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El editor jefe salió de su oficina agitando una campana. Todo el mundo en la redacción se volvió hacia él.

—¡Salimos en directo dentro de cinco minutos! —exclamó—. ¡Presentadores, preparados! ¡Coordinadores de medios, llamad a vuestros contactos! ¡Tenemos un reportaje a la venta!

Los coordinadores de medios se abalanzaron sobre sus agendas electrónicas.

—¿Duración? —preguntó uno.

—Treinta segundos —respondió el jefe.

—¿Contenido?

—Homicidio en directo.

Los coordinadores parecieron animarse.

—¿Tarifa de licencia y uso?

—Un millón de dólares por cabeza.

Todas las cabezas se alzaron.

—¡¿Cómo?!

—¡Ya me habéis oído! ¡Quiero las principales cadenas: CNN, MSNBC y las tres grandes! Mostradles un avance y dadles cinco minutos para decidirse antes de que nosotros lo emitamos.

—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó alguien—. ¿Es que han desollado al primer ministro en directo?

El jefe negó con la cabeza.

—Algo aún mejor.

En ese mismo instante, en algún lugar de Roma, el hassassin disfrutaba de un breve momento de descanso en un cómodo sillón. Aprovechó para admirar la legendaria cámara en la que se encontraba. «Estoy sentado en la Iglesia de la Iluminación —pensó—. La guarida de los illuminati.» No podía creer que todavía siguiera en pie después de tantos siglos.

A su debido momento llamó al reportero de la BBC con el que había hablado antes. Había llegado la hora. El mundo todavía no había oído la noticia más espantosa de todas.

CAPÍTULO 79

Vittoria Vetra dio un sorbo a un vaso de agua y mordisqueó distraídamente uno de los bollos que acababa de servirle un guardia suizo. Sabía que debía comer, pero no tenía apetito. Había mucho ajetreo en el despacho del papa. Tensas conversaciones resonaban en sus paredes. El capitán Rocher, el comandante Olivetti y media docena de guardias evaluaban la situación y debatían cuál debía ser el siguiente paso.

Robert Langdon permanecía de pie junto a la ventana, observando la plaza de San Pedro. Parecía abatido. Vittoria se acercó a él.

—¿Alguna idea?

Él negó con la cabeza.

—¿Un bollo?

Su expresión pareció iluminarse ante la perspectiva de comer algo.

—Claro. Gracias.

Langdon lo devoró.

Todas las conversaciones se apagaron de golpe cuando el camarlengo Ventresca entró escoltado por dos guardias suizos. Si antes ya se lo veía consumido, ahora parecía directamente vacío.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó el camarlengo a Olivetti. A juzgar por su expresión, parecía estar ya al corriente de la peor parte.

El comunicado oficial de Olivetti sonó como un parte de bajas tras una batalla. Expuso los hechos con monótona eficiencia.

—El cadáver del cardenal Ebner ha sido hallado poco después de las ocho. Lo habían estrangulado y marcado a fuego con un ambigrama de la palabra «Tierra». El cardenal Lamassé ha sido asesinado en la plaza de San Pedro hace diez minutos. Ha muerto a causa de unas perforaciones en el pecho. Lo han marcado con el ambigrama de la palabra «Aire». En ambas ocasiones, el asesino ha escapado.

El camarlengo cruzó la sala y se sentó pesadamente al escritorio del papa. Inclinó la cabeza.

—Los cardenales Guidera y Baggia, no obstante, siguen con vida —añadió Olivetti.

Ventresca alzó la cabeza de golpe con expresión dolorida.

—¿Es ése nuestro consuelo? Dos cardenales han sido asesinados, comandante. Y está claro que a los otros dos no les queda mucho tiempo de vida, a no ser que los encuentren.

—Los encontraremos —aseguró Olivetti—. Estoy convencido.

—¿Convencido? Hasta el momento hemos fracasado.

—No estoy de acuerdo. Hemos perdido dos batallas, signore, pero estamos ganando la guerra. Los illuminati pretendían convertir el día de hoy en un circo mediático. Hasta el momento hemos frustrado sus planes. Los cadáveres de ambos cardenales han sido recuperados sin incidentes. Además —prosiguió Olivetti—, el capitán Rocher me ha dicho que está haciendo grandes progresos en la búsqueda de la antimateria.

El capitán Rocher, con boina roja, dio un paso adelante. A Vittoria le parecía que, en cierto modo, su aspecto era más humano que el de los demás guardias; igual de severo pero no tan rígido. Su voz era emocional y cristalina, como la de un violín.

—Confío en que podamos entregarle el contenedor dentro de una hora, signore.

—Capitán —dijo el camarlengo—, discúlpeme si no soy tan optimista, pero tenía entendido que la búsqueda en el Vaticano llevaría más tiempo del que disponemos.

—Una búsqueda completa, sí. Sin embargo, tras evaluar nuestra situación, estoy seguro de que el contenedor de antimateria está localizado en una de nuestras zonas blancas. Es decir, las accesibles a las visitas guiadas, como por ejemplo los museos y la basílica de San Pedro. Ya hemos cortado el suministro eléctrico en esas zonas y estamos procediendo a su exploración.

—¿Acaso pretende buscar únicamente en un pequeño porcentaje de la Ciudad del Vaticano?

—Sí, signore. Es altamente improbable que el intruso haya conseguido acceder a las zonas más recónditas del Vaticano. El hecho de que la cámara de seguridad fuera robada en una zona de acceso público (la escalera de uno de los museos) implica claramente que el acceso del intruso era limitado. Creemos, pues, que debe de haber escondido la cámara y la antimateria en otra zona de acceso público. Así que es en esas zonas donde hemos decidido intensificar nuestra búsqueda.

—Pero el intruso ha secuestrado a cuatro cardenales. Eso sin duda implica un grado de infiltración más profundo de lo que habíamos pensado.

—No necesariamente. Hemos de tener en cuenta que los cardenales se han pasado la mayor parte del día en los Museos Vaticanos y en la basílica de San Pedro, disfrutando de esas zonas sin el gentío que suele haber en ellas. Lo más probable, pues, es que los cardenales fueran secuestrados allí.

—Pero ¿cómo han conseguido sacarlos del Vaticano?

—Eso todavía lo estamos estudiando.

—Ya veo. —El camarlengo exhaló un suspiro y se puso en pie. Se acercó a Olivetti—. Comandante, me gustaría oír su plan de contingencia para realizar una evacuación.

—Todavía lo estamos preparando, signore. Pero estoy convencido de que antes de llegar a eso el capitán Rocher encontrará el contenedor.

Rocher hizo chocar los talones de sus botas entre sí, como apreciando el voto de confianza.

—Mis hombres ya han registrado dos tercios de las zonas blancas. Nuestro grado de confianza es elevado.

El camarlengo no parecía compartir esa confianza.

En ese momento, el guardia con una cicatriz bajo el ojo cruzó la puerta con una carpeta y un plano. Se dirigió hacia Langdon.

—¿Señor Langdon? Traigo la información que había pedido sobre el West Ponente.

Langdon terminó de tragarse el bollo.

—Muy bien. Echémosle un vistazo.

Los demás siguieron hablando mientras Vittoria se acercaba a Robert y al guardia. Habían desplegado el plano sobre el escritorio del papa.

El soldado señaló la plaza de San Pedro.

—Aquí es donde nos encontramos ahora. La línea central del West Ponente señala al este, directamente en sentido opuesto al Vaticano. —El guardia trazó una línea con el dedo desde la plaza de San Pedro hasta el corazón de la vieja Roma, pasando por encima del río Tíber—. Como pueden comprobar, la línea cruza casi toda Roma. Hay unas veinte iglesias católicas situadas a escasa distancia.