Langdon se volvió. Un anciano de pelo blanco con una sudadera en la que se leía COLLEGE PARIS le estaba haciendo señas. Recogió el frisbee y con mano experta se lo lanzó de vuelta. El anciano lo atrapó con un dedo y lo hizo rebotar varias veces antes de lanzárselo por encima del hombro a su colega.
—Merci! —le dijo a Langdon.
—Felicidades —dijo Kohler cuando finalmente él regresó a su lado—. Acaba de jugar al frisbee con un premio Nobel. Georges Charpak, inventor de la cámara proporcional de multihílos.
Langdon asintió. «Por lo visto, hoy es mi día de suerte.»
Tardaron tres minutos más en llegar a su destino, una amplia y cuidada residencia que descansaba en medio de un bosquecillo de álamos. Comparada con las demás, parecía de lujo. El letrero de piedra que había en la fachada rezaba EDIFICIO C.
«Qué original», se dijo Langdon.
A pesar de su anodino nombre, el Edificio C se ajustaba al estilo arquitectónico que le gustaba al profesor: conservador y sólido. Su fachada era de ladrillo rojo, tenía una balaustrada ornamentada y se hallaba enmarcado por unos setos simétricamente esculpidos. Al tomar el sendero de piedra en dirección a la entrada, pasaron por debajo de un pórtico formado por un par de columnas de mármol. En una de ellas alguien había pegado una nota adhesiva.
ESTA COLUMNA ES IÓNICA
«¿Un grafito de físicos?», pensó Langdon al ver la columna, y rio para sí.
—Me reconforta comprobar que incluso los grandes físicos cometen errores.
Kohler se volvió hacia él.
—¿Qué quiere decir?
—Quienquiera que haya escrito esa nota se ha equivocado, aparte de haberlo escrito mal. Esa columna no es jónica. La anchura de las columnas jónicas es uniforme. Ésa, en cambio, está ahusada. Es dórica, su equivalente griego. Se trata de una equivocación bastante habitual.
Kohler no sonrió.
—El autor pretendía hacer una broma, señor Langdon. «Iónica» se refiere a que contiene iones, partículas con carga eléctrica. Están presentes en la mayoría de los objetos.
Langdon volvió la cabeza para mirar la columna y dejó escapar un gruñido.
Todavía se sentía avergonzado cuando salió del ascensor a la última planta del Edificio C y siguió a Kohler por un elegante pasillo. La decoración, de estilo colonial francés, lo sorprendió: un diván de cerezo, jarrones de porcelana y carpintería tallada a mano.
—Queremos que nuestros científicos residentes se sientan a gusto —le explicó Kohler.
«Ya se nota», pensó Langdon.
—¿El hombre del fax se alojaba aquí arriba? ¿Era uno de sus empleados?
—Así es —asintió el director—. No había acudido a una reunión que tenía conmigo esta mañana ni tampoco contestaba a su busca, así que he venido a buscarlo y lo he encontrado muerto en su salón.
Langdon sintió un repentino escalofrío al darse cuenta de que estaba a punto de ver un cadáver. Era algo aprensivo, una debilidad que había descubierto cuando era estudiante de arte y el profesor explicó a la clase que Leonardo da Vinci había obtenido sus conocimientos de la anatomía humana exhumando cadáveres y diseccionando la musculatura.
Kohler lo condujo hasta el final del pasillo, en el que sólo había una puerta.
—El penthouse, que dirían ustedes —anunció Kohler secándose una gota de sudor de la frente.
Langdon observó la solitaria puerta de roble que tenía ante sí. La placa decía:
LEONARDO VETRA
—Leonardo Vetra habría cumplido cincuenta y ocho años la semana que viene —explicó Kohler—. Era uno de los científicos más brillantes de nuestra época. Su muerte supone una gran pérdida para la ciencia.
Por un instante, Langdon creyó advertir un atisbo de emoción en el severo rostro del director. Pero tan pronto como apareció, ésta volvió a desaparecer. Kohler sacó un gran llavero de su bolsillo y empezó a buscar la llave.
Entonces Langdon reparó en algo extraño: el edificio parecía estar desierto.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó. No esperaba esa falta de actividad, teniendo en cuenta que estaban a punto de entrar en la escena de un crimen.
—Los residentes están en sus laboratorios —respondió Kohler, que por fin había encontrado la llave.
—Me refiero a la policía —le aclaró él—. ¿Ya se ha marchado?
Kohler se detuvo un momento con la llave suspendida en el aire, a medio camino de la cerradura.
—¿La policía?
Los ojos de Langdon se toparon con los suyos.
—La policía. El fax que me ha enviado mostraba un homicidio. Imagino que habrá llamado a la policía...
—Desde luego que no.
—¿Cómo dice?
La mirada de Kohler se endureció.
—Se trata de una situación algo compleja, señor Langdon.
Él sintió una oleada de aprensión.
—Pero... alguien más estará al tanto, ¿no?
—Sí, claro. La hija adoptiva de Leonardo. También trabaja en el CERN. Ella y su padre compartían laboratorio. Eran colaboradores. La señorita ha estado toda la semana fuera, realizando una investigación de campo. Le he informado de la muerte de su padre, y en estos momentos se encuentra de camino.
—Pero un hombre ha sido asesi...
—A su debido tiempo se llevará a cabo una investigación formal —repuso Kohler con firmeza—. Sin embargo, eso es algo que sin duda implicará el registro del laboratorio de Vetra, un lugar que él y su hija consideraban privado. Por lo tanto, no se hará hasta que la señorita Vetra haya regresado. Siento que le debo al menos esta mínima muestra de discreción.
Kohler hizo girar la llave.
Al abrirse la puerta, una sibilante ráfaga de aire helado salió al pasillo e impactó en el rostro de Langdon. Desconcertado, dio un paso atrás. Se encontraba en el umbral de un mundo extraño. El apartamento que tenía ante sí estaba inmerso en una niebla blanca y espesa que formaba humeantes vórtices alrededor de los muebles y envolvía la habitación en una bruma opaca.
—¿Qué demonios...? —tartamudeó.
—Refrigeración de freón —respondió Kohler—. He congelado el apartamento para preservar el cadáver.
Langdon se abrochó la americana de tweed para protegerse del frío. «Estoy en Oz —se dijo—. Y he olvidado mis zapatillas mágicas.»
CAPÍTULO 9
La escena que Langdon se encontró era espantosa. El difunto Leonardo Vetra yacía de espaldas, totalmente desnudo, y tenía la piel de un gris azulado. De su cuello sobresalían algunos huesos rotos, y tenía la cabeza completamente vuelta del revés, mirando en la dirección equivocada. El rostro, apoyado contra el suelo, quedaba oculto. El hombre yacía en un charco congelado de su propia orina, y el vello que rodeaba sus marchitos genitales estaba recubierto de escarcha.
Intentando reprimir una oleada de náusea, Langdon dirigió la mirada hacia el pecho de la víctima. Aunque había examinado la simétrica herida una docena de veces en el fax, la quemadura resultaba infinitamente más sobrecogedora en la realidad. La carne chamuscada había quedado claramente delineada y el símbolo podía leerse a la perfección.
Langdon se preguntó si el intenso frío que ahora recorría su cuerpo se debía al aire acondicionado o a su asombro ante el significado de lo que estaba contemplando.
El corazón comenzó a latirle con fuerza cuando rodeó el cuerpo y leyó la palabra al revés, confirmando de nuevo su perfecta simetría. El símbolo parecía todavía más irreal ahora que lo tenía delante.
—¿Señor Langdon?