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Vittoria empalideció perceptiblemente bajo la luz roja.

Langdon sonrió y se alisó los guantes.

—Demostrar o asfixiarse, señorita Vetra. Mickey apremia.

CAPÍTULO 51

El reportero de la BBC Gunther Glick se quedó mirando el teléfono móvil que tenía en la mano durante diez segundos antes de colgar.

Chinita Macri lo examinó desde la parte trasera de la furgoneta.

—¿Qué ha pasado? ¿Quién era?

Él se volvió. Se sentía como un niño que hubiera recibido un regalo de Navidad que quizá no fuera para él.

—Acaban de darme un soplo. En el Vaticano está sucediendo algo.

—Se llama cónclave —dijo Chinita—. Menudo soplo.

—No, otra cosa. —«Algo importante.»

Glick se preguntó si lo que acababa de contarle el desconocido sería verdad. Y se sintió avergonzado cuando se dio cuenta de que estaba rezando para que así fuera.

—¿Y si te dijera que cuatro cardenales han sido secuestrados y van a ser asesinados en cuatro iglesias distintas?

—Te diría que alguien de la oficina central con un macabro sentido del humor te está tomando el pelo.

—¿Y si te dijera que nos van a indicar el emplazamiento exacto del primer asesinato?

—Querría saber con quién diantre acabas de hablar.

—No me lo ha dicho.

—¿Quizá porque era un farsante?

Glick ya contaba con el cinismo de Macri, pero lo que la chica no tenía en cuenta era que, en el British Tattler, se había pasado casi una década tratando con mentirosos y lunáticos. El tipo con el que acababa de hablar no era ninguna de las dos cosas. Al contrario, se había comportado con fría cordura. «Lo llamaré antes de las ocho —le había dicho—, y le diré dónde tendrá lugar el primer asesinato. Las imágenes que grabe lo harán famoso.» Cuando Glick le había preguntado por qué le estaba dando esa información, la respuesta había sido tan glacial como su acento de Oriente Medio: «Los medios de comunicación son el brazo derecho de la anarquía».

—Me ha dicho algo más —dijo Glick.

—¿Qué? ¿Quizá que Elvis Presley acaba de ser nombrado papa?

—Conecta con la base de datos de la BBC, ¿quieres? —Glick podía notar cómo la adrenalina fluía por su cuerpo—. Quiero ver qué otras noticias les hemos dedicado a esos tipos.

—¿Qué tipos?

—Hazlo, por favor.

Macri suspiró y empezó a establecer la conexión con la base de datos.

—Tardará un minuto.

A Glick la cabeza le iba a mil por hora.

—El desconocido tenía mucho interés en saber si contaba con un cámara.

—Videógrafo.

—Y si podíamos transmitir en directo.

—Uno coma cinco tres siete megahercios. ¿Se puede saber de qué va todo esto? —La base de datos emitió un pitido—. Muy bien, estamos conectados. ¿Qué es lo que estás buscando?

Glick le dijo la palabra clave.

Macri se volvió y se lo quedó mirando fijamente.

—Estás de broma, ¿no?

CAPÍTULO 52

La organización interna de la cámara número diez no era tan intuitiva como Langdon había supuesto, y el manuscrito del Diagramma no parecía encontrarse con otras publicaciones similares de Galileo. Sin acceso al catálogo informatizado o a un localizador de referencias, Langdon y Vittoria no sabían por dónde empezar a buscar.

—¿Estás seguro de que el Diagramma está aquí? —preguntó ella.

—Del todo. Aparece tanto en el listado del Ufficio della Propaganda della Fede como...

—Está bien. Mientras estés seguro.

Vittoria comenzó a buscar por la izquierda, y él por la derecha.

Langdon tenía que hacer grandes esfuerzos para no detenerse y leer cada tesoro que encontraba. La colección era asombrosa. El ensayista... El mensajero de las estrellas... Cartas sobre las manchas solares... Carta a la gran duquesa Cristina... Apologia pro Galileo...

Fue Vittoria quien finalmente lo encontró cerca del fondo de la cámara. Llamó a Langdon con su gutural voz:

Diagramma della verità!

Él cruzó corriendo la bruma carmesí para unirse a la joven.

—¿Dónde?

Vittoria lo señaló, e inmediatamente Langdon se dio cuenta de por qué no lo habían encontrado antes. El manuscrito estaba dentro de una cubeta, no sobre los estantes. Las cubetas solían utilizarse para almacenar páginas sueltas. La etiqueta del contenedor no dejaba duda alguna sobre su contenido.

DIAGRAMMA DELLA VERITÀ

Galileo Galilei, 1639

Langdon se puso de rodillas y notó que se le aceleraba el pulso.

—El Diagramma —dijo, y sonrió a Vittoria—. Buen trabajo. Ayúdame a sacar la cubeta.

Vittoria se arrodilló a su lado y ambos tiraron de la bandeja de metal en la que se encontraba la cubeta. El contenedor se deslizó sobre unas pequeñas ruedas, dejando a la vista la parte superior.

—¿No tiene cerradura? —dijo ella, sorprendida al ver un simple pestillo.

—No, nunca. A veces hay que evacuar los documentos con rapidez: inundaciones, incendios...

—Pues ábrelo.

Él no necesitaba ánimos. Con el sueño académico de su vida ante sí y el escaso aire que había en la cámara, no tenía intención alguna de demorarse. Descorrió el pestillo y abrió la tapa. En el fondo de la cubeta descansaba una bolsa negra de lona. La transpirabilidad de la tela resultaba de máxima importancia para la preservación de su contenido. Cogiéndola con ambas manos y manteniéndola en posición horizontal, Langdon la extrajo de la cubeta.

—Esperaba un cofre del tesoro —comentó Vittoria—. Parece más bien una funda de almohada.

—Sígueme —ordenó él.

Sosteniendo la bolsa ante sí como si de una ofrenda sagrada se tratara, Langdon se dirigió al centro de la cámara, hacia la típica mesa de consulta con el tablero de cristal. Si bien lo que se pretendía con su localización en el centro era minimizar los desplazamientos de documentos en el interior de la cámara, los investigadores también apreciaban la privacidad que ofrecían las estanterías circundantes. En las cámaras más importantes del mundo se hacían descubrimientos que coronaban carreras, y a la mayoría de los académicos no les gustaba que sus rivales pudieran verlos a través del cristal mientras trabajaban.

Una vez frente a la mesa, depositó la bolsa encima de ella. Vittoria permanecía a su lado. Tras rebuscar en una bandeja de herramientas, Langdon encontró unas pinzas con almohadillas de fieltro utilizadas por los archiveros, unas grandes pinzas con dos discos planos en cada brazo. A medida que su excitación iba en aumento, temió que de un momento a otro fuera a despertarse en Cambridge con una pila de exámenes por corregir a su lado. Finalmente, cogió aire y abrió la bolsa. Con dedos trémulos, metió las tenacillas en su interior.

—Relájate —dijo Vittoria—. Es papel, no plutonio.

Él rodeó con las tenacillas el montón de documentos que había dentro y con cuidado aplicó la mínima presión. Luego, más que tirar de las páginas, las mantuvo en su sitio mientras retiraba la bolsa; un procedimiento típico de los archiveros para minimizar la manipulación del objeto. Hasta que hubo retirado por completo la bolsa y encendido la luz oscura que había bajo la mesa, Langdon no volvió a respirar.

Iluminada desde abajo por la lámpara que había bajo el cristal del tablero, Vittoria parecía ahora un espectro.