«¿Por sugerencia del artista?» Estaba confuso. No tenía sentido que Bernini hubiera sugerido que su obra maestra fuera a parar a un lugar desconocido. Todos los artistas querían que su obra se exhibiera en un lugar destacado, no en un...
Langdon vaciló. «A no ser que...»
Le costaba incluso contemplar la idea. ¿Era posible? ¿Había creado Bernini una obra tan explícita para obligar así al Vaticano a esconderla en un lugar apartado? ¿En una ubicación que él mismo habría sugerido? ¿Quizá una iglesia remota situada en línea recta con el aliento del West Ponente?
A medida que su entusiasmo iba en aumento, su vaga familiaridad con la estatua hizo acto de presencia, recordándole que la obra no tenía nada que ver con el fuego. La escultura, como podía confirmar cualquiera que la hubiera visto, era cualquier cosa menos científica. Pornográfica quizá, pero no científica. En una ocasión, un crítico inglés condenó El éxtasis de santa Teresa por tratarse del «ornamento más inapropiado jamás colocado en una iglesia católica». Langdon podía entender la controversia. La estatua representaba a santa Teresa tumbada de espaldas, presa de las sacudidas de un intenso orgasmo. No encajaba mucho en el Vaticano.
Buscó la descripción de la obra en el registro. Cuando vio el boceto, sintió un instantáneo e inesperado destello de esperanza. En él comprobó que efectivamente santa Teresa estaba disfrutando, pero también había otra figura en la estatua que Langdon había olvidado.
Un ángel.
Y entonces recordó la sórdida leyenda...
Santa Teresa había sido una monja santificada tras asegurar que un ángel la había visitado en sueños. Posteriormente los críticos apuntaron que ese encuentro debía de haber sido más sexual que espiritual. Garabateada a pie de página había una cita de la propia santa que dejaba poco margen a la imaginación
... su candente flecha dorada... me penetró varias veces..., penetró hasta mis entrañas..., sentí una dulzura tan extrema que habría deseado que no terminara nunca.
Langdon sonrió. «Si esto no es la metáfora de un encuentro sexual, no sé qué es.» Su sonrisa se debía asimismo a la descripción de la obra que aparecía en el registro. Aunque el párrafo estaba en italiano, distinguió la palabra «fuoco» media docena de veces.
«... la flecha del ángel con fuego en su punta...
»... rayos de fuego que surgen de la cabeza del ángel...
»... mujer inflamada por el fuego de la pasión...»
No estuvo completamente convencido hasta que volvió a mirar el boceto. El ángel alzaba su flecha en llamas como si de una baliza se tratara, señalando el camino. «Deja que los ángeles guíen tu noble búsqueda.» Incluso el tipo de ángel que Bernini había seleccionado parecía significativo. «Es un serafín —advirtió—. “Serafín” significa literalmente “fogoso”.»
Robert Langdon no era un hombre que necesitara confirmación divina, pero cuando leyó el nombre de la iglesia en la que ahora se encontraba la escultura, decidió que bien podía terminar convirtiéndose a la fe católica.
Santa Maria della Vittoria.
«Vittoria —pensó con una sonrisa—. Perfecto.»
Al ponerse en pie sintió un leve mareo. Le echó un vistazo a la escalera de mano y se preguntó si debería volver a colocar el libro en su sitio. «Ni hablar —pensó—. Ya lo hará el padre Jaqui.» Cerró sus páginas y lo dejó al pie de la estantería.
Cuando se dirigía hacia el botón brillante que había junto a la salida electrónica de la cámara, Langdon notó que empezaba a respirar con dificultad. No obstante, también se sentía rejuvenecido por su buena fortuna.
Lamentablemente, esa buena fortuna se agotó antes de que pudiera salir.
Sin advertencia previa, la cámara emitió un sonoro suspiro y las luces se apagaron. Ya no se veía el botón de salida. Como un enorme animal al expirar, todo el complejo quedó completamente a oscuras. Alguien acababa de cortar el suministro eléctrico.
CAPÍTULO 85
Las sagradas grutas vaticanas están situadas bajo la planta principal de la basílica de San Pedro. Es el lugar en el que están enterrados los papas.
Vittoria llegó al final de la escalera de caracol y se internó en la gruta. El oscuro túnel le recordó al gran colisionador de hadrones del CERN, lóbrego y frío. Bajo la luz de las linternas de los guardias suizos, el túnel transmitía una inequívoca sensación fantasmal. A ambos lados se alineaban las hornacinas. Al fondo de los huecos, hasta donde las luces les permitían ver, se cernían las sombras de los sarcófagos.
Sintió un escalofrío. «Es el frío», se dijo, consciente de que eso era cierto sólo en parte. Tenía la sensación de que estaban siendo observados. No por alguien de carne y hueso, sino por espectros escondidos en las sombras. Sobre cada tumba descansaba una escultura en tamaño natural del pontífice correspondiente, con las vestiduras papales completas y los brazos cruzados sobre el pecho. Los cuerpos postrados parecían emerger del interior de las tumbas como si ejercieran presión contra las tapas de mármol e intentaran escapar de sus ataduras mortales. A medida que la procesión de linternas siguió avanzando, las siluetas papales iban recortándose contra las paredes, alargándose y desapareciendo como una macabra danza de sombras.
En el grupo se había hecho el silencio, y Vittoria no sabía decir si se debía al respeto o a la aprensión. Podía notar ambas cosas. El camarlengo avanzaba con los ojos cerrados, como si se conociera de memoria el camino. La joven supuso que había hecho ese siniestro trayecto muchas veces desde la muerte del papa, quizá para rezar ante su tumba en busca de guía espiritual.
«Trabajé muchos años bajo la tutela del cardenal —había dicho Ventresca—. Era como un padre para mí.» Vittoria recordó esas palabras del camarlengo en referencia al cardenal que lo había salvado del ejército. Ahora, sin embargo, comprendía el resto de la historia. El mismo cardenal que había tomado al camarlengo bajo su protección había sido nombrado posteriormente papa y se había llevado consigo a Roma a su protégé para que le sirviera como chambelán.
«Eso explica muchas cosas», pensó Vittoria. Siempre había tenido una gran facilidad para percibir las emociones íntimas de los demás, y había algo en el camarlengo que la había estado mortificando durante todo el día. Desde que lo había conocido, había advertido en él una angustia más espiritual y privada que la abrumadora crisis a la que ahora se enfrentaba. Bajo la piadosa calma de la que hacía gala, la joven tenía la sensación de ver a un hombre atormentado por demonios personales. Ahora sabía que así era. El camarlengo no sólo se enfrentaba a la amenaza más devastadora de la historia del Vaticano, sino que lo hacía sin su mentor y amigo... En solitario.
Los guardias aminoraron el paso, como si no estuvieran seguros del lugar exacto en el que se encontraba enterrado el último pontífice. El camarlengo siguió adelante sin vacilar y se detuvo delante de una tumba de mármol blanco que parecía más brillante que las demás. Sobre ella yacía la figura tallada del papa fallecido. Cuando Vittoria reconoció su rostro por haberlo visto por televisión, sintió que el miedo la atenazaba. «¿Qué estamos haciendo?»
—Soy consciente de que no tenemos mucho tiempo —dijo Ventresca—. Pero, aun así, les pido que recemos un momento.
Todos los guardias suizos inclinaron la cabeza. Vittoria hizo lo mismo. Su corazón latía con fuerza en medio del silencio. El camarlengo se arrodilló ante la tumba y rezó en italiano. Al oír sus palabras, ella sintió que un inesperado dolor afloraba en forma de lágrimas..., lágrimas por su propio mentor..., su santo padre. Las palabras del camarlengo parecían tan apropiadas para su padre como para el pontífice.