CAPÍTULO 70
Gunther Glick y Chinita Macri permanecían sentados en la furgoneta de la BBC, ocultos en las sombras en una esquina de la piazza del Popolo. Habían llegado poco después que los cuatro Alfa Romeo, justo a tiempo de presenciar una increíble sucesión de acontecimientos. Chinita todavía no tenía ni idea de qué iba todo aquello, pero se aseguró de grabarlo con su cámara.
Glick y ella llegaron a tiempo de ver a un auténtico ejército de hombres jóvenes salir de los Alfa Romeo y rodear la iglesia. Algunos ya habían desenfundado sus armas. Uno de ellos, un envarado hombre de mayor edad, condujo a un equipo hacia la escalinata de la basílica. Los soldados volaron los cerrojos de las puertas con sus pistolas. Macri no oyó nada, así que supuso que habían utilizado silenciadores. Luego los soldados entraron.
Chinita había decidido quedarse en la furgoneta y filmar desde las sombras. Al fin y al cabo, las pistolas eran pistolas, y desde allí ya tenían una buena perspectiva. Glick no se lo discutió. Ahora, al otro lado de la piazza, no dejaban de salir y entrar hombres en la iglesia. Chinita ajustó su cámara para seguir a un equipo que registraba los alrededores. Aunque iban vestidos de paisano, todos ellos parecían moverse con precisión militar.
—¿Quién crees que son? —preguntó ella.
—Que me aspen si lo sé. —Glick estaba absorto—. ¿Lo estás grabando todo?
—Fotograma a fotograma.
—¿Todavía crees que hemos de volver a velar al papa? —preguntó él con suficiencia.
Chinita no estaba segura de qué contestar. Parecía claro que allí estaba sucediendo algo, pero hacía suficiente tiempo que era periodista para saber que solía haber una explicación muy insulsa para los acontecimientos interesantes.
—Puede que no sea nada —dijo—. Quizá esos tipos hayan recibido el mismo soplo que tú y ahora lo están comprobando. Podría ser una falsa alarma.
Glick la cogió del brazo.
—¡Ahí! Enfoca eso —exclamó señalando la iglesia.
Chinita volvió la cámara hacia la escalinata.
—¡Bueno, bueno...! —dijo al ver al hombre que salía de la basílica.
—¿Quién es ese tipo?
La mujer le hizo un primer plano.
—No lo había visto en mi vida. —Enfocó el rostro del hombre y sonrió—. Pero no me importaría verlo de nuevo.
Robert Langdon bajó la escalinata corriendo en dirección al centro de la piazza. El sol primaveral había desaparecido por detrás de los edificios circundantes y empezaba a oscurecer.
—Muy bien, Bernini —comentó en voz alta—. ¿Adónde demonios señala tu ángel?
Se volvió y examinó la orientación de la iglesia de la que acababa de salir. Visualizó mentalmente la capilla Chigi y la escultura del ángel que había en su interior. Sin vacilar, se volvió hacia el oeste, de cara a la inminente puesta de sol. El tiempo apremiaba.
—Suroeste —dijo frunciendo el entrecejo ante las tiendas y pisos que tapaban la vista—. El siguiente indicador está en esa dirección.
Repasó mentalmente página tras página de libros de historia del arte italiano. Aunque estaba muy familiarizado con la obra de Bernini, era consciente de que el escultor había sido demasiado prolífico para que alguien que no era especialista en su obra pudiera conocerla al completo. Aun así, teniendo en cuenta la relativa fama del primer indicador —Habakkuk y el ángel—, Langdon esperó que el segundo indicador fuera una obra que él conociera de memoria.
«Tierra, aire, fuego, agua», pensó. La tierra ya la habían encontrado en la capilla de Habakkuk, el profeta que había predicho la aniquilación del planeta.
El siguiente elemento era el aire. Langdon se obligó a pensar. «¡Una escultura de Bernini relacionada con el aire! —No se le ocurrió nada. Aun así, se sentía pletórico—. ¡Estoy en el Sendero de la Iluminación! ¡Todavía existe!»
Aguzó la mirada para ver si conseguía atisbar la aguja o la torre de una catedral que sobresaliera por encima de los tejados. No podía ver nada. Necesitaba un mapa. Si averiguaban qué iglesias había en esa dirección, quizá una de ellas avivara su memoria. «Aire —se repitió—. Aire. Bernini. Escultura. Aire. ¡Piensa!»
Dio media vuelta y regresó hacia la escalinata de la catedral. Bajo un andamio se encontró con Vittoria y Olivetti.
—En dirección suroeste —dijo Langdon, jadeante—. Ahí es donde se encuentra la siguiente iglesia.
—¿Está seguro esta vez? —susurró Olivetti con frialdad.
Él no picó.
—Necesitamos un mapa. Uno en el que aparezcan todas las iglesias de Roma.
El comandante se lo quedó mirando un momento sin modificar un ápice su expresión.
Langdon comprobó la hora.
—Sólo nos quedan treinta minutos.
Olivetti pasó junto a él y descendió la escalinata en dirección a su coche, que estaba aparcado justo enfrente de la catedral. Langdon esperaba que fuera a buscar un mapa.
Vittoria parecía entusiasmada.
—Así que el ángel señala hacia el suroeste... ¿No sabes qué iglesias hay en esa dirección?
—Los malditos edificios me tapan la vista. —Se volvió de nuevo hacia la plaza—. Y no conozco las iglesias de Roma suficientemente bie... —Se interrumpió de golpe.
La joven se sobresaltó.
—¿Qué sucede?
Langdon volvió a mirar la plaza. Ahora que estaba en lo alto de la escalinata, veía mejor los alrededores. Seguía sin ver nada con claridad, pero se dio cuenta de que iba bien encaminado. Levantó la mirada hacia el desvencijado andamio que se cernía sobre él. Tenía una altura de seis pisos y casi llegaba hasta el rosetón de la iglesia, muy por encima de los demás edificios de la plaza. Supo de inmediato lo que tenía que hacer.
Al otro lado de la plaza, Chinita Macri y Gunther Glick permanecían pegados al parabrisas de la furgoneta de la BBC.
—¿Lo estás grabando todo? —preguntó Glick.
Macri enfocó al hombre que estaba trepando por el andamio.
—Yo diría que va demasiado bien vestido para ponerse a jugar a Spiderman.
—¿Y quién es la señora Spidey?
Macri le echó un vistazo a la atractiva mujer que había al pie del andamio.
—Seguro que te gustaría averiguarlo.
—¿Crees que debería llamar a la editora?
—Todavía no. Sigamos observando. Será mejor que tengamos algo antes de admitir que hemos abandonado el cónclave.
—¿Crees que alguien ha matado a uno de esos vejestorios?
Chinita rio entre dientes.
—Ahora sí que irás al infierno.
—Y me llevaré conmigo mi Pulitzer.
CAPÍTULO 71
Cuanto más ascendía, menos estable le parecía a Langdon el andamio. Su vista de Roma, sin embargo, mejoraba a cada paso. Siguió trepando.
Alcanzó el último tramo respirando con mayor dificultad de la esperada. Se encaramó a la plataforma superior, se sacudió el yeso de la ropa y se puso en pie. La altura no le daba ningún miedo. De hecho, le resultaba vigorizante.
La vista era asombrosa. Resplandecientes bajo la puesta de sol escarlata, los tejados rojizos de Roma se extendían ante él como un océano de fuego. Desde allí pudo ver por primera vez en su vida las antiguas raíces de Roma más allá de la polución y el tráfico: la città di Dio, la ciudad de Dios.
Aguzando la mirada en dirección a la puesta de sol, Langdon escudriñó los tejados en busca de la aguja o el campanario de una iglesia. Por más que mirara al horizonte, sin embargo, no conseguía ver nada. «En Roma hay cientos de iglesias —pensó—. ¡Tiene que haber una al suroeste! Si es que es siquiera visible, claro está —se recordó—. ¡O si todavía está en pie!»