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Vittoria bajó la mirada a sus pantalones cortos. Luego miró a Langdon.

«Oh, no», pensó él, pero la joven era demasiado rápida. Abrió su americana y le metió el arma en uno de los bolsillos interiores. Pesaba como una piedra. Su único consuelo era que llevaba el Diagramma en el otro.

—Nuestro aspecto es completamente inofensivo —dijo Vittoria—. Vamos, andando. —Agarró a Langdon del brazo y se puso en marcha.

—Cogidos del brazo van bien. Recuerden, son turistas. Recién casados, incluso. ¿Por qué no se cogen mejor de la mano? —les aconsejó el conductor.

Al doblar la esquina, a Langdon le pareció ver el atisbo de una sonrisa en el rostro de Vittoria.

CAPÍTULO 59

La sala de operaciones de la Guardia Suiza es contigua al cuartel del Corpo di Vigilanza y se utiliza básicamente para planear la seguridad relacionada con las apariciones papales y los acontecimientos públicos del Vaticano. Ese día, sin embargo, estaba siendo utilizada para otra cosa.

El hombre que se dirigía al destacamento allí reunido era el segundo al mando de la Guardia Suiza, el capitán Elias Rocher. Rocher era un hombre grueso de rasgos suaves, como de masilla. Llevaba el tradicional uniforme azul de capitán con un toque personaclass="underline" una boina roja ladeada en la cabeza. Su voz era sorprendentemente cristalina para alguien tan corpulento, y cuando hablaba, su tono tenía la claridad de un instrumento musical. A pesar de la precisión de su inflexión, los ojos de Rocher eran turbios como los de un mamífero nocturno, de ahí que sus hombres lo llamaran orso («oso»). A veces decían en broma que Rocher era «el oso que caminaba a la sombra de la víbora». El comandante Olivetti era la víbora. Rocher era tan mortal como una víbora, pero al menos se lo veía venir.

Los hombres de Rocher permanecían atentos, sin mover apenas un músculo, a pesar de que la información que acababan de recibir había incrementado significativamente su pulso.

El novato teniente Chartrand se encontraba en el fondo de la sala, deseando haber formado parte del noventa y nueve por ciento de los solicitantes que no habían conseguido ingresar en la Guardia Suiza. Con veinte años, Chartrand era el guardia más joven de la fuerza. Llevaba en el Vaticano sólo tres meses. Al igual que los demás hombres, se había formado en el ejército suizo y luego había realizado dos años más de entrenamiento adicional en Berna hasta que por fin estuvo cualificado para presentarse a la durísima prova que se realizaba en un cuartel secreto de las afueras de Roma. Nada en su adiestramiento, sin embargo, lo había preparado para afrontar una crisis similar.

Al principio, Chartrand creyó que la reunión era una especie de extraño ejercicio de entrenamiento. «¿Armas futuristas? ¿Sectas ancestrales? ¿Cardenales secuestrados?» Luego Rocher les había mostrado imágenes en directo del arma en cuestión. Al parecer no se trataba de ningún ejercicio.

—Cortaremos el suministro eléctrico en áreas seleccionadas —les estaba diciendo el capitán—, para erradicar toda interferencia magnética externa. Operaremos en equipos de cuatro hombres. Utilizaremos gafas de infrarrojos. El reconocimiento se realizará mediante unos rastreadores de micrófonos tradicionales, recalibrados para campos de flujo inferiores a tres ohmnios. ¿Alguna pregunta?

Ninguna.

La mente de Chartrand estaba saturada.

—¿Y si no lo encontramos a tiempo? —preguntó, arrepintiéndose al instante de haberlo hecho.

Bajo su boina roja, el oso se lo quedó mirando fijamente un largo momento. Luego se despidió del grupo con un sombrío saludo.

—Vayan con Dios.

CAPÍTULO 60

A dos manzanas del Panteón, Langdon y Vittoria pasaron por delante de una parada de taxis cuyos conductores dormitaban en el asiento delantero. La hora de la siesta era eterna en la Ciudad Eterna. El ubicuo dormitar público venía a ser una extensión perfeccionada de las siestas nacidas en la antigua España.

Langdon hacía todo lo posible por mantener en orden sus pensamientos, pero la situación era demasiado extraña para poder asimilarla de un modo racional. Seis horas antes estaba profundamente dormido en Cambridge. Ahora se hallaba en Europa, atrapado en medio de una surrealista batalla entre enemigos ancestrales, con una semiautomática en el bolsillo de su americana de tweed y cogido de la mano de una mujer a la que acababa de conocer.

Se volvió hacia Vittoria. Ella mantenía la mirada al frente y le cogía la mano con la fuerza de la mujer independiente y determinada que era. Sus dedos envolvían los del profesor con la tranquilidad de la aceptación innata. Langdon sentía por ella una creciente atracción. «Sé realista», se dijo.

La joven pareció advertir su intranquilidad.

—Relájate —le dijo sin volver la cabeza—. Se supone que debemos parecer recién casados.

—Estoy relajado.

—Me estás destrozando la mano.

Él se sonrojó y aflojó la presión.

—Respira con los ojos —dijo ella.

—¿Cómo dices?

—Relaja los músculos. Se lo llama pranayama.

—¿Piraña?

—No, pranayama. Da igual.

Al doblar la esquina y llegar a la piazza della Rotonda, el Panteón se alzó ante ellos. Como siempre, Langdon se sintió impresionado. «El Panteón. Templo de todos los dioses. Dioses paganos. Dioses de la naturaleza y de la Tierra.» Desde fuera, la estructura parecía más cuadrada de lo que recordaba. Las columnas verticales y el pronaos triangular ocultaban la cúpula circular que había detrás. Aun así, la atrevida y nada modesta inscripción que había sobre la entrada le confirmó que se encontraban en el lugar correcto. M AGRIPPA L F COS TERTIUM FECIT. Como siempre hacía, Langdon lo tradujo para sí: «Marco Agripa, cónsul por tercera vez, lo construyó».

«Muy humilde por su parte», pensó mientras echaba un vistazo a los alrededores. Grupos de turistas con videocámaras deambulaban por el lugar. Otros permanecían sentados en la terraza de La Tazza d’Oro, disfrutando del mejor café con hielo de Roma. Tal y como Olivetti había predicho, cuatro policías romanos armados montaban guardia en la entrada del templo.

—Parece estar todo muy tranquilo —comentó Vittoria.

Él asintió, pero seguía sintiéndose inquieto. Ahora que estaba allí, la situación le parecía surrealista. A pesar de la aparente fe que Vittoria tenía en él, Langdon era consciente de que había puesto la vida de todos en peligro. No podía dejar de pensar en el poema de los illuminati: «Desde la tumba terrenal de Santi y su agujero del diablo». «¡Sí!», se dijo. Ése era el lugar. La tumba de Santi. Había estado muchas veces bajo el óculo del Panteón y visitado la tumba del gran Rafael.

—¿Qué hora es? —preguntó Vittoria.

Él consultó su reloj.

—Las siete y cincuenta. Faltan diez minutos para que comience el espectáculo.

—Espero que esos tipos sean buenos —dijo ella, observando los grupos de turistas que entraban en el Panteón—. Si sucede algo debajo de esa cúpula, nos encontraremos todos bajo fuego cruzado.

Langdon suspiró profundamente al acercarse a la entrada. Notaba el peso de la pistola en el bolsillo. Se preguntó qué sucedería si un policía lo registraba y encontraba el arma, pero los agentes ni siquiera lo miraron. Al parecer, el disfraz resultaba convincente.

—¿Alguna vez has disparado otra cosa que no fuera un rifle de dardos tranquilizantes? —le susurró a Vittoria.

—¿Es que no confías en mí?

—¿Confiar en ti? ¡Si apenas te conozco!

Ella frunció el entrecejo.