Olivetti parecía enojado.
—¿Una baldosa?
—Sí, señor. Una baldosa de mármol incrustada en la plaza, en la base del monolito. Aunque no es rectangular: es una elipse. Y en ella está tallada la imagen de una ráfaga de viento. —Se detuvo un momento—. Es decir, aire, si nos ponemos en plan científico.
Asombrado, Langdon se quedó mirando fijamente al joven soldado.
—¡Un relieve! —exclamó de repente.
Todo el mundo se volvió hacia él.
—¡Un relieve —explicó el profesor— también es una escultura!
«La escultura es el arte de moldear figuras en tres dimensiones y también en relieve.» Había escrito esa definición en las pizarras de las aulas durante años. En esencia, los relieves eran esculturas bidimensionales, como el perfil de Abraham Lincoln en las monedas de un centavo. Los medallones de Bernini que había en la capilla Chigi eran otro ejemplo perfecto.
—Un bassorilievo? —preguntó el guardia utilizando el término italiano.
—¡Sí! ¡Un bajorrelieve! —Langdon golpeó el capó con los nudillos—. ¡No estaba pensando en esos términos! ¡Esa baldosa en la plaza de San Pedro de la que está hablando es el West Ponente! También se la conoce como Respiro di Dio.
—¿El aliento de Dios?
—¡Sí! ¡Aire! ¡Y fue tallada y colocada ahí por el arquitecto original!
Vittoria parecía confusa.
—Pero yo pensaba que la basílica de San Pedro la había diseñado Miguel Ángel.
—¡La basílica, sí! —exclamó él, exultante—. Pero ¡la plaza de San Pedro fue diseñada por Bernini!
Cuando la caravana de Alfa Romeo salió a toda velocidad de la piazza del Popolo, todo el mundo estaba demasiado apurado para advertir que una furgoneta de la BBC arrancaba y empezaba a seguirlos.
CAPÍTULO 73
Gunther Glick pisó a fondo el acelerador de la furgoneta y, esquivando el tráfico como podía, intentó no perder de vista a los cuatro Alfa Romeo que en ese momento cruzaban el río Tíber por el ponte Regina Margherita. Normalmente, Glick habría procurado mantener una distancia prudencial, pero ese día apenas podía seguir el ritmo. Aquellos tipos tenían prisa.
Macri estaba sentada en su área de trabajo de la parte trasera del vehículo, finalizando una llamada telefónica con Londres. Tras colgar le gritó a Glick por encima del ruido del tráfico:
—¿Quieres antes las malas o las buenas noticias?
Él frunció el entrecejo. Las cosas nunca eran fáciles con la oficina central.
—Las malas.
—A los de redacción no les ha sentado muy bien que hayamos abandonado nuestro puesto.
—Qué sorpresa.
—También creen que tu soplo es un fraude.
—Por supuesto.
—Y la jefa me ha advertido de que cuelgas de un hilo.
Glick hizo una mueca.
—Fantástico. ¿Y las buenas noticias?
—Han accedido a echar un vistazo a las imágenes que acabamos de grabar.
Glick notó que su mueca se suavizaba y se transformaba en una sonrisa. «Ya veremos quién cuelga de un hilo.»
—Pues envíaselas.
—No puedo realizar la transmisión hasta que nos detengamos y pueda conectar con el satélite.
Glick tomó la via Cola di Rienzo.
—Ahora no puedo parar.
Giró bruscamente a la izquierda para rodear la piazza del Risorgimento y no perder de vista a los Alfa Romeo. Macri tuvo que sostener su equipo informático para que no volcara.
—Como rompas mi transmisor —le advirtió—, tendremos que llevar las imágenes a Londres a pie.
—Aguanta un poco más, cariño. Algo me dice que estamos a punto de llegar.
Ella levantó la mirada.
—¿Adónde?
Glick contempló la familiar cúpula que se alzaba ante ellos. Sonrió.
—Al lugar donde todo ha empezado.
Los cuatro Alfa Romeo se abrieron paso hábilmente por el tráfico que rodeaba la plaza de San Pedro. Allí se separaron y se dispersaron a lo largo del perímetro de la piazza para que los hombres descendieran en unos puntos concretos. Los guardias desaparecieron rápidamente entre la muchedumbre de turistas y los vehículos de los medios de comunicación. Otros se internaron en el bosque de columnas que rodeaba la plaza. También ellos parecieron evaporarse. Mientras Langdon los observaba por el parabrisas, sintió como si un nudo se estuviera cerrando alrededor de San Pedro.
Además de esos hombres, el comandante Olivetti había hablado previamente por radio con el Vaticano para que enviaran guardias de paisano al centro de la plaza, al lugar en el que se encontraba el West Ponente de Bernini. Al contemplar el amplio espacio abierto de la plaza de San Pedro, una pregunta ya familiar atosigó a Langdon: «¿Cómo piensa salirse con la suya el asesino de los illuminati? ¿Cómo lo hará para meter a un cardenal en medio de toda esta gente y asesinarlo a la vista de todo el mundo?». Consultó la hora en su reloj de Mickey Mouse. Eran las 20.54. Faltaban seis minutos.
Desde el asiento delantero, Olivetti se volvió hacia él y Vittoria.
—Quiero que se dirijan a ese ladrillo, baldosa o lo que sea de Bernini. Lo mismo de antes: son turistas. Usen el móvil si ven algo.
Antes de que Langdon pudiera responder, Vittoria ya lo había cogido de la mano y lo estaba sacando del coche.
El sol primaveral se estaba poniendo por detrás de la basílica de San Pedro. La enorme sombra que proyectaba era cada vez más grande y ya cubría casi toda la piazza. Langdon sintió un ominoso escalofrío cuando Vittoria y él se internaron en la fría y oscura sombra. Mientras serpenteaba por entre la multitud, el profesor escudriñaba cada rostro con el que se cruzaba, preguntándose si el asesino estaría entre ellos. Podía notar la calidez de la mano de Vittoria.
Al cruzar la vasta extensión de la plaza de San Pedro, Langdon sintió exactamente el mismo efecto que le habían encargado provocar a Bernini: «Despertar la humildad de todo aquel que entrara en ella». Sin duda Langdon se sentía humilde. «Humilde y hambriento», pensó, sorprendido porque se le ocurriera algo tan mundano en un momento como ése.
—¿Al obelisco? —dijo Vittoria.
Él asintió y torció hacia la izquierda.
—¿Qué hora es? —preguntó ella mientras apretaba disimuladamente el paso.
—Faltan cinco minutos.
La joven no dijo nada, pero él notó que le presionaba la mano con más fuerza. Todavía llevaba la pistola. Esperaba que Vittoria no decidiera que la necesitaban. No la imaginaba empuñando un arma en medio de la plaza de San Pedro y reventándole las rodillas a un asesino ante la mirada de los medios de comunicación del mundo entero. Aunque, claro está, un incidente como ése no sería nada en comparación con un cardenal marcado y asesinado.
«Aire —pensó—. El segundo elemento de la ciencia.» Intentó visualizar mentalmente la marca. El método empleado para el asesinato. Volvió a examinar la vasta extensión de granito bajo sus pies, un desierto abierto rodeado por la Guardia Suiza. Si el hassassin realmente se atrevía a llevar a cabo su fechoría, a Langdon no se le ocurría cómo se las arreglaría para escapar.
En el centro de la plaza se alzaba el obelisco egipcio de casi trescientas veinte toneladas que había mandado traer Calígula. El extremo de la pirámide se encontraba a veinticinco metros de altura y estaba rematado por una cruz hueca de hierro. Los últimos rayos de sol se reflejaban en ella y ésta parecía brillar como por arte de magia. Se decía que contenía restos de la cruz en la que Jesucristo fue crucificado.
Dos fuentes flanqueaban el obelisco. La simetría era perfecta: como bien sabían los historiadores del arte, las fuentes señalaban los puntos focales geométricos de la piazza elíptica, una rareza arquitectónica que Langdon no había considerado hasta ese día. De repente, parecía que Roma estaba repleta de elipses, pirámides y demás elementos geométricos desconcertantes.