y un cardenales», se corrigió.

Por un instante, el camarlengo tuvo la sensación de que caía en picado al infierno. Las llamas lo envolvían, la gente gritaba a su alrededor, y del cielo llovían piedras y sangre.

Luego, el silencio.

Cuando el niño despertó, estaba en el cielo. Todo cuanto lo rodeaba era de color blanco. La luz, cegadora y pura. Aunque algunos decían que un niño de diez años no podía llegar a comprender el cielo, el joven Carlo Ventresca lo comprendía muy bien. Ahora mismo estaba en él. ¿Dónde, si no? A pesar de llevar sólo una corta década en la Tierra, Carlo había sentido la majestuosidad de Dios: los retumbantes órganos, las imponentes cúpulas, los coros, las vidrieras de colores, el brillo del bronce y del oro. La madre de Carlo, Maria, lo llevaba a misa todos los días. La iglesia era el hogar del pequeño.

—¿Por qué venimos a misa todos los días? —preguntó él, aunque no era algo que lo molestara.

—Porque le prometí a Dios que lo haría —respondió ella—. Y las promesas a Dios son las más importantes de todas. Nunca rompas una promesa hecha a Dios.

Carlo le prometió a su madre que nunca lo haría. La quería más que a nada en el mundo. Ella era su ángel sagrado. A veces la llamaba «Maria Benedetta», la bendita María, aunque a ella no le gustaba nada. Él se arrodillaba junto a ella cuando rezaba, y olía el dulce aroma de su piel y escuchaba el murmullo de su voz mientras ella pasaba las cuentas del rosario. «Santa María, Madre de Dios..., ruega por nosotros, pecadores..., ahora y en la hora de nuestra muerte.»

—¿Dónde está mi padre? —preguntó Carlo, aunque sabía que había muerto antes de que él naciera.

—Ahora Dios es tu padre —respondía siempre ella—. Eres hijo de la Iglesia.

A Carlo eso le encantaba.

—Siempre que sientas miedo —añadía ella—, recuerda que ahora Dios es tu padre. Él siempre te vigilará y te protegerá. Dios tiene grandes planes para ti, Carlo.

El niño sabía que tenía razón. Podía sentir a Dios en su misma sangre.

Sangre...

«¡Del cielo llovía sangre!»

Silencio. Luego, el cielo.

Su cielo, descubrió Carlo cuando se apagaron las cegadoras luces, era en realidad la unidad de cuidados intensivos del hospital Santa Clara, en las afueras de Palermo. Carlo había sido el único superviviente de un atentado terrorista que había reducido a escombros la capilla donde él y su madre habían asistido a misa durante unas vacaciones. Habían muerto treinta y siete personas; entre ellas, la madre de Carlo. Los periódicos llamaron al suceso «El milagro de san Francisco». Por alguna razón desconocida, un momento antes de la explosión, Carlo se había apartado de su madre y se había acercado a una hornacina para admirar un tapiz en el que se representaba la historia de san Francisco.

«Fue Dios quien me llamó —decidió—. Quería salvarme.»

Carlo deliraba de dolor. Todavía podía ver a su madre enviándole un beso con la mano desde el banco en el que estaba arrodillada y cómo, inmediatamente después, con un estruendo ensordecedor, su dulce piel quedaba hecha trizas. Todavía podía saborear la maldad del hombre. Llovían gotas de sangre. ¡Era la sangre de su madre! ¡La bendita María!

«Dios siempre te vigilará y te protegerá», le había dicho ella.

Pero ¿dónde estaba Dios en esos momentos?

Entonces, como una manifestación mundanal de la afirmación de su madre, un clérigo apareció en el hospital. No un sacerdote cualquiera; se trataba de un obispo. Rezó por Carlo. El milagro de san Francisco. Cuando el pequeño se recuperó, el obispo se lo llevó a vivir a un pequeño monasterio adjunto a la catedral de la que estaba a cargo. Carlo empezó a vivir con los monjes. Y se convirtió incluso en el monaguillo de su nuevo protector. El obispo le sugirió que acudiera a la escuela pública, pero Carlo se negó. Nada lo hacía más feliz que su nuevo hogar. Ahora sí vivía en la casa de Dios.

Todas las noches, Carlo rezaba por su madre.

«Dios me ha salvado por una razón —se decía—. ¿Cuál?»

Cuando, a los dieciséis años, le tocó cumplir con los dos años de servicio militar obligatorio, el obispo le dijo que si ingresaba en el seminario estaría exento de ese deber. Carlo le respondió que su intención era entrar en el seminario, pero que primero quería entender el mal.

El obispo no comprendía lo que quería decir.

Carlo le dijo que, si pretendía dedicar su vida a luchar contra el mal, primero debía entenderlo. Y no se le ocurría ningún lugar mejor para ello que el ejército. El ejército empleaba cañones y bombas. «¡Una bomba mató a mi bendita madre!»

El obispo intentó disuadirlo, pero Carlo ya había tomado su decisión.

—Ten cuidado, hijo mío —dijo el obispo—. Y recuerda que la Iglesia espera tu regreso.

Los dos años de servicio militar de Carlo fueron espantosos. Había pasado toda su juventud entregado al silencio y a la reflexión. En el ejército, en cambio, no había tranquilidad para reflexionar. El ruido era constante. Había grandes máquinas por todas partes, y ni un solo momento de paz. Por mucho que los soldados del cuartel acudieran a misa una vez por semana, Carlo no advirtió la presencia de Dios en ninguno de ellos. En sus mentes había demasiado caos para poder ver a Dios.

Carlo odiaba su nueva vida y quería regresar a casa, pero resolvió seguir adelante. Todavía tenía que entender el mal. Se negó a disparar armas, así que los militares le enseñaron a pilotar helicópteros médicos. Carlo odiaba el ruido y el olor, pero al menos era algo que le permitía volar por el cielo y estar así más cerca de su madre. Cuando le informaron de que su entrenamiento de piloto incluía aprender a saltar en paracaídas, Carlo sintió pánico, pero no tuvo elección.

«Dios me protegerá», se dijo.

Su primer salto en paracaídas fue la experiencia física más estimulante de su vida. Era como volar con Dios. El silencio... La sensación de flotar... Ver el rostro de su madre en las mullidas nubes blancas a medida que descendía a tierra. «Dios tiene planes para ti, Carlo.» Cuando dejó el ejército, ingresó en el seminario.

De eso hacía veintitrés años.

Ahora, mientras el camarlengo Carlo Ventresca descendía por la Escalera Real, intentó comprender la cadena de acontecimientos que lo habían llevado a esa extraordinaria encrucijada.

«Abandona todo temor —se dijo—, y entrégate a Dios esta noche.»

Por fin llegó a la gran puerta de bronce de la capilla Sixtina, debidamente protegida por cuatro guardias suizos. Los guardias descorrieron el pestillo y abrieron la puerta. En su interior, todas las cabezas se volvieron hacia él. El camarlengo observó las sotanas negras y los fajines rojos que tenía delante. Y entonces comprendió cuáles eran los planes que Dios tenía para él. El destino de la Iglesia había sido depositado en sus manos.

El camarlengo se santiguó y cruzó el umbral.

CAPÍTULO 48

El periodista Gunther Glick estaba en el interior de la furgoneta de la BBC estacionada en el extremo oriental de la plaza de San Pedro, sudando y maldiciendo el encargo que le había hecho su editor. A pesar de que el primer reportaje mensual de Glick había obtenido no pocos calificativos superlativos —ingenioso, mordaz, serio—, allí estaba ahora, «de guardia» en el Vaticano. Se recordó a sí mismo que trabajar para la BBC le otorgaba mucha más credibilidad que fabricar forraje para el British Tattler,[3] pero aun así ésta no era la idea que él tenía del periodismo.

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3

Literalmente, «chismoso británico». (N. del t.)