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—¿Nombre del pasajero?

—Robert Langdon —respondió el conductor.

—¿Invitado de...?

—El director.

El centinela enarcó las cejas. Se volvió y consultó una hoja impresa, cotejándola con la información que aparecía en la pantalla de su ordenador. Luego se volvió de nuevo hacia la ventanilla.

—Disfrute de su estancia, señor Langdon.

El coche arrancó de nuevo y recorrió otros doscientos metros alrededor de una rotonda hasta llegar a la entrada principal de las instalaciones. Ante ellos se alzaba una ultramoderna estructura rectangular de cristal y acero. A Langdon lo maravilló el limpio diseño del edificio. Siempre había sentido una gran atracción por la arquitectura.

—La «catedral de cristal» —le explicó su guía.

—¿Una iglesia?

—Oh, no. Iglesias es lo único que no tenemos. Aquí la única religión es la física. Puede usted usar el nombre de Dios en vano cuanto quiera —se rio—, pero ni se le ocurra hablar mal de los quarks o los mesones.

El conductor detuvo el coche enfrente del edificio de cristal. Langdon apenas podía ocultar su estupefacción. «¿Quarks y mesones? ¿Ausencia de controles fronterizos? ¿Aviones que vuelan a una velocidad de Mach 15? ¿Quiénes diablos son estos tipos?» El texto grabado en la placa de granito que había delante del edificio contenía la respuesta:

CERN

Conseil Européen pour

la Recherche Nucléaire

—¿Investigación nuclear? —preguntó Langdon, bastante seguro de su traducción.

El conductor no contestó. Permanecía inclinado hacia delante, ocupado en el radiocasete.

—Ésta es su parada. El director vendrá a buscarlo a la entrada.

Langdon advirtió entonces que del edificio salía un hombre en silla de ruedas. Debía de tener unos sesenta y pocos años. Demacrado y completamente calvo, pero de mandíbula poderosa, llevaba una bata blanca de laboratorio y los zapatos de vestir sujetos con firmeza al reposapiés de la silla de ruedas. Incluso desde lejos sus ojos parecían sin vida..., como dos piedras grises.

—¿Es ése? —preguntó Langdon.

El conductor levantó la mirada.

—Mire por dónde. —Se volvió y le ofreció una ominosa sonrisa—. Hablando del rey de Roma...

Sin saber bien qué esperar, Langdon bajó del vehículo.

El hombre de la silla de ruedas aceleró en su dirección y le ofreció su húmeda mano.

—¿Señor Langdon? Hemos hablado antes por teléfono. Mi nombre es Maximilian Kohler.

CAPÍTULO 7

A Maximilian Kohler, director general del CERN, lo llamaban König, «rey», a sus espaldas. Más que al respeto, este título se debía al temor que todos sentían por la figura que regía sus dominios desde el trono de su silla de ruedas. Aunque pocos lo conocían personalmente, todo el mundo estaba al corriente de la terrible historia de cómo se había quedado paralítico, y pocos le reprochaban su amargura..., así como tampoco su total dedicación a la ciencia pura.

Muy pronto, Langdon se dio cuenta de que Kohler era un hombre que mantenía las distancias. Casi tenía que correr para no quedar rezagado de la silla de ruedas eléctrica que silenciosamente se dirigía hacia la entrada principal. La silla no se parecía a ninguna otra que él hubiera visto antes. Iba equipada con un panel de instrumental electrónico en el que destacaba un teléfono multilínea, un buscapersonas, una pantalla de ordenador e incluso una pequeña videocámara desmontable. Era el centro de mando móvil del rey Kohler.

Langdon cruzó una puerta mecánica y entró en el amplio vestíbulo principal del CERN.

«La “catedral de cristal”», pensó al tiempo que levantaba la mirada al cielo.

Por encima de sus cabezas, los rayos del sol de la tarde se reflejaban sobre el azulado techo de cristal y proyectaban dibujos geométricos en el aire, confiriéndole grandeza al lugar. Sombras angulares recorrían como si de venas se tratara las paredes de baldosas blancas hasta los suelos de mármol. El aire olía limpio, estéril. Los pasos de un grupo de científicos que deambulaban de un lado a otro resonaban por todo el espacio.

—Por aquí, por favor, señor Langdon. —La voz de Kohler sonaba casi computarizada. Su acento era tan rígido y preciso como sus severos rasgos. El director tosió y se limpió la boca con un pañuelo blanco al tiempo que fijaba sus apagados ojos grises en Langdon—. Por favor, dese prisa. —La silla de ruedas parecía volar sobre las baldosas del suelo.

Langdon lo siguió por los incontables pasillos que salían del atrio principal, todos los cuales bullían de actividad. Los científicos parecían sorprenderse al ver a Kohler, y luego miraban a Langdon como si se preguntaran quién debía de ser para ir en su compañía.

—Me avergüenza admitir —empezó a decir Langdon con la intención de iniciar una conversación— que nunca había oído hablar del CERN.

—Normal —respondió Kohler con un tono de severa eficiencia—. La mayoría de los estadounidenses no son conscientes de que Europa es líder mundial en lo que a investigación científica respecta. Nos consideran más como un pintoresco distrito comercial, una percepción algo extraña si tenemos en cuenta la nacionalidad de gente como Einstein, Galileo o Newton.

Langdon no supo muy bien qué responder. Extrajo la hoja de fax de su bolsillo.

—Este hombre de la fotografía, ¿puede usted...?

Kohler lo interrumpió.

—Aquí no. Por favor. Ahora lo llevaré a verlo. —Tendió la mano—. Quizá debería quedarme eso.

Langdon le entregó la hoja y siguieron adelante en silencio.

Kohler viró luego bruscamente a la izquierda y se internó en un amplio pasillo ornamentado con premios y menciones. Una placa especialmente grande dominaba la entrada. Al pasar por delante, Langdon aminoró el paso para leer el texto que había grabado en el bronce.

PREMIO ARS ELECTRÓNICA

A LA INNOVACIÓN CULTURAL EN LA ERA DIGITAL,

CONCEDIDO A TIM BERNERS LEE Y EL CERN

POR LA INVENCIÓN DE LA

WORLD WIDE WEB

«¡Increíble! —se dijo Langdon—. Hablaba en serio.» Él siempre había creído que la World Wide Web era un invento estadounidense. Aunque, claro, sus conocimientos al respecto se limitaban a la página de su libro y a alguna visita ocasional a las webs del Louvre o del museo del Prado con su viejo Macintosh.

—Internet empezó aquí como una red interna de ordenadores —indicó Kohler tras volver a toser y limpiarse la boca—. Permitía a los científicos de diferentes departamentos compartir entre sí sus hallazgos diarios. Obviamente, todo el mundo cree que se trata de una tecnología estadounidense.

Langdon lo siguió pasillo abajo.

—¿Por qué no enmendar el error?

Kohler se encogió de hombros, mostrando su desinterés.

—Es un malentendido insignificante en relación con una tecnología insignificante. El CERN es mucho más que una mera conexión global de ordenadores. Nuestros científicos producen milagros casi a diario.

Langdon le dirigió una mirada interrogativa.

—¿Milagros? —La palabra no formaba parte del vocabulario que utilizaban en el Fairchild Science Building de Harvard. Eso era algo que se dejaba para la Facultad de Teología.

—Parece usted escéptico —señaló Kohler—. Creía que se dedicaba a la simbología religiosa. ¿Es que no cree en los milagros?

—Tengo mis dudas al respecto —dijo Langdon.

«En particular, sobre los milagros que tienen lugar dentro de un laboratorio.»

—Puede que «milagro» no sea la palabra más apropiada. Sólo pretendía emplear su mismo lenguaje.