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Él se volvió hacia ella de golpe.

—¿Cómo dices?

—Ahora sólo tenemos que averiguar cuál de las esculturas que hay aquí es el...

—¡Espera un momento! ¿Dices que sabes quién era el escultor illuminatus? —Él se había pasado años intentando descubrir ese dato.

Vittoria sonrió.

—Es Bernini. —Se quedó un momento callada—. El mismísimo Bernini.

Langdon supo inmediatamente que estaba equivocada. Era imposible que se tratara de Bernini. Gian Lorenzo Bernini era el segundo escultor más famoso de todos los tiempos, eclipsado únicamente por el mismísimo Miguel Ángel. Durante el siglo XVII, Bernini creó más esculturas que ningún otro artista. Desafortunadamente, el hombre que estaban buscando era un desconocido, un don nadie.

Vittoria frunció el entrecejo.

—No pareces muy emocionado.

—Es imposible que sea Bernini.

—¿Por qué? Fue contemporáneo de Galileo. Era un escultor brillante.

—Y un hombre muy famoso y católico.

—Sí —convino ella—. Exactamente igual que Galileo.

—No. No tenía nada que ver con Galileo —repuso él—. Éste era una espina que el Vaticano tenía clavada en el costado. Bernini, en cambio, era el niño mimado de la Santa Sede. La Iglesia adoraba a Bernini. Incluso lo nombraron su máxima autoridad artística. ¡Prácticamente vivió toda su vida ahí dentro!

—Una tapadera perfecta. Un illuminatus infiltrado.

Langdon se sentía algo azorado.

—Vittoria, los illuminati se referían a su artista secreto como il maestro ignoto, el maestro desconocido.

—Sí, desconocido para ellos. Piensa en el secretismo de los masones: sólo los miembros de los grados superiores conocían toda la verdad. Puede que Galileo ocultara la verdadera identidad del artista a la mayoría de los miembros... por la seguridad del propio Bernini. De ese modo, el Vaticano nunca lo descubriría.

Langdon seguía sin estar convencido, pero se veía obligado a admitir que la lógica de Vittoria tenía cierto sentido. Los illuminati eran famosos por compartimentar la información secreta y revelar toda la verdad únicamente a los miembros de los niveles superiores. Era la piedra angular de su habilidad para permanecer en la sombra, eran muy pocos quienes conocían toda la verdad.

—Y la afiliación de Bernini a la hermandad —añadió ella con una sonrisa— explicaría por qué diseñó esas dos pirámides.

Langdon echó un vistazo a las enormes esculturas piramidales y negó con la cabeza.

—Bernini era un escultor religioso. Es imposible que tallara esas pirámides.

Ella se encogió de hombros.

—Pues díselo a ese letrero que tienes detrás.

Él se volvió y divisó la placa:

ARTE DE LA CAPILLA CHIGI

Aunque el diseño arquitectónico es de Rafael,

todos los elementos decorativos interiores

son obra de Gian Lorenzo Bernini

Langdon leyó la placa un par de veces, pero siguió sin estar del todo convencido. Gian Lorenzo Bernini era celebrado por sus intrincadas esculturas de temática sacra: la Virgen María, ángeles, profetas, papas. ¿Qué hacía él tallando pirámides?

Levantó la mirada hacia los altísimos monumentos y se sintió completamente desorientado. Dos pirámides, ambas con un reluciente medallón elíptico. Era de todo menos cristiano. Las pirámides, las estrellas del techo, los signos del zodíaco. «Todos los elementos decorativos interiores son obra de Gian Lorenzo Bernini.» Si eso era cierto, admitió para sí, Vittoria tenía razón. Por omisión, Bernini era el maestro desconocido de los illuminati, pues nadie más había contribuido al arte decorativo de la capilla. Las implicaciones se sucedieron con casi demasiada velocidad para poder procesarlas.

«Bernini era un illuminatus.

»Bernini diseñó los ambigramas de los illuminati.

»Bernini trazó el Sendero de la Iluminación.»

Langdon casi se había quedado sin habla. ¿Era posible que, en la pequeña capilla Chigi, el mundialmente celebrado Bernini hubiera colocado una estatua que señalaba el punto de Roma en el que se encontraba el siguiente altar de la ciencia?

—Bernini —dijo—. Nunca lo habría imaginado.

—¿Quién si no un famoso artista del Vaticano habría tenido la influencia necesaria para poder colocar sus obras en diversas capillas católicas de Roma y dar forma al Sendero de la Iluminación? Obviamente, no un desconocido.

Langdon lo consideró. Miró las pirámides, preguntándose si una de ellas podía ser el indicador. «¿Quizá ambas?»

—Las pirámides se encuentran encaradas en direcciones opuestas —dijo sin saber muy bien qué pensar al respecto—. Pero también son idénticas, así que no sé cuál...

—No creo que las pirámides sean lo que estamos buscando.

—Pero son las únicas esculturas que hay aquí.

Vittoria lo interrumpió y señaló a Olivetti y a algunos de sus guardias, reunidos junto al agujero del diablo.

Él siguió la línea de su mano hasta el muro del fondo. Al principio no vio nada. Luego alguien se movió y pudo atisbar algo. Mármol blanco. Un brazo. Un torso. Y luego una cara esculpida. Parcialmente oculta en su nicho. Dos figuras humanas de tamaño natural, entrelazadas. El pulso de Langdon se aceleró. Había estado tan absorto en las pirámides y el agujero del diablo que ni siquiera había visto esa escultura. Se apresuró a cruzar la sala. Al acercarse reconoció que el trabajo era ciento por ciento obra de Bernini. La intensidad de la composición artística, los intrincados rostros y las holgadas vestiduras, todo hecho del mármol blanco más puro que el dinero del Vaticano podía comprar. Sin embargo, hasta que estuvo justo enfrente no reconoció la escultura. Se quedó mirando las dos caras y dejó escapar un grito ahogado.

—¿Quiénes son? —preguntó Vittoria al llegar a su lado.

Él estaba anonadado.

Habakkuk y el ángel —dijo en un tono de voz casi inaudible.

Se trataba de una obra de Bernini bastante célebre, incluida en algunos libros de historia del arte. Langdon había olvidado que estaba allí.

—¿Habakkuk?

—Sí, el profeta que predijo la aniquilación de la Tierra.

Vittoria parecía intranquila.

—¿Crees que se trata del indicador?

Él asintió asombrado. Nunca en su vida había estado tan seguro de algo. Ése era el primer indicador de los illuminati. Sin duda. Aunque esperaba que la escultura señalara de algún modo el siguiente altar de la ciencia, no contaba con que lo hiciera de un modo literal. El ángel y Habakkuk tenían los brazos extendidos y señalaban un punto en la distancia.

Langdon no pudo evitar sonreír.

—No es muy sutil, ¿no?

Vittoria parecía emocionada, pero también confusa.

—Veo que indican algo, pero se contradicen mutuamente. El ángel señala en una dirección, y el profeta lo hace en otra.

Él dejó escapar una risa ahogada. Era cierto. Aunque ambas figuras señalaban a lo lejos, lo hacían en direcciones completamente opuestas. Langdon, sin embargo, ya había resuelto ese problema. Con renovadas energías, se dirigió hacia la puerta.

—¿Adónde vas? —preguntó ella.

—¡Fuera del edificio! —Sintiendo de nuevo las piernas ligeras, el profesor salió corriendo hacia la puerta—. ¡He de comprobar en qué dirección señala la escultura!

—¡Espera! ¿Cómo sabes qué dedo debes seguir?

—El poema —dijo él por encima del hombro—. ¡La última línea!

—¿«Deja que los ángeles guíen tu noble búsqueda»? —Vittoria levantó la mirada hacia el dedo extendido del ángel. De repente, se le nubló la vista—. ¡No puede ser!