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—Qué pequeñas son las hojas —dijo con un tono de reverencia en la voz.

Él asintió. La pila de folios que tenían delante parecían las páginas sueltas de una novela de bolsillo. Langdon advirtió que la hoja de encima era una ornamentada cubierta con el título, la fecha y el nombre de Galileo escrito de su puño y letra.

En ese instante se olvidó del angosto lugar en el que se encontraba, de su agotamiento, se olvidó de la terrible situación que lo había llevado allí. Maravillado, se limitó a admirar el documento. Los encuentros cercanos con la historia siempre lo dejaban obnubilado, como si se encontrara ante el lienzo de la Mona Lisa.

Langdon no dudó ni por un momento de la edad y la autenticidad del descolorido y amarillento papiro, pero a excepción de la inevitable pérdida de color, el documento se encontraba en unas condiciones espléndidas. «Ligera decoloración del pigmento. Menor cohesión del papiro. Pero, en general..., su condición es magnífica.» Con la visión borrosa a causa de la escasa humedad del aire, estudió el ornamentado grabado a mano de la cubierta. Vittoria permanecía en silencio.

—Pásame la espátula, por favor —pidió señalando una bandeja llena de herramientas de acero inoxidable.

Ella se la tendió. Langdon sopesó la herramienta. Era de las buenas. Pasó los dedos por su superficie para retirar todo resto de electricidad estática y luego, siempre con mucho cuidado, deslizó la hoja por debajo de la cubierta.

La primera página estaba escrita a mano. La diminuta y estilizada caligrafía resultaba casi imposible de leer. Langdon advirtió de inmediato que en la página no había diagramas ni números. Se trataba de un ensayo.

—Heliocentrismo —anunció Vittoria, traduciendo el encabezamiento de la primera página. Examinó el texto—. Parece como si Galileo renunciara al modelo geocéntrico de una vez por todas. Es italiano antiguo, así que no ofrezco garantías de mi traducción.

—Da igual —repuso él—. Estamos buscando matemáticas. El lenguaje puro.

Pasó la página con la espátula. Otro ensayo. Ni matemáticas ni diagramas. Las manos de Langdon comenzaron a sudar dentro de los guantes.

—Movimiento de los planetas —Vittoria tradujo el título.

Él frunció el entrecejo. Cualquier otro día le habría fascinado leerlo; por increíble que pudiera parecer, el actual modelo de órbitas planetarias elaborado por la NASA tras observarlas mediante telescopios de alta potencia era casi idéntico a las predicciones originales de Galileo.

—Nada de matemáticas —señaló ella—. Habla acerca de movimientos retrógrados y órbitas elípticas o algo así.

«Órbitas elípticas.» Langdon recordó que el problema legal de Galileo había comenzado cuando afirmó que el movimiento planetario era elíptico. El Vaticano exaltaba la perfección del círculo, e insistía en que el movimiento celestial sólo podía ser circular. Los illuminati de Galileo, sin embargo, también veían esa perfección en la elipse, y reverenciaban la dualidad matemática de sus focos gemelos. La elipse illuminati era prominente incluso hoy en día en la imaginería de los modernos tableros e incrustaciones masónicas.

—Siguiente —dijo Vittoria.

Langdon pasó la página.

—Fases lunares y mareas —dijo la joven—. Nada de números. Ni de diagramas.

Él pasó otra página. Nada. Pasó otra docena más o menos. Nada. Nada. Nada.

—Creía que ese tipo era un matemático —comentó ella—. Esto es todo texto.

Langdon notó que el aire de sus pulmones era cada vez más escaso. Igual que sus esperanzas. La pila de hojas menguaba.

—Aquí no hay nada —concluyó Vittoria—. Nada de matemáticas. Unas pocas fechas, unos pocos cálculos convencionales, pero nada que parezca una pista.

Él pasó la última hoja y suspiró. También era un ensayo.

—Un libro corto —señaló Vittoria con el entrecejo fruncido.

Langdon asintió.

—Como dicen los romanos: Merda!

«Sí, mierda», pensó él. Su reflejo en el cristal parecía estar burlándose de él, como la imagen que esa mañana le había devuelto su ventanal. «Un fantasma que envejece.»

—Tiene que haber algo —dijo. La ronca desesperación de su voz lo sorprendió incluso a él—. El segno está aquí, en algún lugar. ¡Lo sé!

—¿Y si estabas equivocado con lo de DIII?

Se volvió hacia la chica y se la quedó mirando fijamente.

—Está bien —admitió ella—, lo de DIII tiene sentido. Pero quizá la pista no es matemática.

Lingua pura. ¿Qué otra cosa puede ser?

—¿Arte?

—En el libro no hay ni diagramas ni dibujos.

—Lo único que sé es que lo de lingua pura se refiere a algo que no es italiano. Las matemáticas parecen la opción más lógica.

—Estoy de acuerdo.

Langdon se negaba a aceptar la derrota así como así.

—Quizá los números están escritos a mano. Y las matemáticas expresadas en palabras en vez de ecuaciones.

—Nos llevará mucho tiempo leer todas las páginas.

—No tenemos tiempo. Repartiremos el trabajo. —Le dio la vuelta a la pila y volvió al principio del libro—. Sé suficiente italiano para reconocer números. —Utilizando la espátula, cortó la pila como si fuera una baraja de cartas y depositó la primera media docena de páginas delante de Vittoria—. Está aquí, en algún lugar. Estoy seguro.

Ella se inclinó y pasó la primera página con la mano.

—¡La espátula! —exclamó él, alcanzándole otra de la bandeja—. Utiliza la espátula.

—Llevo guantes —refunfuñó ella—. ¿Qué daño le puedo causar?

—Utilízala y ya está.

Vittoria cogió la espátula.

—¿Notas lo mismo que yo?

—¿Tensión?

—No. La falta de aire.

Efectivamente, estaba empezando a notarla. El aire se agotaba con mayor rapidez de lo que había esperado. Sabía que debían darse prisa. Los acertijos archivísticos no eran algo nuevo para él, pero normalmente tenía más que unos pocos minutos para solucionarlos. Sin decir nada más, agachó la cabeza y empezó a traducir la primera página de su pila.

«¿Dónde estás, maldita sea? ¿Dónde narices estás?»

CAPÍTULO 53

En algún lugar de Roma, una oscura figura descendió por una rampa de piedra y se internó en un túnel subterráneo. El antiguo pasadizo estaba iluminado únicamente con antorchas, lo que provocaba que en su interior el aire fuera caliente y denso. El eco de los inútiles gritos de terror de los ancianos resonaba en el angosto espacio.

Al rodear la esquina los encontró exactamente igual que los había dejado: cuatro ancianos aterrados, encerrados en un cubículo de piedra tras unos herrumbrosos barrotes de hierro.

Qui êtes-vous? —preguntó uno de los hombres en francés—. ¿Qué quiere de nosotros?

Hilfe! —dijo otro en alemán—. ¡Suéltenos!

—¿Sabe quiénes somos? —preguntó uno en inglés con acento español.

—Silencio —ordenó la ronca voz.

El cuarto prisionero, un italiano callado y pensativo, miró el oscuro vacío de los ojos de su captor y creyó ver el mismísimo infierno. «Que Dios nos ampare», pensó.

El asesino consultó la hora y luego se volvió hacia los prisioneros.

—Bueno —dijo—, ¿quién será el primero?

CAPÍTULO 54

En el interior de la cámara número diez, Robert Langdon recitaba números en italiano mientras examinaba la caligrafía que tenía ante sus ojos.