—¿Mi lenguaje? —De repente Langdon se sintió incómodo—. No querría decepcionarlo, señor, pero yo estudio simbología religiosa: soy académico, no sacerdote.
Kohler aminoró la marcha y se volvió, suavizando un poco la mirada.
—Por supuesto. Qué simpleza por mi parte. No es necesario tener cáncer para analizar sus síntomas.
Langdon jamás lo había oído expresar de ese modo.
Mientras avanzaban por el pasillo, Kohler asintió satisfecho.
—Sospecho que usted y yo nos vamos a entender a la perfección, señor Langdon.
Por alguna razón, él lo dudaba.
A medida que avanzaban por el pasillo, Langdon empezó a percibir un ruido sordo a su alrededor. Fue incrementándose a cada paso y reverberaba en las paredes. Parecía proceder del pasillo que tenían delante.
—¿Qué es eso? —preguntó finalmente, alzando la voz para hacerse oír. Tenía la sensación de que se estaban acercando a un volcán.
—Un tubo de caída libre —respondió Kohler, cuya apagada voz atravesó el aire sin mayor esfuerzo. No le ofreció ninguna otra explicación.
Langdon tampoco preguntó. Estaba agotado, y Maximilian Kohler no parecía interesado en obtener ningún premio a la hospitalidad. Se recordó la razón por la que había ido allí. Los illuminati. Supuso que en algún lugar de aquellas colosales instalaciones se encontraba el cadáver marcado con un símbolo por el que había volado casi cinco mil kilómetros.
Al llegar al final del pasillo, el estruendo se tornó casi ensordecedor, Langdon podía notar las vibraciones a través de las plantas de los pies. Doblaron una esquina y a la derecha apareció una galería de observación. En una pared curvada había cuatro portales de cristal grueso, similares a las ventanillas de un submarino. Se detuvo y miró por uno de los agujeros.
El profesor Langdon había visto muchas cosas extrañas en su vida, pero ésa lo era todavía más. Parpadeó varias veces, preguntándose si sufría alucinaciones. Ante sí tenía una enorme cámara circular. En su interior, flotando ingrávida, había gente. Tres personas. Uno de ellos lo saludó con la mano y dio una voltereta en el aire.
«Dios santo —se dijo—. Estoy en la tierra de Oz.»
El suelo de la sala consistía en una reja de malla parecida a una gigantesca alambrada. Bajo la reja se podía ver el borroso vaivén metálico de una enorme hélice.
—El tubo de caída libre —explicó Kohler deteniéndose para esperarlo—. Paracaidismo de interior, para aliviar el estrés. Es un túnel de viento vertical.
Langdon seguía asombrado. Uno de los tres paracaidistas, una mujer gruesa, maniobró y se acercó a la ventana. Las corrientes de aire la zarandeaban pero sonrió a Langdon y le mostró los pulgares en señal de aprobación. Él le ofreció una débil sonrisa y le devolvió el gesto, preguntándose si ella sabría que se trataba del antiguo símbolo fálico para la virilidad masculina.
La mujer obesa, advirtió, era la única que llevaba lo que parecía ser un paracaídas en miniatura. La tela se hinchaba sobre ella como un juguete.
—¿Para qué sirve ese pequeño paracaídas? —le preguntó a Kohler—. No debe de medir más de un metro de diámetro.
—La fricción —contestó Kohler—. Disminuye su resistencia aerodinámica para que el ventilador pueda levantarla. —Volvió a ponerse en marcha—. Un metro cuadrado de tela ralentiza la caída de un cuerpo casi en un veinte por ciento.
Langdon asintió inexpresivamente.
No sospechaba que más tarde, esa misma noche, en otro país a cientos de kilómetros de distancia, esa información le salvaría la vida.
CAPÍTULO 8
Cuando Kohler y Langdon salieron de la parte trasera del complejo principal del CERN al implacable sol suizo, el profesor se sintió como en casa. El paisaje que tenía ante sí parecía el de un campus de una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos.
Una verde pendiente descendía hasta una planicie en la que patios poblados de arces lindaban con residencias estudiantiles de ladrillo y senderos peatonales. Individuos con aspecto de estudiantes cargados con pilas de libros entraban y salían de los edificios. Acentuaban la atmósfera universitaria dos hippies de pelo largo jugando con un frisbee mientras disfrutaban de la cuarta sinfonía de Mahler, que surgía de una ventana abierta.
—Éstas son nuestras residencias universitarias —le explicó Kohler mientras aceleraba su silla de ruedas—. Contamos con más de tres mil físicos. El CERN emplea a más de la mitad de los físicos de partículas del mundo entero, las mentes más brillantes sobre la faz de la Tierra: alemanes, japoneses, italianos, daneses. Nuestros físicos representan a más de quinientas universidades y sesenta nacionalidades distintas.
Langdon estaba asombrado.
—¿Y cómo se comunican entre sí?
—En inglés, claro está. Es el idioma universal de la ciencia.
Él siempre había oído decir que el idioma universal de la ciencia eran las matemáticas, pero se sentía demasiado cansado para discutir con Kohler. Se limitó a seguirlo por el sendero.
A mitad de camino, un joven que hacía footing pasó por su lado. En su camiseta se podía leer el siguiente mensaje: ¡SIN TGU NO HAY GLORIA![1]
Langdon se lo quedó mirando, extrañado.
—¿TGU?
—Teoría General Unificada —aclaró Kohler—. La teoría del todo.
—Ah —dijo él, sin saber muy bien a qué se refería.
—¿Está usted familiarizado con la física de partículas, señor Langdon?
El profesor se encogió de hombros.
—Estoy familiarizado con la física general. La gravedad de los cuerpos, ese tipo de cosas. —Sus años de saltador de trampolín le habían proporcionado un profundo respeto por el asombroso poder de la aceleración gravitacional—. La física de partículas consiste en el estudio del átomo, ¿no es así?
Kohler negó con la cabeza.
—Comparados con lo que investigamos aquí, los átomos parecen planetas. Nuestro objeto de interés es el nucleus del átomo, una mera diezmilésima parte del total. —Volvió a toser. Parecía estar enfermo—. Los hombres y las mujeres del CERN están aquí para encontrar la respuesta a las mismas preguntas que el ser humano se ha estado haciendo desde el principio de los tiempos. ¿De dónde venimos? ¿De qué estamos hechos?
—¿Y esas respuestas se encuentran en un laboratorio de física?
—Parece usted sorprendido.
—Lo estoy. Parece una pregunta más bien espiritual.
—Señor Langdon, todas las preguntas han sido alguna vez espirituales. Desde el principio de los tiempos, la espiritualidad y la religión han servido para rellenar los huecos que la ciencia no llegaba a explicar. La salida y la puesta del sol se atribuían a Helios y su carro en llamas. Los terremotos y las mareas se debían a la ira de Poseidón. La ciencia ha demostrado que esos dioses eran falsos ídolos. Pronto se demostrará que todos los dioses lo son. La ciencia ha proporcionado respuestas a casi todas las preguntas que se ha hecho la humanidad. Sólo quedan unas pocas por contestar, y son las esotéricas. ¿De dónde venimos? ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Cuál es el significado de la vida y del universo?
Langdon estaba asombrado.
—¿Y ésas son las preguntas que el CERN está intentando responder?
—Permítame que lo corrija: ésas son las preguntas que estamos respondiendo.
Él guardó silencio y luego ambos hombres siguieron avanzando por entre los patios residenciales. En un momento dado, un frisbee fue a parar justo delante de ellos. Kohler lo ignoró y siguió adelante.
—S’il vous plaît! —dijo alguien desde el otro lado del patio.
1
Juego de palabras intraducible entre las siglas GUT (General Unified Theory) y el término