Su corazón latía con fuerza. «Desde la tumba terrenal de Santi y su agujero del diablo.» Sólo quedaba una pregunta por hacer.
—¿Diseñó Rafael alguna tumba con uno de esos agujeros del diablo?
El guía se rascó la cabeza.
—En realidad, sólo se me ocurre una, lo siento...
«¿Sólo una?», Langdon no podría haber soñado una respuesta mejor.
—¿Dónde? —casi exclamó Vittoria.
El guía se los quedó mirando, extrañado.
—Se llama capilla Chigi. Es la tumba de Agostino Chigi y su hermano, ricos mecenas de las artes y las ciencias.
—¿Ciencias? —dijo Langdon, intercambiando una mirada con Vittoria.
—¿Dónde? —volvió a preguntar ella.
El guía ignoró la pregunta, aparentemente entusiasmado por volver a ser de utilidad.
—En cuanto a si la tumba es o no terrenal, no lo sé, pero sin duda es..., digamos, diferente.
—¿Diferente? —repuso Langdon—. ¿En qué sentido?
—Incoherente con la arquitectura. Rafael sólo fue el arquitecto. Algún otro escultor se encargó de los adornos interiores. No recuerdo quién.
El profesor era ahora todo oídos. «¿El anónimo maestro illuminatus, quizá?»
—Quienquiera que hiciera los monumentos interiores carecía de gusto alguno —dijo el guía—. Dio mio! Atrocità! ¿Quién querría ser enterrado bajo unas pirámides?
Langdon apenas podía creer lo que acababa de oír.
—¿Pirámides? ¿En esa capilla hay pirámides?
—Lo sé —se quejó el guía—. Terrible, ¿no?
Vittoria agarró al hombre del brazo.
—Signore, ¿dónde está la capilla Chigi?
—A un kilómetro y medio hacia el norte. En la iglesia de Santa Maria del Popolo.
Ella exhaló un suspiro.
—Gracias. Vamos...
—Hey —dijo el guía—. Acabo de recordar una cosa. Qué tonto soy.
Vittoria se detuvo de golpe.
—Por favor, no me diga que se ha equivocado.
Él negó con la cabeza.
—No, pero debería haber caído antes en ello. La capilla Chigi no fue siempre conocida como Chigi. Antes la llamaban capella della Terra.
—¿Capilla de la Tierra? —preguntó Langdon.
—Efectivamente —dijo ella, mientras se dirigía ya hacia la puerta.
De un golpe de muñeca, Vittoria abrió su teléfono móvil mientras cruzaba a toda velocidad la piazza della Rotonda.
—Comandante Olivetti —dijo—. ¡Nos hemos equivocado de lugar!
Olivetti se quedó desconcertado.
—¿Equivocado? ¿Qué quiere decir?
—El primer altar de la ciencia es la capilla Chigi.
—¿Cómo? —Ahora parecía enojado—. Pero ¡el señor Langdon ha dicho...!
—¡Santa Maria del Popolo! Un kilómetro y medio hacia el norte. ¡Envíe inmediatamente a sus hombres! ¡Sólo nos quedan cuatro minutos!
—Pero ¡mis hombres están posicionados aquí! No puedo...
—¡Deprisa! —Vittoria colgó.
Algo aturdido, Langdon salió del Panteón tras ella.
La joven lo cogió de la mano y tiró de él hacia la hilera de taxis aparentemente sin conductor que esperaban junto a la acera. Golpeó con la mano el capó del primer coche de la fila. El taxista se despertó con un sobresalto. Vittoria abrió la puerta trasera y empujó a Langdon al interior. Ella subió detrás.
—Santa Maria del Popolo —ordenó—. Presto!
Ofuscado y medio aterrorizado, el conductor pisó el acelerador y salió disparado calle abajo.
CAPÍTULO 63
Gunther Glick se había hecho con el control del ordenador de Chinita Macri, que ahora permanecía encorvada en la parte trasera de la estrecha furgoneta de la BBC, mirando por encima del hombro de él.
—Ya te lo he dicho —dijo Glick mientras tecleaba—. El British Tattler no es el único periódico que publica noticias sobre esos tipos.
Macri se aproximó a la pantalla. Él tenía razón. La base de datos de la BBC ponía en evidencia que durante los últimos diez años su distinguida cadena había encargado y emitido seis reportajes sobre la hermandad llamada Illuminati. «Que me aspen», pensó ella.
—¿Qué periodistas hicieron esos reportajes? —preguntó—. ¿Carroñeros?
—La BBC no contrata a periodistas carroñeros.
—Te contrató a ti...
Glick frunció el entrecejo.
—No sé por qué te muestras tan escéptica. Los illuminati están bien documentados a lo largo de la historia.
—También las brujas, los ovnis o el monstruo del lago Ness.
Glick leyó el listado de reportajes.
—¿Has oído hablar alguna vez de un tipo llamado Winston Churchill?
—Me suena.
—Hace tiempo, la BBC hizo un reportaje histórico sobre la vida de Churchill. Un católico recalcitrante, por cierto. ¿Sabías que en 1920 Churchill publicó un comunicado de condena a los illuminati en el que advertía a los ingleses de una conspiración mundial por su parte?
Macri seguía teniendo sus dudas.
—¿Dónde lo publicaron? ¿En el British Tattler?
Glick sonrió.
—En el London Herald, el 8 de febrero de 1920.
—No puede ser.
—Míralo tú misma.
Macri miró de cerca el recorte. «London Herald, 8 de febrero de 1920. No tenía ni idea.»
—Bueno, Churchill era un paranoico.
—No era el único —dijo Glick, que seguía con el listado—. Parece que Woodrow Wilson dio tres discursos radiofónicos en 1921 advirtiendo del creciente control de los illuminati sobre el sistema bancario estadounidense. ¿Quieres que te lea una cita directa de la transcripción radiofónica?
—La verdad es que no.
Él lo hizo de todos modos.
—Dijo: «Existe un poder tan organizado, tan sutil, tan completo, tan extendido, que no conviene alzar mucho la voz cuando se lo condena».
—Nunca había oído nada al respecto.
—Quizá porque en 1921 no eras más que una niña.
—Eres encantador.
Macri encajó bien el golpe. Era consciente de que comenzaba a acusar la edad. A sus cuarenta y tres años, sus poblados rizos negros estaban empezando a grisear. Pero era demasiado orgullosa para teñirse. Su madre, una baptista sureña, había enseñado a Chinita a sentirse digna y satisfecha consigo misma. «Cuando eres una mujer negra —decía—, no hay modo de esconder lo que eres. El día que lo intentas es el día que mueres. Saca pecho, sonríe y deja que se pregunten cuál es el secreto que te hace reír.»
—¿Has oído hablar alguna vez de Cecil Rhodes? —preguntó Glick.
Ella levantó la mirada.
—¿El financiero inglés?
—Sí. El de las becas Rhodes.
—No me digas...
—Illuminatus.
—Rumores infundados.
—No, BBC. 16 de noviembre de 1984.
—¿Nosotros publicamos que Cecil Rhodes pertenecía a los illuminati?
—Así es. Y, según nuestra cadena, las becas Rhodes consistían en antiguos fondos de los illuminati para reclutar las mentes jóvenes más brillantes.
—¡Eso es ridículo! ¡Mi tío recibió una beca Rhodes!
Glick sonrió.
—También Bill Clinton.