Tras examinar la bata de papel que le habían puesto, hizo balance de la situación. Su ropa estaba doblada sobre la silla que había junto a la cama. Fuera oyó a una enfermera que hacía su ronda. Permaneció echado un largo minuto, escuchándola. Luego, con todo el sigilo de que fue capaz, se acercó al borde de la cama, cogió su ropa y, forcejeando con sus piernas inmóviles, se vistió. Después se arrastró hasta la silla de ruedas.
Tras ahogar una tos se dirigió hacia la puerta. Lo hizo manualmente, pues prefería no poner en marcha el motor. Cuando llegó a la entrada, echó un vistazo afuera. El pasillo estaba vacío.
En silencio, Maximilian Kohler salió de la enfermería.
CAPÍTULO 58
—Siete cuarenta y seis minutos y treinta segundos... ¡En posición! —Incluso al hablar por la radio, la voz de Olivetti nunca parecía ser más que un susurro.
Enfundado en su americana Harris de tweed, Langdon empezó a sudar en el asiento trasero del Alfa Romeo, que permanecía estacionado al ralentí a tres manzanas del Panteón. Vittoria estaba sentada a su lado, absorta en Olivetti mientras éste transmitía sus órdenes finales.
—El despliegue se efectuará a las ocho en punto. El objetivo puede reconocerlos visualmente, así que procuren no ser vistos. Eviten las bajas. Alguien deberá vigilar el tejado. El objetivo es prioritario. Su rehén, secundario.
«Dios santo», pensó Langdon, espantado ante la eficiencia con la que Olivetti acababa de decirles a sus hombres que el cardenal era prescindible: «Su rehén, secundario».
—Repito: eviten las bajas. Necesitamos al objetivo con vida. Adelante.
Olivetti apagó su radio y se volvió en el asiento.
Vittoria estaba atónita, casi enojada.
—Comandante, ¿es que nadie piensa entrar?
—¿Entrar?
—¡Entrar en el Panteón! ¡Ahí es donde se supone que se va a cometer el asesinato!
—Attento —dijo Olivetti, clavándole la mirada—. Si mis rangos han sido infiltrados, puede que el asesino conozca la apariencia de mis hombres. Su colega acaba de advertirme de que ésta puede ser la única oportunidad de capturar al objetivo, así que no tengo intención de ahuyentarlo haciendo entrar a mis hombres.
—¿Y si el asesino ya está dentro?
Olivetti consultó la hora.
—El objetivo ha sido específico. Ocho en punto. Tenemos quince minutos.
—Ha dicho que asesinaría al cardenal a las ocho en punto, pero puede que ya haya conseguido meter a la víctima. ¿Y si sus hombres ven salir al objetivo pero no saben de quién se trata? Alguien debería asegurarse de que el interior está limpio.
—Demasiado arriesgado a estas alturas.
—No si la persona que entrara fuera irreconocible.
—Disfrazar operativos nos llevaría demasiado tiempo y...
—Me refiero a mí —dijo Vittoria.
Langdon se volvió y se la quedó mirando fijamente.
Olivetti negó con la cabeza.
—De ningún modo.
—Asesinó a mi padre.
—Exacto. Puede que la conozca.
—Ya lo ha oído por teléfono. No tenía ni idea de que Leonardo Vetra tuviera una hija, así que difícilmente puede saber cuál es mi aspecto. Podría hacerme pasar por una turista. Si veo algo sospechoso, salgo a la plaza y les hago una señal a sus hombres para que entren.
—Lo siento. No puedo permitirlo.
—¿Comandante? —La voz de alguien crepitó en el receptor de Olivetti—. Tenemos un problema en el punto norte. La fuente bloquea nuestra línea de visión. No podemos ver la entrada a no ser que nos situemos a plena vista en la piazza. ¿Qué hacemos? ¿Prefiere que permanezcamos ocultos o que seamos vulnerables?
Al parecer, Vittoria ya había tenido suficiente.
—Ya basta. Voy a entrar. —Abrió la puerta y bajó del vehículo.
Olivetti soltó su radio, salió del coche e interceptó a la joven.
Langdon también salió. «¿Qué demonios está haciendo Vittoria?»
—Señorita Vetra, sus intenciones son buenas, pero no puedo permitir que un civil se entrometa.
—¿Entrometerme? Pero ¡si está usted actuando a ciegas! Déjeme ayudarlos.
—Me encantaría contar con alguien en el interior, pero...
—Pero ¿qué? —inquirió ella—. ¿Pero soy una mujer?
Olivetti no respondió.
—Será mejor que no sea eso lo que iba a decir, comandante, porque sabe perfectamente que se trata de una buena idea, y si permite que un arcaico prejuicio machista...
—Déjenos hacer nuestro trabajo.
—Déjeme ayudarlos.
—Es demasiado peligroso. No tendríamos ninguna línea de comunicación con usted. Y no puedo dejar que lleve una radio. La delataría.
Vittoria se metió la mano en el bolsillo y sacó un teléfono móvil.
—Muchos turistas llevan móviles.
Olivetti frunció el entrecejo.
Ella abrió el teléfono e hizo ver que hablaba por él.
—Hola, cariño, estoy en el Panteón. ¡Deberías verlo! —Volvió a cerrarlo y se quedó mirando a Olivetti—. ¿Quién demonios se dará cuenta? No correré peligro alguno. ¡Déjeme ser sus ojos! —Señaló el teléfono móvil que Olivetti llevaba en el cinturón—. ¿Cuál es su número?
El comandante no contestó.
El conductor había estado observando la escena y parecía tener una opinión propia. Salió del coche y se llevó al comandante a un lado. Hablaron unos diez segundos en voz baja. Finalmente, Olivetti asintió y regresó.
—Grabe el número que le diré en su teléfono —dijo, y empezó a dictarle los dígitos.
Vittoria obedeció.
—Ahora llame.
Ella presionó el botón de llamada. El teléfono de Olivetti empezó a sonar. Él lo cogió y habló por el auricular.
—Entre en el edificio y eche un vistazo. Luego salga, llámeme y dígame qué ha visto.
Vittoria colgó su teléfono.
—Gracias, señor.
Langdon sintió una repentina e inesperada oleada de instinto protector.
—Un momento —le dijo a Olivetti—. ¡La está enviando ahí dentro sola!
Ella lo miró con el entrecejo fruncido.
—No me pasará nada, Robert.
El conductor se dirigió de nuevo a Olivetti.
—Es peligroso —le dijo Langdon a Vittoria.
—Tiene razón —admitió el comandante—. Ni siquiera mis mejores hombres trabajan solos. Y, como acaba de indicarme mi teniente, la mascarada será más convincente si van los dos juntos.
«¿Juntos? —Langdon vaciló—. En realidad, lo que quería decir...»
—Si van los dos juntos —prosiguió Olivetti—, parecerán una pareja de vacaciones. Así podrán respaldarse mutuamente. Y yo estaré más tranquilo.
Vittoria se encogió de hombros.
—Está bien, pero tenemos que ponernos en marcha de inmediato.
Langdon gruñó para sí. «Buena jugada, vaquero.»
El comandante señaló al frente.
—La primera calle que cruza es la via degli Orfani. Giren a la izquierda; los conducirá directamente al Panteón. Tardarán dos minutos, como mucho. Yo estaré aquí dirigiendo a mis hombres y esperando su llamada. Me gustaría que contaran con alguna protección. —Sacó su pistola—. ¿Alguno de los dos sabe manejar un arma?
A Langdon le dio un vuelco el corazón. «¡No necesitamos una pistola!»
Vittoria extendió la mano.
—Podría acertarle a una marsopa desde la proa de un barco en movimiento a cuarenta metros de distancia.
—Bien. —Olivetti le dio la pistola—. Tendrá que esconderla.