Macri estaba empezando a enojarse. Nunca había soportado el periodismo burdo y alarmista. Aun así, conocía suficientemente bien la BBC para saber que todas las noticias que emitían habían sido cuidadosamente investigadas y confirmadas.
—Aquí hay algo que seguramente recordarás —dijo Glick—. BBC, 5 de marzo de 1998. El presidente del Parlamento británico, Chris Mullin, exigió a todos los miembros masones que declararan su afiliación.
Chinita lo recordaba. El decreto se había extendido posteriormente a policías y jueces.
—¿A qué se debió eso?
Glick se lo leyó.
—... preocupación por el hecho de que facciones secretas dentro de los masones ejerzan un control excesivo sobre los sistemas político y financiero.
—Eso es.
—Provocó una gran conmoción. Los masones del Parlamento enfurecieron, y con razón. La amplia mayoría resultaron ser hombres inocentes que se unieron a la masonería para establecer contactos y realizar obras de caridad. No tenían ni idea acerca de las antiguas afiliaciones de la hermandad.
—Supuestas afiliaciones.
—Lo que sea. —Glick siguió examinando los artículos—. Mira esto. Algunos creen que los illuminati se remontan hasta Galileo, los Guerenets de Francia o los alumbrados españoles. Los vinculan incluso a Karl Marx y la Revolución rusa.
—La historia no deja de reescribirse.
—Está bien, ¿quieres algo más actual? Échale un vistazo a esto. Aquí hay una referencia a los illuminati en un Wall Street Journal reciente.
Eso captó la atención de Macri.
—¿El Journal?
—¿A ver si adivinas cuál es el juego de ordenador online más popular ahora mismo en Estados Unidos?
—¿Strip Poker con Pamela Anderson?
—Casi. Se llama Los illuminati de Baviera: el Nuevo Orden Mundial.
Macri leyó la nota publicitaria por encima de su hombro. «El arrollador éxito de Steve Jackson Games... Una aventura pseudohistórica en la que una antigua hermandad satánica de Baviera pretende conquistar el mundo. Puedes conseguirlo online en...» Aturdida, levantó la mirada.
—¿Qué tienen esos illuminati en contra del cristianismo?
—No solamente del cristianismo —contestó Glick—. De la religión en general. —Ladeó la cabeza y sonrió—. Aunque, a juzgar por la llamada que acabamos de recibir, parece que el Vaticano efectivamente ocupa un lugar especial en sus corazones.
—Oh, vamos, no creerás de verdad que el tipo que ha llamado es quien dice ser, ¿no?
—¿Un mensajero de los illuminati? ¿A punto de asesinar a cuatro cardenales? —Glick sonrió—. Espero que sí.
CAPÍTULO 64
El taxi de Langdon y Vittoria completó la carrera de un kilómetro y medio por via della Scrofa en poco más de un minuto. El coche se detuvo en la esquina sur de la piazza del Popolo justo antes de las ocho. Como no tenían una sola lira, Langdon pagó de más al conductor en dólares. Vittoria y él salieron rápidamente del coche. La piazza estaba tranquila, a excepción de las risas de un puñado de locales sentados en la terraza del popular café Rosati, un lugar frecuentado por los intelectuales italianos. El aire olía a café y a pastitas.
Langdon todavía se sentía conmocionado por la equivocación que había cometido con el Panteón. Tras una superficial mirada a la plaza, sin embargo, su sexto sentido ya estaba zumbando. La piazza parecía sutilmente repleta de simbología de los illuminati. No sólo su trazado era elíptico, sino que en su mismo centro se alzaba un alto obelisco egipcio: un pilar de piedra cuadrado con una distintiva punta piramidal. Los obeliscos —restos de los saqueos cometidos por la Roma imperial— eran visibles por toda la ciudad. Los simbólogos se referían a ellos como «pirámides elevadas», estilizadas prolongaciones de la sagrada forma piramidal.
Mientras sus ojos contemplaban el monolito, algo al fondo atrajo su atención. Algo todavía más destacable.
—Estamos en el lugar correcto —dijo en voz baja, sintiendo de repente una renovada cautela—. Mira eso. —Señaló la imponente Porta del Popolo, el alto arco de piedra que había al otro lado. La abovedada estructura se alzaba en la piazza desde hacía siglos. En el centro del punto más elevado del arco había un símbolo grabado—. ¿Te suena?
Vittoria levantó la mirada hacia el enorme grabado.
—¿Una estrella brillante sobre una pila de piedras triangular?
Él negó con la cabeza.
—Una fuente de iluminación sobre una pirámide.
La joven se volvió de repente, con los ojos muy abiertos.
—Como... el Gran Sello de Estados Unidos.
—Exactamente. El símbolo masónico del billete de un dólar.
Vittoria respiró profundamente y examinó la piazza.
—¿Y dónde está la maldita iglesia?
La iglesia de Santa Maria del Popolo destacaba como un acorazado fuera de lugar. Se encontraba en la base de una colina que había en el rincón sureste de la piazza. El edificio del siglo XI resultaba todavía más incongruente a causa de los andamios que ocultaban la fachada.
Los pensamientos se sucedían a toda velocidad en la cabeza de Langdon. Levantó la mirada hacia la iglesia, maravillado. ¿De verdad estaba a punto de tener lugar un asesinato en su interior? Esperaba que Olivetti llegara pronto. Se sentía incómodo con una pistola en el bolsillo.
La escalinata que conducía a la iglesia tenía forma de ventaglio —un amplio abanico curvo—, lo que resultaba irónico en ese caso, pues estaba bloqueada por andamios, maquinaria de construcción y un letrero de advertencia: COSTRUZIONE. NON ENTRARE.
Langdon se dio cuenta de que una iglesia cerrada por reformas suponía privacidad total para un asesino. No como el Panteón. Aquí no le hacían falta elaboradas estratagemas. Sólo tenía que encontrar un modo de entrar.
Sin la menor vacilación, Vittoria se deslizó por entre dos caballetes y se dirigió hacia la escalinata.
—Vittoria —la advirtió Langdon—, si el asesino todavía está dentro...
Ella no pareció oírlo. Ascendió la escalinata principal hasta llegar a la puerta de madera del templo. Langdon fue rápidamente tras ella. Antes de que pudiera decirle una sola palabra, la chica tiró del pomo. Él contuvo la respiración. La puerta no se movió.
—Debe de haber otra entrada —dijo la joven.
—Es muy probable —convino él, expulsando finalmente el aire—, pero Olivetti llegará dentro de un minuto. Es demasiado peligroso entrar. Deberíamos esperar fuera de la iglesia hasta que...
Vittoria se volvió y lo fulminó con la mirada.
—Si hay otra entrada, también hay otra salida. Como ese tipo desaparezca, estamos fottuti.
Langdon tenía suficientes conocimientos de italiano para saber que Vittoria estaba en lo cierto.
El callejón que había en el lateral derecho de la iglesia era estrecho y oscuro, con altas paredes a ambos lados. Olía a orín, un hedor común en una ciudad en la que la cantidad de bares superaba a la de lavabos públicos en una proporción de veinte a uno.
Langdon y Vittoria se internaron rápidamente en las fétidas sombras. Tras recorrer unos quince metros, ella tiró del brazo de él y le señaló algo.
Langdon lo vio. Más adelante había una sencilla puerta de madera con pesados goznes. Advirtió que se trataba de la típica porta sacra, la entrada privada del clero. La mayoría de esas entradas habían quedado fuera de uso hacía años, cuando el aumento de nuevas construcciones y la falta de suelo relegaron los accesos laterales a poco prácticos callejones.