—¿Has oído hablar alguna vez de los coches compartidos?
—¿En Italia? —Glick examinó la intersección—. Aquí ni siquiera han oído hablar de la gasolina sin plomo.
Pisó el acelerador y fue tras los coches.
Macri se quedó clavada en su asiento.
—¿Qué diablos estás haciendo?
Glick aceleró calle abajo y emprendió la persecución de los Alfa Romeo.
—Algo me dice que tú y yo no somos los únicos que se dirigen a esa iglesia.
CAPÍTULO 67
El descenso era lento.
Peldaño a peldaño por la rechinante escalera de mano, Langdon fue bajando cada vez más profundamente bajo el suelo de la capilla Chigi. «En el agujero del diablo», pensó. Estaba de frente al muro lateral, de espaldas a la cámara, y se preguntó con cuántos espacios oscuros y angostos más tendría que vérselas ese día. La escalera crujía a cada paso, y el penetrante olor a carne descompuesta y humedad resultaba casi asfixiante. El profesor se preguntó asimismo dónde diantre estaba Olivetti.
La silueta de Vittoria todavía era visible en lo alto, sosteniendo el soplete sobre la abertura para iluminarle el camino. A medida que él se internaba más en la oscuridad, el resplandor azul era cada vez más leve. La única cosa que iba en aumento era el hedor.
Cuando había descendido doce peldaños, sucedió. El pie de Langdon pisó un lugar resbaladizo por la descomposición y perdió el equilibrio. Impulsándose hacia delante, consiguió sujetarse con los antebrazos y evitar caer al fondo. Tras maldecir las heridas que ahora latían en sus brazos, acercó su cuerpo de vuelta a la escalera y retomó el descenso.
Tres peldaños después estuvo a punto de volver a caer, pero esta vez no a causa de un resbalón, sino de un ataque de pánico. Al llegar ante un nicho, de repente se encontró cara a cara con un montón de calaveras. Contuvo el aliento y miró a su alrededor. Descubrió que a ese nivel el muro era una suerte de panal lleno de aberturas —nichos mortuorios— repletas de esqueletos. Bajo la luz fosforescente, parecía un siniestro collage de cuencas de ojos vacías y cajas torácicas en descomposición.
«Esqueletos a la luz del fuego», pensó, y torció el gesto al recordar que hacía apenas un mes había asistido a un evento parecido. «Una velada de huesos y llamas»: la cena de beneficencia a la luz de las velas que se celebraba en el museo de Arqueología de Nueva York (salmón flambeado a la sombra de un esqueleto de brontosaurio). Había sido invitado por Rebecca Strauss, antaño modelo y ahora crítica de arte del Times, un torbellino de terciopelo negro, cigarrillos y unos pechos realzados de un modo en absoluto sutil. Posteriormente, ella lo había telefoneado un par de veces, pero Langdon no le había devuelto las llamadas. «Algo muy poco caballeroso», se reprendió, preguntándose cuánto tiempo aguantaría Rebecca Strauss en un pozo nauseabundo como éste.
Se sintió aliviado al notar que el último peldaño daba paso a la esponjosa tierra del fondo. Sintió la humedad del suelo bajo sus pies. Tratando de convencerse de que los muros no caerían sobre su cabeza, se volvió hacia la cripta. Era circular, de unos seis metros de diámetro. Respirando otra vez a través de la manga, posó su mirada sobre el cuerpo. En la penumbra, la imagen resultaba borrosa, un mero contorno blanco y carnoso. Inmóvil. En silencio.
Mientras avanzaba por la tenebrosa cripta, intentó encontrarle un sentido a lo que veía. El hombre estaba de espaldas a él, de modo que no podía verle la cara, pero efectivamente parecía estar de pie.
—¿Hola? —dijo Langdon a través de la manga.
Nada. Al acercarse, se dio cuenta de que el hombre era muy bajo. Demasiado bajo...
—¿Qué sucede? —exclamó Vittoria desde arriba, agitando el soplete.
Él no contestó. Ahora estaba suficientemente cerca para verlo bien. Con un escalofrío de repulsión, lo comprendió. La cámara pareció contraerse a su alrededor. Cual demonio, del suelo emergía un anciano... o, mejor dicho, la mitad de él, ya que estaba enterrado hasta la cintura. Permanecía erguido con medio cuerpo bajo tierra. Desnudo. Las manos atadas a la espalda con el fajín rojo de cardenal. Tenía la espalda arqueada como una especie de atroz saco de arena. La cabeza estaba vuelta hacia atrás, mirando al cielo, como si le pidiera ayuda al mismo Dios.
—¿Está muerto? —preguntó Vittoria.
Langdon se acercó al cuerpo. «Eso espero, por su bien.» Cuando estaba a unos pocos metros lo miró a los ojos. Los tenía azules e inyectados en sangre; parecían habérsele salido de las órbitas. Se inclinó hacia delante para comprobar su respiración pero retrocedió de golpe.
—¡Por el amor de Dios!
—¿Qué?
Langdon reprimió una arcada.
—Está muerto. Acabo de ver la causa de la muerte. —La visión era horrenda. Al hombre le habían abierto la boca y se la habían llenado de tierra—. Alguien le ha metido un puñado de tierra en la garganta. Se ha asfixiado.
—¿Tierra? —dijo Vittoria—. ¿Como el... elemento?
Langdon tardó un segundo en reaccionar. «Tierra. —Casi lo había olvidado—. Las marcas: tierra, aire, fuego y agua.»
El asesino había amenazado con marcar a las víctimas con cada uno de los antiguos elementos de la ciencia. El primer elemento era la tierra. «Desde la tumba terrenal de Santi.» Mareado por los vapores, rodeó el cadáver hasta quedar frente a él. Al hacerlo, el simbólogo que había en su interior manifestó en voz alta el desafío artístico que suponía crear el mítico ambigrama. «¿Tierra? ¿Cómo?» Y, sin embargo, un instante después lo tenía ante sí. En su cabeza se arremolinaban siglos de leyendas sobre los illuminati. La marca que el cardenal tenía en el pecho estaba carbonizada y supuraba. La carne había quedado chamuscada. La lingua pura...
Langdon se quedó mirando la marca mientras la habitación comenzaba a dar vueltas a su alrededor.
—Tierra —susurró mientras ladeaba la cabeza para ver el símbolo al revés—. Tierra.
Luego, con una oleada de terror, recordó algo: «Quedan tres más».
CAPÍTULO 68
A pesar del suave resplandor de las velas en la capilla Sixtina, el cardenal Mortati estaba muy nervioso. El cónclave había dado comienzo de manera oficial, y lo había hecho de un modo nada prometedor.
Treinta minutos antes, a la hora señalada, el camarlengo Carlo Ventresca había entrado en la capilla. Se había dirigido al altar y había pronunciado la oración de apertura. Luego había desenlazado las manos y les había hablado en el tono más directo que Mortati hubiera oído nunca en el altar de la capilla Sixtina.
—Como saben —dijo el camarlengo—, nuestros cuatro preferiti no están presentes en el cónclave en estos momentos. Les pido, en nombre de su fallecida santidad, que cumplan con su deber..., con fe y determinación. Y que únicamente Dios los guíe.
Luego se volvió para marcharse.
—Pero... —soltó un cardenal—. ¿Dónde están?
El camarlengo se detuvo un instante.
—Honestamente, no sabría decirlo.
—¿Cuándo regresarán?
—Honestamente, no sabría decirlo.
—¿Están bien?
—Honestamente, no sabría decirlo.
—¿Regresarán?
—Honestamente, no sabría decirlo.
Hubo una larga pausa.
—Tengan fe —dijo el camarlengo, y a continuación salió de la sala.
Tal y como mandaba la tradición, las puertas de la capilla Sixtina habían sido selladas por fuera con dos pesadas cadenas. Cuatro guardias suizos vigilaban en el pasillo. Mortati sabía que la única razón por la que esas puertas podían ser abiertas ahora, antes de la elección de un nuevo papa, era si alguien caía gravemente enfermo, o si llegaban los preferiti. Rezó para que fuera la segunda opción, aunque el nudo que tenía en el estómago parecía indicarle lo contrario.