—¿Con lo de «manos equivocadas» te refieres al Vaticano?
—No son malas per se, pero la Iglesia siempre ha minimizado la amenaza de los illuminati. A principios del siglo XX, el Vaticano llegó a decir que la hermandad no era más que un producto de imaginaciones hiperactivas. Los clérigos creyeron, quizá acertadamente, que lo último que necesitaban saber los cristianos era que había un poderoso movimiento anticristiano infiltrado en sus bancos, en sus partidos políticos y en sus universidades.
«En presente, Robert —se recordó a sí mismo—. Hay un poderoso movimiento anticristiano infiltrado en sus bancos, en sus partidos políticos y en sus universidades.»
—¿Y piensas que el Vaticano habría enterrado toda prueba que corroborara la amenaza de los illuminati?
—Muy posiblemente. Cualquier amenaza, real o imaginaria, debilita la fe en el poder de la Iglesia.
—Una pregunta más. —Vittoria se detuvo de golpe y se lo quedó mirando como si fuera un alienígena—. ¿Estás hablando en serio?
Él se detuvo a su vez.
—¿A qué te refieres?
—Quiero decir, ¿de verdad es éste tu plan para salir de esta situación?
Langdon no estaba seguro de si lo que veía en sus ojos era mera compasión o auténtico terror.
—¿Te refieres a encontrar el ejemplar del Diagramma?
—No, me refiero a encontrar el ejemplar del Diagramma, localizar un segno de cuatrocientos años de antigüedad, descifrar un código matemático y seguir un antiguo sendero de obras de arte que únicamente los científicos más brillantes de la historia han sido capaces de seguir..., todo en apenas cuatro horas.
Él se encogió de hombros.
—Estoy abierto a otras sugerencias.
CAPÍTULO 50
Robert Langdon se acercó a la cámara número nueve y leyó las etiquetas de las estanterías.
BRAHE... CLAVIUS... COPERNICUS... KEPLER... NEWTON...
Al releerlas, sintió una repentina inquietud. «Aquí están los científicos... pero ¿dónde está Galileo?»
Se volvió hacia Vittoria, que estaba revisando los contenidos de una cámara vecina.
—He encontrado el tema, pero Galileo no está.
—Sí, sí está —dijo ella acercándose a la siguiente cámara con el entrecejo fruncido—. Está aquí. Pero espero que hayas traído tus gafas de lectura, porque la cámara entera está dedicada a él.
Langdon corrió a su lado. Vittoria tenía razón. Todas las etiquetas indicadoras de la cámara número diez tenían la misma palabra clave.
Il processo galileiano
Él dejó escapar un leve silbido al darse cuenta de por qué Galileo tenía su propia cámara.
—El proceso de Galileo —se maravilló, mirando desde el otro lado del cristal el oscuro contorno de las estanterías—. El más largo y costoso proceso legal en la historia del Vaticano. Catorce años y seiscientos millones de liras. Está todo aquí.
—Hay unos cuantos documentos legales.
—Parece que los abogados no han evolucionado mucho en todos estos siglos.
—Tampoco los tiburones.
Langdon se acercó a grandes zancadas a un gran botón amarillo que había a un lado de la cámara. Al presionarlo, un banco de luces se encendió con un zumbido en su interior. Eran de un intenso color rojo que convirtió el cubo en una resplandeciente celda carmesí, un auténtico laberinto de altas estanterías.
—Dios mío —dijo Vittoria, algo asustada—. ¿Vamos a broncearnos o a trabajar?
—Los pergaminos y el papel vitela se deterioran con mucha facilidad, por lo que siempre se emplean luces oscuras para iluminar las cámaras.
—Uno podría volverse loco ahí dentro.
«O algo peor», pensó Langdon mientras se dirigía hacia la única entrada de la cámara.
—Una pequeña advertencia. El oxígeno es oxidante, así que las cámaras herméticas contienen muy poco. El interior prácticamente se encuentra al vacío. Te costará respirar.
—Bueno, si los viejos cardenales pueden sobrevivir a ello...
«Cierto —pensó él—. Espero que tengamos la misma suerte.»
La entrada de la cámara consistía en una única puerta electrónica giratoria. Langdon advirtió la típica disposición de cuatro botones de acceso en su interior, cada uno accesible desde un compartimento. Cuando se presionaba un botón, la puerta motorizada se ponía en marcha e iniciaba media rotación hasta que volvía a detenerse; un procedimiento estándar para preservar la integridad de la atmósfera interior.
—Cuando ya esté dentro —dijo—, presiona el botón y haz lo mismo que he hecho yo. En el interior sólo hay un ocho por ciento de humedad, así que prepárate para notar la boca seca.
Entró en el compartimento rotatorio y presionó el botón. La puerta emitió un sonoro zumbido y empezó a girar. Mientras seguía su movimiento, Langdon empezó a preparar su cuerpo para el shock físico que siempre acompañaba a los primeros segundos en una cámara hermética. Entrar en un archivo estanco era como pasar de golpe del nivel del mar a seis mil metros de altitud. No era infrecuente sufrir náuseas y mareos. «Si ves doble, dobla la cintura», decía el mantra del archivero. El profesor notó que se le empezaban a tapar los oídos. Oyó el silbido del aire y la puerta se detuvo.
Ya estaba dentro.
Lo primero que advirtió fue que el aire era más escaso todavía de lo que había esperado. Al parecer, el Vaticano se tomaba sus archivos un poco más en serio que la mayoría. Reprimió una náusea y relajó el pecho mientras sus capilares pulmonares se dilataban. El malestar pasó deprisa. «Ya está aquí el Delfín», murmuró, satisfecho porque sus cincuenta largos diarios servían de algo. Cuando al fin comenzó a respirar con mayor normalidad, miró alrededor de la cámara. A pesar de que las paredes eran transparentes, sintió la tan familiar ansiedad. «Estoy en una caja —pensó—. De color rojo sangre.»
La puerta emitió un zumbido a sus espaldas, y Langdon se volvió para ver entrar a Vittoria. En cuanto estuvo dentro, los ojos de la joven se humedecieron y empezó a respirar con dificultad.
—Es sólo un minuto —dijo él—. Si sientes mareos, inclínate hacia delante.
—Me... siento... —repuso ella, jadeante— como si... estuviera haciendo submarinismo... con la mezcla... incorrecta.
Él esperó a que se aclimatara. Sabía que se pondría bien. Estaba claro que Vittoria Vetra se encontraba en plena forma, no como los renqueantes exalumnos de Radcliffe a quienes Langdon había acompañado a la cámara hermética de la biblioteca Widener. La visita había terminado con él haciéndole el boca a boca a una anciana que a punto había estado de tragarse la dentadura postiza.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó.
Vittoria asintió.
—Antes me he subido a tu maldito avión espacial, así que te debía una.
Ella sonrió.
—Touché.
Langdon metió la mano en la caja que había junto a la puerta y extrajo unos guantes blancos de algodón.
—¿Es necesaria la formalidad? —quiso saber ella.
—Es por el ácido de los dedos. No podemos tocar los documentos sin ellos. Necesitas un par.
Vittoria se puso los guantes.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
Él consultó la hora en su reloj de Mickey Mouse.
—Acaban de dar las siete.
—Tenemos que encontrar esa cosa antes de una hora.
—En realidad —contestó él—, no disponemos de tanto tiempo. —Señaló un conducto que había en el techo—. En circunstancias normales, el conservador enciende un sistema de reoxigenación cuando alguien entra en la cámara. Ahora está apagado. Dentro de veinte minutos nos habremos quedado sin aire.