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—No, no es un ambigrama, pero... —Vittoria dio otra vuelta de noventa grados a la hoja.

—Pero ¿qué?

Ella levantó la mirada.

—No es la única línea.

—¿Hay otra?

—Hay una línea distinta en cada margen. Arriba, abajo, izquierda y derecha. Creo que es un poema.

—¿Cuatro líneas? —Langdon sintió una oleada de excitación. «¿Galileo, poeta?»—. ¡Déjame verlo!

Sin soltar la página, Vittoria le dio otra vuelta de noventa grados.

—Antes no había visto las líneas porque están en los márgenes. —Ladeó la cabeza para leer la última—. Vaya, ¿sabes qué? No fue Galileo quien escribió esto.

—¿Qué?

—El poema está firmado por John Milton.

—¿John Milton?

El influyente poeta inglés que escribió El paraíso perdido era contemporáneo de Galileo y su afición por las conspiraciones lo situaba en lo más alto de la lista de posibles illuminati. La supuesta afiliación de Milton con la hermandad de Galileo era una leyenda que Langdon siempre había creído cierta. Milton no sólo había hecho un bien documentado viaje a Roma en 1638 para «tratar con hombres ilustrados», sino que había visitado varias veces a Galileo durante el arresto domiciliario del científico; visitas recreadas en muchos cuadros renacentistas, entre ellos el famoso Galileo y Milton, de Annibale Gatti, que ahora colgaba en el museo de Historia de la Ciencia de Florencia.

—Milton conocía a Galileo, ¿no? —dijo Vittoria entregándole finalmente el folio—. Quizá le escribió el poema como un favor.

Langdon apretó los dientes y examinó el documento. Tras dejarlo sobre la mesa, leyó la línea del margen superior. Luego rotó la página novena grados y leyó la del derecho. Otro giro y leyó la del inferior. Otro giro, la del izquierdo. Un giro final completó el círculo. Había cuatro líneas en total. La primera que Vittoria había encontrado era en realidad la tercera del poema. Completamente boquiabierto, Langdon leyó de nuevo las cuatro en el sentido de las agujas del reloj: arriba, derecha, abajo, izquierda. Cuando hubo terminado, exhaló un suspiro. No tenía ninguna duda al respecto.

—Lo ha encontrado usted, señorita Vetra.

Ella forzó una sonrisa.

—Muy bien, ¿ahora podemos salir de una vez de aquí?

—He de copiar estas líneas. Necesito lápiz y papel.

Vittoria negó con la cabeza.

—Olvídelo, profesor. No hay tiempo para jugar a los escribas. Mickey apremia. —Le arrebató la página y se dirigió hacia la puerta.

Langdon se quedó parado.

—¡No puedes sacar eso de aquí! Es...

Pero ella ya se había ido.

CAPÍTULO 55

Langdon y Vittoria salieron disparados al patio contiguo a los archivos secretos. El profesor respiró el aire fresco como si de una droga se tratara. Los puntitos púrpuras que emborronaban su visión pronto se desvanecieron. El sentimiento de culpa, sin embargo, no lo hizo. Había sido cómplice del robo de una reliquia de incalculable valor en la cámara más privada del mundo. «Confío en usted», le había dicho el camarlengo.

—Date prisa —dijo Vittoria, todavía con el folio en la mano, mientras cruzaba el patio del Belvedere a toda velocidad en dirección al despacho de Olivetti.

—Si ese papiro entra en contacto con el agua...

—Tranquilo. Cuando lo descifremos, les devolveremos su folio 5.

Langdon aceleró el paso para no quedarse atrás. Además de sentirse como un criminal, todavía estaba aturdido por las fascinantes implicaciones del documento. «John Milton era un illuminatus. Compuso el poema para que Galileo lo publicara en el folio 5..., lejos de la mirada del Vaticano.»

Al salir del patio, Vittoria le devolvió el folio.

—¿Crees que podrás descifrar esto? ¿O nos hemos cargado todas esas neuronas sólo por diversión?

Langdon cogió cuidadosamente el documento y lo metió en el bolsillo interior de su americana de tweed, a refugio de la luz del sol y los peligros de la humedad.

—Ya lo he descifrado.

Ella se detuvo de golpe.

—¿Qué?

Langdon siguió avanzando.

La joven apretó el paso para alcanzarlo.

—¡Sólo lo has leído una vez! ¿No se suponía que era algo difícil de interpretar?

Langdon era consciente de que tenía razón, pero lo cierto era que había conseguido descifrar el segno con una única lectura. Una perfecta estrofa de pentámetros yámbicos, y el primer altar de la ciencia se le había revelado con prístina claridad. También era cierto que la facilidad con la que lo había conseguido le había dejado una sensación algo molesta. Él había sido educado en una ética de trabajo puritana. Todavía podía oír a su padre recitando el viejo aforismo propio de Nueva Inglaterra: «Si no te ha costado horrores, es que lo has hecho mal». Confiaba en que el dicho fuera falso.

—Lo he descifrado —dijo acelerando el paso—. Sé dónde va a tener lugar el primer asesinato. Hemos de avisar a Olivetti.

Vittoria se acercó a él.

—¿Cómo puedes haberlo descubierto tan deprisa? Déjame verlo otra vez. —Con la agilidad de un boxeador, deslizó una mano dentro del bolsillo de la americana de Langdon y le arrebató el folio.

—¡Ten cuidado! —exclamó él—. No puedes...

Pero Vittoria no le hizo caso. Se hizo a un lado con el folio en la mano, sosteniéndolo en alto bajo la luz del atardecer para examinar sus márgenes. Él se volvió para recuperarlo, pero cuando la joven empezó a leer en voz alta se quedó hechizado por el acentuado recitado de las sílabas, en perfecto compás con su caminar.

Por un momento, al oír los versos en voz alta, Langdon se sintió transportado en el tiempo..., como si fuera uno de los contemporáneos de Galileo y escuchara el poema por primera vez a sabiendas de que era una prueba, un mapa, una pista que revelaba los cuatro altares de la ciencia, los cuatro indicadores que trazaban un sendero secreto por toda Roma. Los versos fluían de los labios de Vittoria como si de una canción se tratara.

From Santi’s earthly tomb with demon’s hole,

’Cross Rome the mystic elements unfold.

The path of light is laid, the sacred test,

Let angels guide you on your lofty quest.

Desde la tumba terrenal de Santi y su agujero del diablo,

al cruzar Roma los elementos místicos se revelan.

El sendero de la luz ha sido trazado, la prueba sagrada,

deja que los ángeles guíen tu noble búsqueda.

Vittoria lo leyó dos veces y luego se quedó en silencio para que las antiguas palabras resonaran por sí mismas.

«Desde la tumba terrenal de Santi», repitió mentalmente Langdon. El poema estaba bien claro en ese punto. El Sendero de la Iluminación empezaba en la tumba de Santi. A partir de ahí, por toda Roma, los indicadores trazaban un sendero.

Desde la tumba terrenal de Santi y su agujero del diablo,

al cruzar Roma los elementos místicos se revelan.

«Elementos místicos.» También estaba claro: tierra, aire, fuego, agua. Los elementos de la ciencia, los cuatro indicadores de los illuminati camuflados como esculturas religiosas.

—Parece que el primer indicador es la tumba de Santi —señaló Vittoria.

Langdon sonrió.

—Ya te he dicho que no era tan difícil.

—Pero ¿quién es Santi? —preguntó ella, de repente entusiasmada con todo aquello—. ¿Y dónde está su tumba?

Langdon rio para sí. Lo sorprendía que tan poca gente supiera que Santi era el apellido de uno de los artistas renacentistas más famosos. Su nombre de pila, en cambio, era conocido mundialmente. Se trataba del niño prodigio que a los veinticinco años ya recibía encargos del papa Julio II y que, al morir a los treinta y ocho, dejó la mayor colección de frescos que el mundo hubiera conocido nunca. Santi era un gigante en el mundo del arte. Y ser conocido únicamente por el nombre de pila era un nivel de fama que sólo habían conseguido unos pocos..., gente como Napoleón, Galileo, Jesús... o, claro está, los semidioses que ahora Langdon oía atronar en los dormitorios de Harvard: Sting, Madonna, Jewel, o el artista anteriormente conocido como Prince, quien, al cambiar su nombre por el símbolo