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Vittoria se cubrió la boca con la mano.

Che puzza!

—Efluvios —dijo él—. Vapores de huesos en descomposición. —Y, respirando a través de la manga, se asomó al agujero para echar un vistazo. Oscuridad—. No veo nada.

—¿Crees que hay alguien ahí abajo?

—No hay modo de saberlo.

La joven se dirigió al otro extremo del agujero, donde una escalera de mano de madera algo podrida descendía a las profundidades.

Él negó con la cabeza.

—Ni hablar.

—Puede que entre las herramientas de los obreros haya una linterna. —Parecía más bien una excusa para escapar del fétido olor—. Echaré un vistazo.

—¡Ten cuidado! —le advirtió él—. No sabemos con seguridad si el hassassin...

Pero Vittoria ya se había ido.

«Una mujer tenaz», pensó Langdon.

Al volverse hacia el pozo se sintió mareado por los vapores. Conteniendo la respiración, asomó la cabeza por el borde e intentó ver algo. Poco a poco, a medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, empezó a vislumbrar tenues formas. El pozo parecía dar a una pequeña cámara. «El agujero del diablo.» Se preguntó cuántas generaciones de Chigi habrían sido arrojadas allí dentro sin mayor ceremonia. Cerró los ojos y esperó que sus pupilas se dilataran para poder ver mejor en la oscuridad. Cuando volvió a abrirlos, le pareció ver una pálida figura silenciosa meciéndose en la oscuridad. Langdon se estremeció pero resistió la tentación de apartarse. «¿Tengo alucinaciones? ¿Es eso un cuerpo?» La figura desapareció. Él volvió a cerrar los ojos y esperó, esta vez más tiempo, para que sus ojos pudieran captar la más tenue luz.

Estaba empezando a sentirse mareado, y sus pensamientos divagaron en la oscuridad. «Sólo unos segundos más.» No estaba seguro de si se debía a los vapores o al hecho de mantener la cabeza inclinada, pero se sentía cada vez peor. Cuando finalmente volvió a abrir los párpados, la imagen que vio le pareció absolutamente inexplicable.

Ahora la cripta estaba bañada en una inquietante luz azulada. Un leve siseo reverberó en sus oídos. La luz parpadeó en los escarpados muros del hueco. De repente, una larga sombra se materializó sobre él. Sobresaltado, Langdon retrocedió.

—¡Cuidado! —exclamó alguien a su espalda.

Antes de que pudiera volverse, sintió un intenso dolor en la nuca. Al darse la vuelta, vio que Vittoria apartaba un soplete encendido cuya siseante llama azul iluminaba la capilla.

—¿Qué demonios estás haciendo? —Langdon se llevó la mano a la nuca.

—Te traía algo de luz —dijo ella—. Al retroceder, te me has echado encima.

Él le echó un rápido vistazo al soplete que Vittoria llevaba en la mano.

—Es lo mejor que he encontrado —comentó ella—. No había linternas.

Langdon se frotó la nuca.

—No te he oído acercarte.

Ella le tendió el soplete e hizo una mueca al volver a sentir el hedor de la cripta.

—¿Crees que esos vapores son inflamables?

—Esperemos que no.

Langdon cogió el soplete y se dirigió lentamente hacia el agujero. Con cuidado, se asomó por el borde y metió la llama dentro, iluminando así el muro lateral. Al mover la llama, sus ojos distinguieron el contorno del resto del muro. La cripta era circular y tenía unos seis metros de diámetro. A unos nueve metros de profundidad, atisbó el suelo. Era oscuro y moteado. Terrenal. Luego Langdon vio el cadáver.

El instinto lo hizo retroceder.

—Está aquí —dijo, obligándose a no apartar la mirada. Podía distinguir la pálida silueta de la figura contra el suelo de tierra—. Creo que está desnudo.

Langdon recordó el cadáver desnudo de Leonardo Vetra.

—¿Es uno de los cardenales?

Él no tenía ni idea, pero no podía imaginarse quién diantre podía ser si no. Examinó la pálida forma. Inmóvil. Sin vida. Y, sin embargo... Vaciló. Había algo muy extraño en la posición del cuerpo. Parecía estar...

—¿Hola? —llamó.

—¿Crees que está vivo?

—No se mueve —respondió él—. Pero parece...

«No, imposible.»

—¿Parece qué? —Vittoria se asomó a su vez por el borde.

Langdon aguzó la mirada en la oscuridad.

—Parece como si estuviera de pie.

Ella contuvo la respiración y se asomó más aún para ver mejor. Un momento después, volvió a alzar la cabeza.

—Tienes razón. ¡Está de pie! ¡Puede que esté vivo y necesite ayuda! ¡¿Hola?! Mi può sentire? —exclamó en dirección al agujero.

No obtuvo respuesta alguna desde el mohoso interior. Únicamente silencio.

Vittoria se dirigió entonces hacia la desvencijada escalera.

—Voy a bajar.

Él la agarró del brazo.

—No. Es peligroso. Iré yo.

Esta vez, Vittoria no se lo discutió.

CAPÍTULO 66

Chinita Macri estaba enojada. Permanecía sentada en el asiento del acompañante de la furgoneta de la BBC, ahora estacionada en la via Tomacelli mientras Gunther Glick consultaba su plano de Roma, pues se habían perdido. Tal y como ella había temido, el misterioso desconocido había vuelto a llamar, esta vez con información.

—Piazza del Popolo —insistió Glick—. Eso es lo que estamos buscando. Hay una iglesia. Y, dentro, la prueba.

—La prueba. —Chinita dejó de limpiar los cristales de sus gafas y se volvió hacia él—. ¿La prueba de que un cardenal ha sido asesinado?

—Eso es lo que ha dicho.

—¿Acaso te crees todo lo que te dicen?

Como de costumbre, Chinita deseó ser ella quien estuviera al mando. Los cámaras, sin embargo, estaban a merced de los dementes reporteros para quienes grababan. Si Gunther Glick quería seguir una poco fiable pista telefónica, Macri no tenía más remedio que ser su perrito faldero.

Se lo quedó mirando. Gunther estaba sentado tras el volante con la mandíbula apretada. Sus padres, decidió ella, debían de ser comediantes frustrados para haberle puesto un nombre como Gunther Glick. No era de extrañar que el tipo sintiera que tenía que demostrar algo. No obstante, a pesar de su desafortunado apelativo y de esa molesta necesidad de querer dejar huella, Glick era dulce y encantador, de una manera empalagosa y muy británica. Venía a ser una especie de Hugh Grant hasta las orejas de litio.

—¿No deberíamos regresar a la plaza de San Pedro? —dijo Macri armándose de paciencia—. Ya iremos después a tu misteriosa iglesia. El cónclave ha empezado hace una hora. ¿Y si los cardenales llegan a una decisión y no estamos allí?

Glick no parecía oírla.

—Creo que aquí hemos de torcer a la derecha. —Inclinó el plano y lo volvió a comprobar—. Sí, si doblo a la derecha... y luego a la izquierda... —empezó a girar hacia la estrecha calle que tenían delante.

—¡Cuidado! —exclamó Macri.

Como buena técnica de vídeo, su mirada era realmente aguda. Afortunadamente, Glick también era muy rápido. Pisó de golpe el pedal del freno y evitó entrar en la intersección justo en el momento en el que cuatro Alfa Romeo aparecían de la nada y pasaban por delante como una exhalación. Luego los coches derraparon, reduciendo la velocidad, y giraron a la izquierda, tomando la misma ruta que Glick pretendía seguir.

—¡Maníacos! —chilló Macri.

Glick parecía conmocionado.

—¿Has visto eso?

—¡Sí, lo he visto! ¡Casi nos matan!

—No, quiero decir los coches —dijo él, repentinamente entusiasmado—. Eran todos iguales.

—Unos maníacos sin imaginación.

—E iban llenos.

—¿Y qué?

—¿Cuatro coches idénticos, todos ellos con cuatro pasajeros?