Hitzrot se mostró escéptico.
—¿Un anciano de larga barba blanca?
El profesor señaló una jerarquía de dioses antiguos que había en la pared. En lo alto se veía a un anciano de larga barba blanca.
—¿Le suena Zeus?
La clase terminó justo en ese momento.
—Buenas tardes —dijo un hombre.
Langdon se sobresaltó. Volvía a estar en el Panteón. Al volverse se encontró con un anciano enfundado en una capa azul con una cruz roja en el pecho. El hombre le sonrió, dejando a la vista sus dientes grises.
—Es usted inglés, ¿verdad? —Hablaba con un marcado acento toscano.
Él parpadeó, confuso.
—En realidad, no; soy estadounidense.
El hombre pareció avergonzarse.
—Oh, cielos, lo siento. Va usted tan bien vestido que pensé... Le pido disculpas.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —le preguntó Langdon con el corazón acelerado.
—En realidad pensaba que quizá podría ayudarlo yo a usted. Soy el cicerone del lugar. —El hombre le mostró orgulloso su placa municipal—. Mi trabajo es hacer su visita a Roma más interesante.
«¿Más interesante?» Langdon creía que esa visita a Roma ya lo estaba siendo demasiado.
—Parece usted un hombre distinguido —lo aduló el guía—, sin duda está más interesado en la cultura que la mayoría. Si quiere puedo contarle la historia de este fascinante edificio.
Él sonrió educadamente.
—Muy amable de su parte, pero en realidad soy historiador del arte y...
—¡Estupendo! —Los ojos del desconocido se encendieron como si le hubiera tocado la lotería—. Entonces, ¡sin duda le encantará esto!
—Creo que preferiría...
—El Panteón —declaró el hombre, y empezó a recitar un discurso bien memorizado— fue construido por Marco Agripa en el año 27 antes de Cristo.
—Sí —repuso él—, y reconstruido por Adriano el 119 después de Cristo.
—Fue la cúpula más grande del mundo hasta 1960, cuando quedó eclipsada por la del Superdome de Nueva Orleans.
Langdon dejó escapar un gruñido. Aquel tipo era imparable.
—Una vez, un teólogo del siglo V llamó al Panteón la «Casa del Diablo» porque, según él, el agujero del techo era una entrada para los demonios.
Langdon se apartó de él y levantó la mirada hacia el óculo. Recordó entonces el plan que había sugerido Vittoria: arrojar a un cardenal marcado por el agujero para que se estrellara contra el suelo de mármol. «Eso sí sería un acontecimiento mediático.» Recorrió el Panteón con la mirada en busca de periodistas pero no vio ninguno. Respiró aliviado. Era una idea absurda. La logística necesaria para llevar a cabo algo semejante era exagerada.
Decidió proseguir su inspección. El guía parlanchín fue tras él. «Sin duda —pensó Langdon—, no hay nada peor que un historiador del arte excesivamente entusiasta.»
Al otro lado de la nave, Vittoria estaba enfrascada en su propia búsqueda. Se encontraba a solas por primera vez desde que se había enterado de la muerte de su padre, y de repente sintió que la cruda realidad de las últimas ocho horas se cernía sobre ella. Su padre había sido asesinado, cruel y abruptamente. Y el hecho de que su creación hubiera sido corrompida y ahora fuera un arma terrorista resultaba casi igual de doloroso. La culpa atenazaba a la joven al pensar que era su invención la que había permitido que la antimateria fuera transportada, que era su contenedor el que ahora había iniciado una cuenta atrás en el Vaticano. En un intento por participar en la búsqueda de la verdad que había emprendido su padre, Vittoria se había convertido en cómplice del caos reinante.
Curiosamente, la única cosa que en esos momentos parecía estar bien en su vida era la presencia de un completo desconocido. Robert Langdon. Sentía un inexplicable refugio en sus ojos, similar al de la armonía de los océanos que había dejado atrás esa mañana. Se alegraba de que estuviera allí. No sólo había sido una fuente de fortaleza y esperanza para ella, sino que también había empleado su ágil mente para dar con esa única oportunidad de capturar al asesino de su padre.
Respiró profundamente y prosiguió su búsqueda alrededor del perímetro. Se sentía abrumada por las inesperadas imágenes de venganza personal que habían dominado sus pensamientos durante todo el día. A pesar de su amor por toda forma de vida, quería ver muerto al asesino. Ningún buen karma podría hacerle ofrecer la otra mejilla. Alarmada e inquieta, sintió que en su sangre italiana bullía algo que nunca había sentido antes: los susurros de sus antepasados sicilianos exigían que se hiciera justicia al honor familiar. «Vendetta», pensó, y por primera vez en su vida lo comprendió.
El deseo de represalia la animaba a seguir adelante. Se acercó a la tumba de Rafael Santi. Incluso desde lejos pudo advertir que ese tipo era especial. A diferencia de los demás ataúdes, el suyo estaba protegido por una mampara de plexiglás y encajado en la pared. Al otro lado de la barrera vislumbró la parte frontal del sarcófago.
Vittoria examinó la sepultura y luego leyó la frase de la placa descriptiva que había junto a la tumba de Rafael.
Y luego volvió a leerla.
Y luego... volvió a leerla otra vez más.
Un momento después salió corriendo horrorizada en busca de Langdon.
—¡Robert! ¡Robert!
CAPÍTULO 62
El progreso de Langdon por su lado del Panteón se estaba viendo dificultado por el guía, que proseguía su incesante perorata mientras él se preparaba para inspeccionar la hornacina final.
—¡Parece que le gustan mucho estos nichos! —dijo el guía, encantado—. ¿Sabía que el grosor decreciente de los muros es la razón de que la cúpula parezca ingrávida?
Langdon asintió sin prestarle atención, ocupado en examinar el nicho. De repente alguien lo agarró por detrás. Era Vittoria. Jadeante, le tiraba del brazo. A juzgar por su mirada aterrada, el profesor sólo podía imaginar una cosa: «Ha encontrado un cadáver». Sintió una oleada de pavor.
—¡Ah, su esposa! —exclamó el guía, claramente emocionado por contar con otro invitado. Señaló sus pantalones cortos y sus botas de excursionista—. ¡Usted sí que parece estadounidense!
Ella lo fulminó con la mirada.
—Soy italiana.
La sonrisa del guía se desvaneció.
—Oh, vaya.
—Robert —susurró Vittoria, intentando darle la espalda al guía—. El Diagramma de Galileo, necesito verlo.
—¿El Diagramma? —se inmiscuyó el guía, de nuevo a la carga—. ¡Caray! ¡Ustedes sí que saben de historia! Lamentablemente ese documento no puede consultarse. Se encuentra bajo custodia en los archivos vatic...
—¿Nos disculpa? —dijo Langdon. Estaba confuso por la expresión de pánico de Vittoria. La llevó a un lado, despacio, y sacó del bolsillo el folio del Diagramma.
—¿Qué sucede?
—¿Qué fecha tiene esa cosa? —preguntó ella mientras echaba un vistazo a la hoja.
El guía volvió a acercarse a ellos y se quedó mirando el documento con la boca abierta.
—Eso no puede ser... auténtico...
—Es una reproducción para turistas —improvisó Langdon—. Gracias por su ayuda. Por favor, a mi esposa y a mí nos gustaría estar un momento a solas.
El guía retrocedió sin apartar la mirada del papel.
—La fecha —insistió Vittoria—. ¿Cuándo publicó Galileo...?
Langdon señaló el numeral romano que había en la línea inferior.
—Ésa es la fecha de publicación. ¿Por qué?