Langdon se sentía algo apretujado en el interior del pequeño coche.
—Entiendo su...
—¡No, usted no entiende nada! —Olivetti no solía alzar la voz, pero esta vez su intensidad se triplicó—. Acabo de sacar del Vaticano a doce de mis mejores hombres en vísperas de un cónclave. Y lo he hecho para registrar el Panteón a partir del testimonio de un estadounidense al que no conozco de nada porque acaba de interpretar un poema de cuatrocientos años de antigüedad. Y, encima, he tenido que dejar la búsqueda de la antimateria en manos de oficiales de segunda.
Langdon resistió el impulso de sacar el folio 5 de su bolsillo y mostrárselo a Olivetti.
—Lo único que sé es que la información que hemos encontrado hace referencia a la tumba de Rafael, y ésta se encuentra dentro del Panteón.
El oficial que iba al volante asintió.
—Tiene razón, comandante. Mi esposa y yo...
—Conduzca —le espetó Olivetti, y se volvió hacia Langdon—. ¿Cómo va a conseguir alguien cometer un asesinato en un lugar tan concurrido y escapar luego sin ser visto?
—No lo sé —admitió él—, pero está claro que los illuminati cuentan con numerosos recursos. Han conseguido infiltrarse tanto en el CERN como en el Vaticano. Por casualidad hemos averiguado el lugar del primer asesinato. El Panteón es su única oportunidad de capturar a ese tipo.
—Más contradicciones —replicó Olivetti—. ¿Una única oportunidad? ¿No había dicho usted que había una especie de sendero? ¿Una serie de indicadores? Si está en lo cierto con respecto al Panteón, podemos seguir los demás indicadores del sendero. Tendremos cuatro oportunidades de atrapar al tipo.
—Eso esperaba yo —dijo Langdon—. Y podríamos haberlo hecho... hace un siglo.
El descubrimiento de que el Panteón era el primer altar de la ciencia había sido algo agridulce para el profesor. La historia solía jugar malas pasadas a quienes iban tras ella. Era improbable que el Sendero de la Iluminación siguiera intacto después de todos esos años, con todas sus estatuas en pie. Y por mucho que una parte de Langdon fantaseara con poder seguir el sendero hasta el final y llegar a la guarida sagrada de los illuminati, era consciente de que eso no iba a pasar.
—El Vaticano mandó retirar y destruir todas las estatuas del Panteón a finales del siglo XIX.
Vittoria se mostró sorprendida.
—¿Por qué?
—Eran estatuas de dioses olímpicos paganos. Lamentablemente, eso significa que el primer indicador ya no existe, y sin él...
—¿... desaparece toda esperanza de encontrar el Sendero de la Iluminación y los demás indicadores? —añadió ella.
Langdon asintió.
—Tenemos una única oportunidad: el Panteón. Después, el rastro desaparece.
Olivetti se los quedó mirando a ambos largo rato y luego se volvió al frente.
—Deténgase —le ordenó al conductor.
Éste desvió el coche hacia el bordillo y pisó el freno. Los otros tres Alfa Romeo que iban detrás derraparon y finalmente todo el convoy de la Guardia Suiza se detuvo.
—¿Se puede saber qué está haciendo? —preguntó Vittoria.
—Mi trabajo —repuso Olivetti con voz pétrea mientras se volvía nuevamente en su asiento—. Señor Langdon, cuando me ha dicho que me explicaría la situación de camino, he supuesto que llegaría al Panteón con una idea clara de por qué mis hombres están aquí. No es el caso. Puesto que al estar aquí estoy dejando de lado responsabilidades de importancia crítica, y puesto que no le encuentro mucho sentido a esa teoría suya de sacrificio de vírgenes y poesías antiguas, no puedo seguir adelante con esto. Doy por terminada esta misión ahora mismo. —Y, dicho esto, cogió su radio y la encendió.
Vittoria estiró el brazo por encima del asiento y lo cogió del brazo.
—¡No puede hacer eso!
Olivetti dejó a un lado la radio y se la quedó mirando con furia.
—¿Ha estado usted alguna vez en el Panteón, señorita Vetra?
—No, pero...
—Deje que le explique algo sobre él. El Panteón está formado por una única nave circular hecha de piedra y cemento. Sólo tiene una entrada. Y ninguna ventana. Una entrada estrecha. Y esa entrada está flanqueada a todas horas por no menos de cuatro policías armados que protegen el templo de actos de vandalismo, terroristas anticristianos y ladrones que roban a los turistas.
—¿Qué quiere decirme con eso? —preguntó ella sin perder la calma.
—¿Qué quiero decir? —El comandante se aferró al asiento—. ¡Lo que me han dicho que va a suceder es absolutamente imposible! Díganme, ¿cómo podría alguien asesinar a un cardenal dentro del Panteón? ¿Cómo conseguiría siquiera pasar un rehén por delante de los guardias en primer lugar? Y ya no digamos asesinarlo y escaparse sin más. —Olivetti se inclinó sobre el asiento. Langdon podía oler su aliento a café—. ¿Cómo, profesor? Me gustaría que me lo dijera usted.
Langdon sintió que el pequeño coche se encogía a su alrededor. «¡No tengo ni idea! ¡No soy un asesino! Ignoro cómo piensa hacerlo, sólo sé que...»
—¿Cómo? —repitió Vittoria, con serenidad—. ¿Qué le parece así? El asesino sobrevuela el Panteón con un helicóptero y deja caer al cardenal marcado a través del agujero del techo. Al estrellarse contra el suelo de mármol, el cardenal muere.
Todos los pasajeros del coche se volvieron y se quedaron mirando a la joven. Langdon no sabía qué pensar. «Tienes una imaginación enfermiza, pero eres rápida.»
Olivetti frunció el entrecejo.
—Es posible, lo admito..., pero difícilmente...
—O el asesino droga al cardenal —prosiguió ella—, lo lleva al Panteón en una silla de ruedas como si fuera un viejo turista. Una vez dentro, le cercena la garganta sin hacer ruido y luego vuelve a salir tranquilamente.
Eso pareció despertar un poco a Olivetti.
«¡No está mal!», pensó Langdon.
—O —añadió ella— el asesino podría...
—Ya lo he entendido —la interrumpió Olivetti—. Basta. —Respiró profundamente.
En ese instante, alguien llamó con insistencia a la ventanilla y todos se sobresaltaron. Era un soldado de uno de los otros vehículos. Olivetti bajó la ventanilla.
—¿Va todo bien, comandante? —El soldado iba vestido con ropa de paisano. Echó hacia atrás la manga de su camisa vaquera dejando a la vista un cronógrafo militar y miró la hora—. Son las siete y cuarenta, señor. Necesitamos tiempo para tomar posiciones.
Olivetti asintió vagamente pero permaneció un momento en silencio. Pasó un dedo por el salpicadero, dibujando una raya en el polvo. Estudió a Langdon por el espejo retrovisor y éste tuvo la sensación de que lo medían y lo pesaban. Finalmente, Olivetti se volvió hacia el guardia. En su voz se podía advertir cierta renuencia.
—Quiero que lleguemos allí por separado. Que los coches se dirijan a piazza della Rotonda, via degli Orfani, piazza Sant’Ignazio y Sant’Eustachio. A dos manzanas de distancia como mucho. En cuanto hayan aparcado, prepárense y esperen mis órdenes. Tres minutos.
—Muy bien, señor. —El soldado regresó a su coche.
Impresionado, Langdon miró a Vittoria y asintió. Ella le sonrió, y por un instante él sintió una inesperada conexión, cierto magnetismo entre ambos.
El comandante se volvió en su asiento y miró al profesor directamente a los ojos.
—Señor Langdon, será mejor que todo esto no nos estalle en la cara.
Él sonrió con inquietud. «¿Por qué habría de hacerlo?»
CAPÍTULO 57
El director del CERN, Maximilian Kohler, abrió los ojos al sentir la fría oleada de cromolín y leucotrieno dilatándole los tubos bronquiales y los capilares pulmonares. Volvía a respirar con normalidad. Estaba en una habitación privada de la enfermería del CERN. Podía ver su silla de ruedas cerca de la cama.