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—¿Cómo dices?

—Nada. Yo...

Una pieza de metal cayó al suelo a unos pocos metros. El ruido resonó en toda la catedral. Langdon llevó a Vittoria detrás de una columna mientras ella apuntaba la pistola hacia el lugar del que provenía el sonido. Silencio. Esperaron. De nuevo volvió a oírse un ruido, esta vez, un crujido. Langdon contuvo la respiración. «¡No deberíamos haber entrado!» El sonido se fue acercando. Era un crujido intermitente, como el de un hombre cojeando. De repente divisaron un objeto alrededor de la base de la columna.

Figlio di puttana! —maldijo Vittoria en voz baja al tiempo que retrocedía de un salto.

Langdon también reculó.

Junto a la columna, una enorme rata arrastraba un bocadillo a medio comer envuelto en un papel. La criatura se detuvo un momento cuando los vio y se quedó mirando fijamente el cañón del arma de Vittoria.

—Hija de... —dijo un jadeante Langdon con el corazón acelerado.

Vittoria bajó el arma, recobrando rápidamente la compostura. Él echó un vistazo al otro lado de la columna y vio la fiambrera de un trabajador desparramada en el suelo. El mañoso roedor debía de haberla tirado del andamio.

Escudriñó la basílica por si veía algún otro movimiento y susurró:

—Si ese tipo está aquí, es imposible que no haya oído eso. ¿Seguro que no quieres esperar a Olivetti?

—Ábside secundario izquierdo —repitió Vittoria—. ¿Dónde está?

A regañadientes, él se volvió e intentó orientarse. La terminología de las catedrales era como la del espacio escénico: absolutamente contraintuitiva. Se situó frente al altar mayor. «Centro del escenario.» Luego señaló con el pulgar hacia atrás por encima del hombro.

Ambos se volvieron hacia el lugar que había indicado.

Al parecer, la capilla Chigi se encontraba en la tercera de las cuatro hornacinas a su izquierda. La buena noticia era que ellos se hallaban en el lado correcto de la iglesia. La mala, que estaban en el extremo incorrecto. Tendrían que atravesar toda la catedral, pasando por delante de otras tres capillas cubiertas, como la capilla Chigi, con sudarios de plástico traslúcido.

—Espera —dijo Langdon—. Yo iré delante.

—Ni hablar.

—Soy yo quien la ha cagado en el Panteón.

Ella se volvió.

—Pero yo soy quien tiene el arma.

Langdon pudo ver en sus ojos lo que quería decir en realidad: «Soy yo quien ha perdido a un padre. Soy yo quien ha ayudado a crear un arma de destrucción masiva. Las rodillas de ese tipo son mías...».

Sabía que no serviría de nada intentar convencerla de lo contrario, así que la dejó ir. Con mucha cautela, recorrió tras ella el lado este de la basílica. Al pasar por delante de la primera hornacina cubierta, notó que se ponía tenso, como si fuera un participante en una especie de concurso surrealista. «Elijo la cortina número tres», pensó.

El templo estaba en absoluto silencio, los gruesos muros de piedra lo aislaban por completo del mundo exterior. Al pasar por delante de las capillas, pálidas formas humanoides se mecían como fantasmas detrás del susurrante plástico. «Mármol tallado», se dijo Langdon, esperando estar en lo cierto. Eran las 20.06. ¿Habría sido puntual el asesino y habría huido antes de que ellos hubieran entrado? ¿O todavía se encontraba allí? Langdon no sabía qué posibilidad prefería.

Pasaron por delante del segundo ábside, de ominosa apariencia en la cada vez más oscura catedral. La noche parecía caer ahora con rapidez, hecho acentuado por la mohosa tintura de las vidrieras. De repente, la cortina de plástico que tenían a un lado se movió como empujada por una corriente de aire. Langdon se preguntó si alguien habría abierto una puerta en algún lugar.

Vittoria fue ralentizando el paso a medida que se acercaban al tercer nicho. Alzó la pistola y se volvió hacia la losa que había junto al ábside. Grabadas en un bloque de granito había dos palabras:

CAPPELLA CHIGI

Langdon asintió. Sin hacer ruido, se dirigieron hacia una esquina de la abertura y se situaron detrás de una amplia columna. Vittoria apuntó la pistola hacia el plástico. Luego le hizo a él una seña para que lo apartara.

«Un buen momento para empezar a rezar», pensó Langdon. A regañadientes, alargó el brazo por encima del hombro de ella. Con el mayor cuidado posible, empezó a retirar el plástico, que se movió un par de centímetros y luego crujió ruidosamente. Ambos se quedaron quietos de golpe. Silencio. Un momento después, moviéndose a cámara lenta, Vittoria se inclinó hacia delante y echó un vistazo por la estrecha rendija. Langdon miró por encima de su hombro.

Por un momento, ambos contuvieron la respiración.

—Vacío —dijo finalmente ella, bajando el arma—. Hemos llegado demasiado tarde.

Él no la oyó. Se sentía sobrecogido, transportado por un instante a otro mundo. Jamás habría imaginado que una capilla pudiera tener ese aspecto. La capilla Chigi, hecha completamente de mármol de color castaño, era impresionante. El ojo experto del profesor la asimiló a grandes sorbos. Era la capilla más terrenal que podría haber imaginado, casi como si la hubieran diseñado el mismo Galileo y los illuminati.

Sobre sus cabezas, en la abovedada cúpula, relucía un campo de estrellas iluminadas y los siete planetas astronómicos. Por debajo, los doce símbolos del zodíaco, símbolos paganos y terrenales enraizados en la astronomía. El zodíaco también estaba directamente relacionado con los elementos: tierra, aire, fuego y agua..., los cuadrantes representaban el poder, el intelecto, el ardor y la emoción. «La tierra simboliza el poder», recordó.

Más abajo vio tributos a las cuatro estaciones de la Tierra: primavera, estate, autunno e inverno. Pero aún más increíble eran las dos enormes estructuras que dominaban la sala. Langdon se las quedó mirando asombrado. «No puede ser —pensó—. ¡Es imposible!» Pero no lo era. A cada lado de la capilla, en perfecta simetría, había dos pirámides de mármol de tres metros de altura.

—No veo ningún cardenal —susurró Vittoria—. Ni ningún asesino.

Retiró el plástico y entró.

Langdon no podía apartar los ojos de las pirámides. «¿Qué hacen unas pirámides en una capilla cristiana?» Y, por increíble que pudiera parecer, todavía había más. En el centro de cada una, incrustados en sus lados anteriores, había unos medallones de oro. Pocas veces había visto medallones como ésos: eran elipses perfectas. Los bruñidos discos brillaban a la luz del sol crepuscular que se filtraba sobre la cúpula. «¿Elipses de Galileo? ¿Pirámides? ¿Una cúpula de estrellas?» La sala tenía más elementos illuminati que cualquier habitación que pudiera imaginar.

—Robert —dijo Vittoria con voz quebrada—. ¡Mira!

Él se dio media vuelta y, al posar los ojos en el lugar que ella le estaba señalando, regresó a la realidad.

—¡Dios santo! —exclamó retrocediendo de un salto.

Desde el suelo los miraba con desdén la imagen de un esqueleto, un detallado mosaico de mármol que representaba «la muerte en vuelo». El esqueleto portaba una lápida con la misma pirámide y las estrellas que habían visto fuera. No obstante, no era esa imagen lo que le había helado la sangre a Langdon, sino el hecho de que el mosaico estuviera montado sobre una piedra circular —un cupermento— que había sido levantada del suelo como la tapa de una alcantarilla y que ahora descansaba a un lado de una oscura abertura en el suelo.

—El agujero del diablo —exclamó Langdon con voz ahogada.

Había estado tan absorto con el techo que ni siquiera lo había visto. Vacilante, se acercó al foso. El hedor que emanaba era abrumador.