Vittoria corrió hacia allí. Al llegar se quedó mirando el picaporte con perplejidad. Langdon se quedó detrás de ella y observó el peculiar aro con forma de donut que colgaba en lugar de un pomo.
—Un annulus —susurró él.
Extendió la mano y, con cuidado, alzó el aro y tiró de él. Se oyó un chasquido. Vittoria se revolvió, repentinamente intranquila. Con cuidado, Langdon giró el aro trescientos sesenta grados hacia la derecha. Nada. Frunció el entrecejo y lo intentó hacia la izquierda, pero el resultado fue el mismo.
Vittoria observó el fondo del callejón.
—¿Crees que hay otra entrada?
Él lo dudaba. La mayoría de las catedrales renacentistas estaban diseñadas como fortalezas por si la ciudad era asaltada. Tenían las mínimas entradas.
—Si hay otra entrada —dijo él—, probablemente se encuentra oculta en el bastión trasero; se trataría más de una vía de escape que de una entrada.
Vittoria ya se había puesto en marcha.
Langdon fue tras ella, internándose todavía más en el callejón. Las paredes se alzaban hacia el cielo a ambos lados. En algún lugar, una campana empezó a dar las ocho...
Robert Langdon no oyó a Vittoria la primera vez que ella lo llamó. Se había detenido delante de una vidriera enrejada e intentaba vislumbrar algo en el interior de la iglesia.
—¡Robert! —volvió a decir ella alzando ligeramente la voz.
Él levantó la mirada. La joven estaba al final del callejón, señalándole la parte trasera de la iglesia con una mano e indicándole con la otra que se acercara. A regañadientes, Robert así lo hizo. En la base del muro trasero sobresalía un bastión de piedra que ocultaba un angosto túnel, una especie de estrecho pasadizo que se internaba directamente en los cimientos de la iglesia.
—¿Una entrada? —preguntó Vittoria.
Él asintió. «En realidad se trata de una salida, pero dejemos a un lado los tecnicismos.»
La chica se arrodilló y le echó un vistazo al túnel.
—Veamos si la puerta está abierta.
Langdon abrió la boca para protestar, pero ella lo cogió de la mano y tiró de él en dirección a la abertura.
—Un momento —dijo Langdon.
Ella se volvió hacia él con impaciencia.
Langdon suspiró.
—Yo iré primero.
Eso pareció sorprender a la joven.
—¿Y esa caballerosidad?
—La edad antes que la belleza.
—¿Es eso un cumplido?
Langdon sonrió, pasó por su lado y se internó en la oscuridad.
—Cuidado con la escalera.
Lentamente, Langdon fue avanzando a oscuras con una mano en el muro. Podía notar las afiladas rugosidades de la piedra. Por un instante recordó el antiguo mito de Dédalo: el muchacho recorrió el laberinto del Minotauro con una mano pegada al muro, pues le habían garantizado que, si no dejaba de mantener contacto con él, encontraría la salida. Langdon siguió avanzando, no muy seguro de si quería llegar al final.
El túnel se estrechó ligeramente y el profesor ralentizó su paso. Vittoria lo seguía de cerca. Tras curvarse hacia la izquierda, el pasadizo desembocaba en una hornacina semicircular. Curiosamente, allí se podía distinguir un leve haz de luz. En la penumbra, Langdon divisó el contorno de una pesada puerta de madera.
—Vaya —dijo.
—¿Cerrada?
—Lo estaba.
—¿Estaba? —Vittoria se colocó a su lado.
Langdon le señaló la puerta. Estaba entreabierta, iluminada por una luz proveniente del otro lado... Los goznes habían sido arrancados con una barra de hierro que seguía atascada en la madera.
Permanecieron un momento en silencio. Luego, en la oscuridad, Langdon sintió que las manos de Vittoria le palpaban el pecho y se metían por debajo de su americana.
—Relájese, profesor —dijo ella—. Sólo estoy buscando la pistola.
En ese mismo momento, un destacamento de la Guardia Suiza se desplegaba en el interior de los Museos Vaticanos. La oscuridad era total, y los hombres portaban gafas de infrarrojos. Con esas gafas, los objetos adquirían un inquietante resplandor verde. Todos los guardias llevaban asimismo unos auriculares conectados a un detector que movían ante sí de un lado a otro; se trataba del mismo aparato que utilizaban un par de veces a la semana para rastrear micrófonos electrónicos en el interior del Vaticano. Avanzaban metódicamente, inspeccionando detrás de las estatuas, el interior de las hornacinas, los armarios, debajo de los muebles. La antena sonaría al detectar el más débil campo magnético.
Esa noche, sin embargo, no estaban obteniendo ningún resultado.
CAPÍTULO 65
El interior de Santa Maria del Popolo era una lóbrega cueva apenas iluminada. Parecía más bien una estación de metro a medio construir que una catedral. El santuario principal era una auténtica carrera de obstáculos: el suelo estaba levantado y por todas partes había palés de ladrillos, montículos de tierra, carretillas, e incluso una herrumbrosa excavadora. Columnas gigantescas se alzaban hasta el abovedado techo. En el aire, el polvo flotaba perezosamente a la luz del apagado resplandor de la vidriera. Langdon se detuvo con Vittoria bajo un extenso fresco de Pinturicchio y examinó el maltrecho templo.
Todo permanecía inmóvil. El silencio era absoluto.
La joven sostenía el arma con ambas manos. Langdon consultó la hora en su reloj: las 20.04. «Es una locura estar aquí —se dijo—. Es demasiado peligroso.» Aun así, era consciente de que, si el asesino estaba dentro, podía escapar por la puerta que quisiera, haciendo inútil una emboscada en el exterior. Entrar a buscarlo era la única alternativa viable..., si es que todavía seguía allí dentro. Langdon sintió una punzada de culpabilidad por la metedura de pata del Panteón. No estaba en posición de pedirle cautela a nadie; era él quien los había acorralado en ese rincón.
Vittoria examinó la iglesia con expresión abatida.
—Muy bien —susurró—. ¿Dónde está la capilla Chigi?
A través de la fantasmal penumbra, Langdon examinó la parte posterior del templo y los muros laterales. Contrariamente a la idea general, las catedrales renacentistas contenían múltiples capillas. Las capillas eran más bien huecos que estancias: nichos semicirculares con tumbas alrededor del muro perimetral.
«Malas noticias», pensó Langdon al ver los cuatro huecos que había en cada muro lateral. Había ocho capillas en total. Si bien no se trataba de una cantidad excesiva, las ocho estaban cubiertas con grandes lonas de poliuretano transparente a causa de las obras, a modo de cortinas traslúcidas que protegían del polvo las tumbas de las hornacinas.
—La capilla Chigi podría ser cualquiera de esos huecos cubiertos —dijo—. No hay modo de saber cuál sin mirar el interior de cada uno. Podría ser una buena razón para esperar a Oliv...
—¿Cuál es el ábside secundario izquierdo? —preguntó ella.
Langdon se la quedó mirando, sorprendido por su conocimiento de la terminología arquitectónica.
—¿El ábside secundario izquierdo?
Ella le señaló el muro que tenía detrás. Tenía una baldosa decorativa incrustada en la piedra. En ella se podía distinguir un grabado con el mismo símbolo que habían visto en la plaza: una pirámide bajo una estrella reluciente. En la placa cubierta de mugre que había al lado se podía leer:
ESCUDO DE ARMAS DE ALESSANDRO CHIGI, CUYA TUMBA SE ENCUENTRA EN EL ÁBSIDE SECUNDARIO IZQUIERDO DE ESTA CATEDRAL
«¿El escudo de armas de los Chigi era una pirámide y una estrella?» Langdon o pudo evitar preguntarse si el rico mecenas había sido un illuminatus. Asintió a Vittoria en señal de aprobación.
—Buen trabajo, Nancy Drew.[5]