Ella levantó la mirada.
—¿Se quedó huérfano? —La joven sintió un repentino vínculo entre ambos.
—Sobreviví a un accidente. Un accidente que a mi madre le costó la vida.
—¿Quién se hizo cargo de usted?
—Dios —dijo el camarlengo—. Literalmente, me envió otro padre. Un obispo de Palermo apareció en el hospital donde me encontraba y me acogió. En su momento no me sorprendió. Había sentido la mano vigilante de Dios ya desde pequeño. La aparición del obispo simplemente confirmó lo que siempre había sospechado: de algún modo, el Señor me había elegido para servirle.
—¿Creyó que Dios lo había elegido?
—Sí. Y aún lo creo. —No había rastro de presunción en la voz del camarlengo, sólo gratitud—. Trabajé muchos años bajo la tutela del obispo. Con el tiempo lo nombraron cardenal. Aun así, nunca se olvidó de mí. Él es el padre que recuerdo. —El haz de una linterna iluminó el rastro de Ventresca, y Vittoria pudo advertir la soledad que transmitían sus ojos.
El grupo llegó a los pies de una alta columna, y las luces de sus linternas convergieron en una abertura del suelo. Vittoria bajó la mirada hacia la escalera que descendía al vacío y de repente quiso dar media vuelta. Rápidamente, los guardias ayudaron a bajar al camarlengo. Luego le tocó el turno a ella.
—¿Qué fue de él? —preguntó mientras descendían, procurando mantener un tono de calma—. Me refiero al cardenal que lo acogió.
—Dejó el Colegio Cardenalicio para pasar a ocupar otro cargo.
Vittoria se sorprendió.
—Y luego, lamentablemente, falleció.
—Le mie condoglianze —dijo Vittoria—. ¿Hace mucho?
Ventresca se volvió. Las sombras acentuaban el dolor que se traslucía en su rostro.
—Hace exactamente quince días. Ahora mismo vamos a verlo.
CAPÍTULO 84
La iluminación era tenue en el interior de la cámara de los archivos. El cubículo era mucho más pequeño que el anterior en el que había estado Langdon. «Menos aire, menos tiempo.» Debería haberle pedido a Olivetti que encendiera el dispositivo de regeneración del aire interior.
Localizó rápidamente la sección en la que se encontraban los registros de Belle arti. No tenía pérdida. Ocupaban al menos ocho estanterías. La Iglesia católica poseía millones de piezas repartidas por todo el mundo.
Langdon revisó los estantes en busca de Gian Lorenzo Bernini. Empezó su búsqueda en la parte baja de la primera estantería, en el punto donde creía que empezaría la B. Tras experimentar un momento de pánico, se dio cuenta de que, para su consternación, los registros no estaban ordenados alfabéticamente. «¿Por qué no me sorprende?»
No fue hasta que volvió al principio de la colección y se subió a una escalerilla para acceder a la parte superior de la estantería cuando comprendió cuál era la organización de la cámara. Precariamente encaramado a los estantes superiores, finalmente encontró los registros más voluminosos, los que pertenecían a los maestros del Renacimiento: Miguel Ángel, Rafael, Leonardo, Botticelli... Descubrió entonces que los registros estaban dispuestos según el valor monetario de la colección de cada artista. Entre los de Rafael y Miguel Ángel, encontró el de Bernini. Medía más de diez centímetros de grosor.
Casi sin aliento, descendió la escalerilla con el pesado volumen a cuestas. Luego, como si de un niño con un cómic se tratara, se sentó en el suelo y abrió el registro.
El libro estaba encuadernado en tela y era muy pesado. Estaba escrito a mano, en italiano, y cada página catalogaba una única obra. La ficha incluía una breve descripción, la fecha de realización, la localización, el coste de los materiales y, en algunos casos, un tosco boceto de la pieza. Langdon fue pasando las páginas..., más de ochocientas en total. Sin duda, Bernini había sido un hombre muy ocupado.
Cuando estudiaba historia del arte, Langdon solía preguntarse cómo era posible que algunos artistas hubieran podido crear tantas obras. Posteriormente descubriría, para su decepción, que los más famosos tan sólo habían creado una pequeña parte de su producción. En realidad, dirigían estudios donde formaban a jóvenes artistas para que ejecutaran sus diseños. Escultores como Bernini hacían miniaturas en arcilla y contrataban a otros para que las ampliaran en mármol. Langdon sabía que si a Bernini se le hubiera pedido que ejecutara personalmente todos sus encargos, a día de hoy todavía no habría terminado.
—¡El índice! —dijo en voz alta para mantener a raya sus divagaciones.
Pasó directamente al final del libro con la intención de buscar en la letra F títulos en los que apareciera la palabra fuoco («fuego»). Sin embargo, las obras cuyo nombre empezaba por F no estaban todas juntas. Maldijo por lo bajo. «¿Qué tendrá esta gente en contra del orden alfabético?»
Al parecer, las entradas habían sido registradas cronológicamente, una a una, a medida que Bernini las había ido creando. Todo estaba listado por fecha. No le servía de nada.
Mientras repasaba la lista, otro pensamiento descorazonador acudió a su mente. Era posible que el título de la escultura que estaba buscando no contuviera la palabra «fuego». De hecho, las dos anteriores —Habakkuk y el ángel y West Ponente— no contenían referencias específicas a «tierra» o «aire».
Se pasó un minuto o dos hojeando el archivo con la esperanza de que alguna ilustración le llamara la atención. Nada. Vio docenas de obras sobre las que nunca había oído hablar, aunque también muchas otras que reconoció: Daniel y el león, Apolo y Dafne, así como media docena de fuentes. Cuando vio estas últimas, no pudo evitar anticiparse a los acontecimientos. «Agua.» Se preguntó si el cuarto altar de la ciencia sería una fuente. Parecía el tributo perfecto al agua. Langdon esperaba poder atrapar al asesino antes de tener que considerar el elemento agua: Bernini había creado docenas de fuentes en Roma, la mayoría de ellas delante de iglesias.
Volvió a prestar atención a lo que tenía entre manos. «Fuego.» Mientras seguía buscando en el libro recordó las alentadoras palabras de Vittoria: «Habías oído hablar de las dos primeras esculturas... Lo más seguro es que también conozcas ésta». Repasó de nuevo el índice en busca de títulos conocidos. Algunos le sonaban, pero ninguno le decía nada en especial. Langdon se dio cuenta de que no lograría terminar su búsqueda sin desmayarse antes, así que, muy a su pesar, decidió que debía sacar el libro de la cámara. «No es más que un registro —pensó—. No es como si sacara un folio original de Galileo.» Recordó entonces la página que guardaba en el bolsillo interior de su americana y se dijo que debía devolverla antes de irse.
Extendió los brazos para recoger el libro, pero al hacerlo vio algo que lo hizo detenerse. Aunque había numerosas anotaciones en todo el índice, la que acababa de llamarle la atención era extraña.
La nota indicaba que la famosa escultura de Bernini El éxtasis de santa Teresa había sido trasladada desde su ubicación original en el Vaticano poco después de ser inaugurada. Pero no era eso lo que le había extrañado. Ya conocía el accidentado pasado de la estatua. Si bien no pocos la consideraban una obra maestra, el papa Urbano VIII la había rechazado por encontrarla sexualmente demasiado explícita para el Vaticano, y la desterró a una oscura capilla al otro extremo de la ciudad. Lo que llamó la atención de Langdon fue que, al parecer, la obra había sido finalmente colocada en una de las cinco iglesias de su lista. Más aún, según la nota había sido trasladada ahí per suggerimento dell’artista.