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Langdon se quedó paralizado. Sentía una mezcla de náusea y asombro. El símbolo era de una sencillez aterradora.

—Aire —dijo Vittoria—. Es... él.

De la nada aparecieron unos guardias suizos que comenzaron a gritar órdenes y a correr de un lado a otro tras el asesino invisible.

Cerca de allí, un turista explicaba que hacía sólo unos minutos un hombre de piel oscura había sido muy amable al ayudar a ese pobre indigente a cruzar la plaza. Incluso se había sentado un momento en la escalera con él antes de volver a desaparecer entre la multitud.

Vittoria arrancó el resto de los harapos que cubrían el abdomen del hombre. Tenía dos profundas heridas, una a cada lado de la marca, justo por debajo de la caja torácica. Le echó la cabeza hacia atrás y empezó a practicarle el boca a boca. Langdon no estaba preparado para lo que sucedió entonces. Al soplar Vittoria, las heridas que el hombre tenía a cada costado sisearon y, como si del espiráculo de una ballena se tratara, de cada una de ellas salió despedido un chorro de sangre. El líquido salado alcanzó a Langdon en la cara.

Vittoria se detuvo de pronto, horrorizada.

—Los pulmones —tartamudeó—. Se los han... agujereado.

Él se limpió los ojos y observó las dos perforaciones. Los agujeros gorgotearon. Los pulmones del cardenal estaban destrozados. Había fallecido.

La joven cubrió el cuerpo al tiempo que la Guardia Suiza llegaba al lugar.

Desorientado, Langdon se puso en pie y, al hacerlo, la vio. La mujer que había estado siguiéndolos se encontraba acuclillada a poca distancia. Llevaba la cámara al hombro y estaba grabando. Langdon y ella cruzaron la mirada, e, inmediatamente, él supo que lo había filmado todo. Entonces, cual gato, salió disparada.

CAPÍTULO 76

Chinita Macri huyó a toda velocidad. Tenía la historia de su vida.

La videocámara le pesaba como un ancla mientras cruzaba la plaza de San Pedro, abriéndose paso entre la muchedumbre. Todo el mundo parecía moverse en dirección contraria, hacia el alboroto. Macri, en cambio, intentaba alejarse todo lo posible. El hombre de la americana de tweed la había visto, y ahora tenía la sensación de que otros hombres que no podía ver iban tras ella.

Todavía estaba horrorizada por las imágenes que había grabado. Se preguntó si el hombre muerto era quien temía. De repente, el misterioso contacto telefónico de Glick parecía estar menos loco.

Mientras corría en dirección a la furgoneta de la BBC, un hombre con aspecto militar emergió de la multitud, cortándole el paso. Sus ojos se encontraron, y ambos se detuvieron. Rápidamente, él cogió su radio y habló a través de ella. Luego empezó a correr en su dirección. Macri dio media vuelta y regresó sobre sus pasos. El corazón le latía con fuerza.

En cuanto estuvo en medio de la masa de brazos y piernas, extrajo la cinta de vídeo de la cámara. «Oro en celuloide», pensó mientras se metía la cinta por debajo de la cintura del pantalón para esconderla en su trasero, bajo los faldones de su chaqueta. Por una vez se alegró de estar un poco rellenita. «¿Dónde diantre estás, Glick?»

A su izquierda apareció otro soldado. Macri sabía que le quedaba poco tiempo. De nuevo se mezcló con la multitud. Extrajo una cinta virgen de su maletín y la metió en la cámara. Luego rezó.

A treinta metros de la furgoneta de la BBC, dos hombres se materializaron de repente delante de ella, cortándole el paso con los brazos cruzados.

—La cinta —dijo uno—. Ahora.

Macri retrocedió y rodeó la cámara con los brazos como si quisiera protegerla.

—Ni hablar.

Uno de los hombres desabrochó su americana y le mostró el arma que portaba.

—Dispáreme —ordenó Macri, sorprendida por el atrevimiento de su voz.

—La cinta.

«¿Dónde diablos está Glick?» Chinita dio una patada en el suelo y gritó tan alto como pudo:

—¡Soy cámara profesional de la BBC! ¡De acuerdo con el artículo 12 de la Ley de Libertad de Prensa, esta cinta es propiedad de la British Broadcasting Corporation!

Los hombres ni siquiera se inmutaron. El del arma dio un paso hacia ella.

—Y yo soy teniente de la Guardia Suiza y, de acuerdo con la doctrina sagrada que rige la propiedad en la que ahora se encuentra, podemos registrarla y confiscarle lo que creamos conveniente.

A su alrededor estaba empezando a congregarse gente.

—Bajo ninguna circunstancia le entregaré la cinta de esta cámara sin hablar antes con mi editor de Londres. Le sugiero que...

Los guardias la interrumpieron. Uno le arrebató la cámara de las manos. El otro la cogió del brazo y tiró de ella en dirección al Vaticano.

Grazie —dijo mientras la conducía entre la multitud.

Macri rezó para que no la registraran y le encontraran la cinta. Si de algún modo conseguía protegerla el tiempo suficiente para...

De repente sucedió lo impensable. Notó que alguien le tocaba por debajo del abrigo y le quitaba la cinta de vídeo. Rápidamente dio media vuelta, pero se tragó las palabras. Detrás de ella, un Gunther Glick sin resuello le guiñó el ojo y volvió a desaparecer entre la gente.

CAPÍTULO 77

Robert Langdon entró con paso tambaleante en el cuarto de baño privado contiguo al despacho del papa. Se limpió la sangre del rostro y los labios. No era suya, sino del cardenal Lamassé, que acababa de morir de un modo horrible en medio de la plaza de San Pedro. «Sacrificio de vírgenes en los altares de la ciencia.» Hasta el momento, el hassassin había cumplido con su amenaza.

Sintiéndose impotente, Langdon se miró al espejo. Tenía ojeras, y la sombra de una incipiente barba empezaba a oscurecer sus mejillas. El cuarto de baño era inmaculado y lujoso: mármol negro con acabados de oro, toallas de algodón y jabones de mano perfumados.

Intentó borrar de su mente la sangrienta marca que acababa de ver. Aire. La imagen se le había quedado grabada en el cerebro. Desde que se había despertado esa mañana había visto ya tres ambigramas..., y sabía que todavía quedaban dos más.

Fuera, oyó que Olivetti, el camarlengo y el capitán Rocher debatían qué hacer a continuación. Al parecer, de momento la búsqueda de la antimateria no había dado resultados. O los guardias no habían conseguido ver el contenedor, o el intruso había conseguido infiltrarse en el Vaticano más de lo que el comandante Olivetti estaba dispuesto a admitir.

Langdon se secó la cara y las manos. Luego se volvió y buscó un urinario. No había ninguno. Sólo una taza. Levantó la tapa.

Mientras permanecía de pie con el cuerpo en tensión, lo invadió una mareante oleada de cansancio. Las emociones que se anudaban en su pecho eran muchas e incongruentes. Estaba recorriendo el Sendero de la Iluminación completamente agotado, hambriento, falto de sueño y traumatizado por dos brutales asesinatos. De repente sintió un profundo temor ante el posible desenlace de ese drama.

«Piensa», se dijo, pero tenía la mente en blanco.

Al tirar de la cadena se dio cuenta de una cosa. «Éste es el retrete del papa —pensó—. Acabo de mear en el retrete del papa. —Rio entre dientes—. El trono sagrado.»

CAPÍTULO 78

En Londres, una técnica de la BBC extrajo una cinta de vídeo de la unidad de recepción vía satélite y cruzó a toda velocidad la sala de control. Irrumpió en la oficina del editor jefe, metió la cinta en su reproductor de vídeo y lo puso en marcha.

Mientras veían las imágenes, le contó a su superior la conversación que había mantenido con Gunther Glick. Además, los archivos de la BBC acababan de confirmarle la identidad de la víctima de la plaza de San Pedro.