«Cumplamos, pues, con nuestro deber», decidió Mortati, espoleado por la resolución en la voz del camarlengo. Y convocó la votación. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Les llevó treinta minutos completar los rituales preparatorios previos a la primera votación. Mortati permaneció pacientemente en el altar mayor mientras cada cardenal, de mayor a menor edad, se acercaba y ejecutaba el específico procedimiento.
Finalmente, el último se dirigió al altar y se arrodilló ante él.
—Pongo por testigo —declaró el cardenal, exactamente igual que todos los precedentes— a Cristo nuestro Señor, quien será mi juez, que doy mi voto a quien creo ante Dios que debería ser elegido.
El cardenal se puso en pie y levantó la papeleta por encima de su cabeza para que todo el mundo pudiera verla. Después la llevó al altar, donde descansaba un cáliz con un platillo encima. Depositó la papeleta sobre el platillo y luego utilizó éste para dejar caer la papeleta dentro del cáliz. El platillo servía para impedir que nadie depositara disimuladamente más de una papeleta.
Tras haber realizado su voto, volvió a colocar el platillo sobre el cáliz, se inclinó ante la cruz y regresó a su asiento.
Ahora le tocaba a Mortati ponerse a trabajar.
Dejando el platillo sobre el cáliz, agitó la copa para mezclar las papeletas. Luego retiró el plato y extrajo una al azar. La desdobló. La papeleta medía exactamente cinco centímetros de ancho. Leyó en voz alta para que todo el mundo pudiera oírlo.
—Eligo in summum pontificem... —declaró leyendo el texto que encabezaba cada voto. «Elijo como sumo pontífice...»
Luego anunció el nombre del nominado que había sido escrito debajo. A continuación, cogió una aguja enhebrada y, tras agujerear la papeleta justo por la palabra «Eligo», deslizó cuidadosamente el voto en el hilo. Acto seguido tomó nota del voto en un cuaderno.
Después repitió todo el procedimiento nuevamente. Escogió un voto del cáliz, lo leyó en voz alta, lo ensartó y tomó nota en su cuaderno. Casi de inmediato, Mortati intuyó que esa primera votación sería nula. No habría consenso. Tras siete votos, habían sido nombrados siete cardenales distintos. Como era habitual, cada cardenal había disimulado su letra escribiendo en mayúsculas o con mucha floritura. El ocultamiento resultaba irónico en ese caso, pues resultaba obvio que los cardenales se estaban votando a sí mismos. Mortati era consciente, sin embargo, de que ese supuesto engaño no tenía nada que ver con su ambición personal. Se trataba de una estratagema. Una maniobra de defensa. Una táctica dilatoria para asegurarse de que ningún cardenal recibía suficientes votos para ganar, y forzar así otra votación.
Los cardenales estaban esperando a sus preferiti...
En cuanto la última de las papeletas fue recontada, Mortati declaró la votación nula.
Cogió el hilo con todos los votos y ató sus extremos creando una especie de anillo de papeletas. Luego lo depositó en una bandeja de plata, añadió una serie de productos químicos y llevó la bandeja hasta una pequeña chimenea que tenía detrás. Ahí, prendió las papeletas. Al arder, los productos químicos crearon un humo negro que ascendió por una tubería y salió por una chimenea desde la que se elevó por encima de la capilla. El cardenal Mortati acababa de enviar su primer comunicado al mundo exterior.
Una votación. Ningún papa.
CAPÍTULO 69
Asfixiado por los vapores, Langdon subió con dificultad la escalera en dirección a la luz que brillaba en lo alto del pozo. Sobre su cabeza oía voces, pero no entendía qué decían. Imágenes del cardenal marcado daban vueltas en su cabeza.
«Tierra... Tierra...»
A medida que ascendía. la vista se le nublaba, y temió perder el conocimiento. A dos peldaños de la salida, perdió el equilibrio. Se impulsó hacia delante para intentar agarrarse al borde, pero se encontraba demasiado lejos y a punto estuvo de caer de espaldas a la oscuridad. En ese momento sintió un fuerte dolor bajo los brazos y, de repente, se encontró flotando sobre el abismo mientras agitaba frenéticamente las piernas.
Las fuertes manos de dos guardias suizos lo habían cogido por debajo de las axilas. Tiraron de él y, un momento después, la cabeza de Langdon surgió del agujero del diablo. Estaba mareado y respiraba con dificultad. Los guardias lo arrastraron por el borde de la abertura y lo depositaron sobre el frío suelo de mármol.
Por un momento, Langdon no supo dónde estaba. En lo alto podía ver estrellas... y planetas en órbita. Borrosas figuras deambulaban a su alrededor. La gente gritaba. Intentó incorporarse. Estaba tumbado al pie de una pirámide de piedra. Una iracunda voz resonó en la capilla y, de inmediato, Langdon volvió en sí.
Olivetti estaba gritándole a Vittoria.
—¿Por qué diantre no vinimos aquí en primer lugar?
Ella intentaba explicarle la situación.
El comandante la interrumpió a media frase y se volvió para gritarles órdenes a sus hombres.
—¡Saquen ese cadáver de ahí! ¡Registren el resto del edificio!
Langdon intentó incorporarse. La capilla Chigi estaba repleta de guardias suizos. La cortina de plástico que antes cubría la entrada había sido arrancada, y el aire fresco llenó los pulmones del profesor. Mientras recobraba lentamente sus sentidos, vio que Vittoria se acercaba a él y se arrodillaba a su lado. Su rostro era como el de un ángel.
—¿Estás bien?
—Le tomó el brazo y comprobó su pulso.
Langdon pudo notar en la piel la suavidad de sus manos.
—Gracias. —Se incorporó del todo—. Olivetti está cabreado.
Ella asintió.
—Está en su derecho. Hemos metido la pata.
—Quieres decir que yo he metido la pata.
—Pues redímete. La próxima vez, atrapa a ese tipo.
«¿La próxima vez? —A Langdon le pareció un comentario cruel—. ¡No habrá próxima vez! ¡Hemos agotado nuestra única oportunidad!»
Vittoria comprobó la hora en su reloj.
—Mickey dice que nos quedan cuarenta minutos. Ponte las pilas y ayúdame a encontrar el siguiente indicador.
—Ya te lo he dicho, Vittoria, las esculturas ya no están. El Sendero de la Iluminación está... —Langdon se interrumpió de golpe.
La joven sonrió ligeramente.
Langdon se puso en pie y comenzó a dar vueltas sobre sí mismo mientras miraba las obras de arte que tenía a su alrededor. «Pirámides, estrellas, planetas, elipses...» De repente lo recordó. «¡Éste es el primer altar de la ciencia! ¡No el Panteón!» Comprendió hasta qué punto la capilla era perfectamente illuminati. Además de mucho más sutil y selectiva que el mundialmente famoso Panteón, la capilla Chigi se encontraba en una hornacina apartada, era literalmente un agujero en la pared, un tributo a un gran mecenas de las ciencias, decorado con simbología terrenal. «Perfecta.»
Se apoyó en la pared y levantó la mirada hacia las enormes pirámides. Vittoria tenía razón. Si esa capilla era el primer altar de la ciencia, puede que todavía existiera la escultura que servía de primer indicador a los illuminati. Langdon sintió una electrizante oleada de esperanza al darse cuenta de que todavía había una oportunidad. Si el indicador estaba allí y podían seguirlo hasta el siguiente altar de la ciencia, puede que tuvieran otra ocasión de atrapar al asesino.
La chica se acercó a él.
—He descubierto quién era el escultor illuminatus desconocido.