Aturdida, pasó por delante de otras salas. Todas estaban repletas. Recordó la llamada del Vaticano que Kohler había recibido horas antes. ¿Mera coincidencia? Quizá. El Vaticano llamaba de vez en cuando como gesto de cortesía antes de publicar mordaces comunicados de condena a las investigaciones del CERN (el último, a causa de sus descubrimientos en nanotecnología, un campo que la Iglesia denunciaba por sus relaciones con la ingeniería genética). Al CERN no le importaba. Invariablemente, pocos minutos después de las críticas del Vaticano, Kohler empezaba a recibir llamadas de compañías de inversión interesadas en obtener la patente del nuevo descubrimiento. «No existe eso que llaman mala prensa», solía decir el director.
Sylvie se preguntó si debería enviar un mensaje al busca de Kohler, dondequiera que se encontrara, y decirle que encendiera el televisor. ¿Le importaría el asunto? ¿Se habría enterado ya? Por supuesto que sí. Seguramente estaba grabando todo el reportaje con su pequeña videocámara, sonriendo por primera vez ese año.
Más adelante, la secretaria encontró finalmente una sala donde los ánimos estaban más calmados. Allí, el ambiente era casi melancólico. Los científicos que estaban viendo las noticias se contaban entre los de mayor edad y más respetados del lugar. Ni siquiera levantaron la mirada cuando Sylvie entró y tomó asiento.
Al otro lado del CERN, en el glacial apartamento de Leonardo Vetra, Maximilian Kohler había terminado de leer el diario encuadernado en piel que había cogido de la mesilla de noche del científico asesinado. Ahora estaba viendo las noticias. Al cabo de unos minutos volvió a dejar el diario en su lugar, apagó el televisor y salió del apartamento.
Lejos de allí, en la Ciudad del Vaticano, el cardenal Mortati llevó otra bandeja de papeletas a la chimenea de la capilla. Las quemó, y el humo volvió a ser negro.
Dos votaciones. Seguían sin papa.
CAPÍTULO 83
Las linternas no eran rival para la cerrada negrura de la basílica de San Pedro. La oscuridad se cernía sobre sus cabezas como una noche sin estrellas, y Vittoria sintió que el vacío se extendía a su alrededor como un océano desolado. Se mantenía lo más cerca posible de los guardias suizos y el camarlengo. En lo alto, una paloma arrulló y salió volando.
Como advirtiendo su malestar, el camarlengo se acercó a ella y le rodeó el hombro con un brazo. Vittoria sintió una fuerza tangible, como si el sacerdote estuviera transfiriéndole por arte de magia la tranquilidad que necesitaba para hacer lo que estaban a punto de hacer.
«¡Esto es una locura!», pensó la joven.
Y, sin embargo, a pesar de su impiedad y su inevitable horror, sabía que la tarea que los aguardaba era ineludible. Las graves decisiones que debía tomar el camarlengo requerían información..., información sepultada en un sarcófago que se hallaba en las grutas vaticanas. Vittoria se preguntó qué encontrarían allí. «¿Han asesinado los illuminati al papa? ¿Tan lejos llega su poder? ¿De verdad estoy a punto de llevar a cabo la primera autopsia papal?»
Le pareció irónico sentir más aprensión en esa iglesia a oscuras de la que sentía nadando de noche cerca de una barracuda. La naturaleza era su refugio. Comprendía la naturaleza; eran las cuestiones espirituales las que la desconcertaban. Imágenes de bancos de peces asesinos en la oscuridad conjuraron otras de la prensa agolpándose fuera. Y la visión en el televisor de los cuerpos marcados a fuego le recordó al cadáver de su padre..., y la desagradable risa del asesino. Un asesino que estaba en algún lugar allí fuera. Vittoria pudo sentir cómo la ira ahogaba el miedo.
Al rodear una columna —cuya circunferencia era más gruesa que la mayor secuoya que pudiera imaginar—, vio ante sí un resplandor anaranjado. La luz parecía emanar del suelo en el centro de la basílica. Cuando estuvo más cerca entendió de qué se trataba. Era el famoso santuario situado bajo el altar mayor, la suntuosa cámara subterránea que contenía las reliquias más sagradas del Vaticano. Al llegar a la verja que rodeaba la hondonada, Vittoria vio el cofre dorado rodeado de lámparas de aceite.
—¿Los huesos de san Pedro? —preguntó, a pesar de que sabía bien que así era. Todos aquellos que visitaban la basílica sabían lo que contenía ese féretro dorado.
—En realidad, no —dijo el camarlengo—. Se trata de una equivocación muy común. Eso no es un relicario. La caja contiene pallia, los fajines tejidos que el papa les entrega a los cardenales cuando son elegidos.
—Pero yo pensaba...
—Como todo el mundo. Las guías dicen que aquí se encuentra la tumba de san Pedro, pero en realidad ésta se encuentra dos pisos bajo tierra. El Vaticano la excavó en la década de 1940. No se le permite la entrada a nadie.
Vittoria se quedó estupefacta. Mientras se alejaban del fulgor anaranjado y se internaban de nuevo en la oscuridad, pensó en las historias que había oído de peregrinos que viajaban miles de kilómetros para contemplar ese arcón dorado, creyendo que estaban en presencia de los restos de san Pedro.
—¿No debería el Vaticano explicárselo a la gente?
—Todos nos beneficiamos de la sensación de contacto con la divinidad..., aunque sólo sea imaginaria.
Como científica, Vittoria no discutió la lógica de esa afirmación. Había leído incontables estudios sobre el efecto placebo, como aspirinas que curaban el cáncer a gente que creía estar usando un medicamento milagroso. ¿Qué era si no la fe?
—Los cambios no se nos dan muy bien aquí, en el Vaticano —dijo el camarlengo—. Admitir nuestros errores pasados o modernizarnos son cosas que históricamente evitamos. Su santidad estaba intentando modificar eso. —Se detuvo un momento—. Pretendía abrirse al mundo moderno, buscar nuevos caminos para encontrar a Dios.
La joven asintió en la oscuridad.
—¿Como la ciencia?
—Para ser honesto, la ciencia me parece irrelevante.
—¿Irrelevante? —A ella se le ocurrían muchas palabras para describir la ciencia, pero en el mundo moderno «irrelevante» no parecía una de ellas.
—La ciencia puede curar o puede matar. Depende del alma de la persona que la emplea. Es el alma lo que a mí me interesa.
—¿Cuándo sintió su vocación?
—Antes de nacer.
Ella se lo quedó mirando.
—Lo siento. Siempre me ha parecido una pregunta algo extraña. Lo que quiero decir es que he sabido que serviría a Dios desde niño. Desde el momento en que tuve uso de razón. Pero no fue hasta que estuve en el ejército cuando comprendí finalmente mi propósito.
A Vittoria le sorprendió.
—¿Estuvo usted en el ejército?
—Dos años. Me negué a disparar ninguna arma, así que en vez de eso me hicieron volar. Helicópteros de evacuación médica. De hecho, todavía piloto de vez en cuando.
Intentó pensar en el joven sacerdote pilotando un helicóptero. Curiosamente, se lo imaginaba manejando los controles a la perfección. El camarlengo Ventresca poseía un valor que parecía acentuar su convicción en vez de nublarla.
—¿Alguna vez ha transportado al papa?
—Oh, no. Ese delicado cargamento se lo dejamos a los profesionales. Aunque, a veces, su santidad me dejaba pilotar el helicóptero a nuestro retiro de Castel Gandolfo. —Se detuvo un momento y la miró—. Señorita Vetra, gracias por su ayuda. Lamento mucho lo de su padre, de verdad.
—Gracias.
—Yo nunca conocí a mi padre. Murió antes de que naciera. Y perdí a mi madre cuando tenía diez años.