—Padre supremo, consejero, amigo —la voz de Ventresca resonó débilmente alrededor del círculo—. Cuando era joven me dijiste que la voz de mi corazón era la de Dios. Me dijiste que debía seguirla por dolorosos que fueran los lugares a los que me condujera. Ahora, esa voz me pide que lleve a cabo tareas imposibles. Dame fuerza. Y perdóname. Hago esto... en nombre de todo aquello en lo que crees. Amén.
—Amén —susurraron los guardias.
«Amén, padre.» Vittoria se secó los ojos.
El camarlengo se puso lentamente en pie y se apartó de la tumba.
—Retiren la tapa.
Los guardias vacilaron.
—Signore —dijo uno—. Por ley, estamos bajo sus órdenes. —Se detuvo un momento—. Haremos lo que nos pida...
El camarlengo pareció leer la mente del joven.
—Algún día les pediré perdón por ponerlos en esta situación. Hoy les pido obediencia. Las leyes del Vaticano se establecieron para proteger a la Iglesia. Es con ese espíritu que ahora les ordeno que las quebranten.
Hubo un momento de silencio y luego el guardia al mando dio la orden. Los tres hombres dejaron las linternas en el suelo y sus sombras se elevaron sobre sus cabezas. Iluminados desde abajo, se acercaron a la tumba y, tras colocar las manos sobre la cubierta de mármol, se dispusieron a moverla. Al oír la señal, todos empujaron con fuerza la enorme losa. La tapa, sin embargo, no se movió. Vittoria casi deseaba que fuera demasiado pesada. Empezaba a temer lo que pudieran encontrar en su interior.
Los hombres lo intentaron una vez más, pero la piedra seguía sin moverse.
—Ancora —dijo el camarlengo, remangándose la sotana y uniéndose a ellos—. Ora!
Todo el mundo empujó.
Vittoria estaba a punto de ofrecerles su ayuda cuando finalmente la tapa empezó a ceder. Los hombres volvieron a arremeter y, con un aullido casi primigenio de la piedra, ésta se deslizó y quedó atravesada sobre el sarcófago, con la cabeza tallada del papa vuelta hacia el nicho y los pies hacia el pasillo.
Todo el mundo dio un paso atrás.
Con movimientos indecisos, un guardia se inclinó, recogió su linterna y la dirigió hacia la tumba. El haz pareció temblar un momento, pero finalmente el guardia consiguió serenar el pulso. Los demás hombres se le fueron uniendo uno a uno. Incluso en la oscuridad, Vittoria pudo ver que al llegar junto a él retrocedían y se santiguaban.
El camarlengo se estremeció al ver el interior de la tumba y sus hombros se desplomaron. Permaneció inmóvil largo rato y finalmente se apartó.
Vittoria había temido que el rígor mortis impidiera abrirle la boca al cadáver y que tuvieran que romperle la mandíbula para poder ver la lengua. Descubrió, sin embargo, que eso no sería necesario. Las mejillas del papa se habían hundido, y su boca estaba abierta.
Tenía la lengua negra como la muerte.
CAPÍTULO 86
Oscuridad. Silencio.
La negrura de los archivos secretos era total.
El miedo, se percató Langdon, era un poderoso estímulo. Falto de aliento, buscó a tientas la puerta giratoria. Encontró el botón en la pared y lo presionó con la palma de la mano. No pasó nada. Volvió a intentarlo. La puerta no funcionaba.
Al sentirse atrapado empezó a pedir ayuda a gritos, pero su voz sonó estrangulada. El peligro de la situación pronto se le hizo evidente. La adrenalina provocó que su pulso sanguíneo aumentara, y que a sus pulmones no les llegara suficiente oxígeno. Se sentía como si alguien acabara de darle un puñetazo en el estómago.
Se abalanzó entonces sobre la puerta, y por un instante creyó incluso que comenzaba a girar. Volvió a empujar y empezó a ver estrellas. Se dio cuenta de que era toda la habitación la que giraba, no la puerta. Al retroceder, tropezó con la base de una escalera rodante y cayó al suelo. Se golpeó la rodilla con el borde de una estantería. Maldijo su suerte, se puso en pie y buscó la escalera a tientas.
La encontró. Había pensado que sería de madera pesada o de hierro, pero era de aluminio. La agarró con fuerza y la sujetó como si de un ariete se tratara. Entonces corrió y arremetió contra la pared de cristal. Estaba más cerca de lo que esperaba. La escalera chocó con fuerza y rebotó. A juzgar por el débil ruido de la colisión, Langdon supo que iba a necesitar mucho más que una escalera de aluminio para romper ese cristal.
Al recordar la semiautomática, sus esperanzas renacieron, pero al instante volvieron a desaparecer. Ya no la llevaba encima. Olivetti se la había quitado en el despacho del papa, argumentando que no quería armas cargadas en presencia del camarlengo. En aquel momento le había parecido razonable.
Langdon volvió a pedir ayuda, pero sus gritos se oyeron todavía con menor fuerza que antes.
Entonces recordó la radio que el guardia había dejado sobre una mesa, fuera de la cámara. «¿Por qué demonios no he entrado con ella?» Cuando empezó a ver estrellas de color púrpura danzar alrededor de sus ojos, se obligó a pensar. «Has estado atrapado con anterioridad —se dijo—. Has sobrevivido a cosas peores. No eras más que un niño y te las supiste arreglar. —La aplastante oscuridad lo atenazaba—. ¡Piensa!»
Se tumbó en el suelo, de espaldas, con los brazos a los costados. El primer paso era recobrar el control.
«Relájate. Ahorra energías.»
Ahora que ya no tenía que luchar contra la gravedad para bombear sangre, el ritmo de su corazón se ralentizó. Era un truco que los nadadores utilizaban para reoxigenar la sangre entre carreras.
«Aquí dentro hay una gran cantidad de aire —se dijo—. Mucho aire. Ahora piensa.» No podía evitar esperar que las luces se encendieran de un momento a otro. Pero no lo hacían. Mientras permanecía tumbado en el suelo, respirando algo mejor, una siniestra resignación se apoderó de él. Se sentía en paz. Luchó contra esa sensación.
«¡Saldrás de aquí, maldita sea! Pero ¿cómo?...»
Mickey Mouse brillaba felizmente en su muñeca, como si disfrutara de la oscuridad: eran las 21.33. Quedaba media hora para «fuego». Langdon pensó que parecía mucho más tarde. En vez de idear un plan de huida, su mente exigió de pronto una explicación. «¿Quién ha cortado el suministro eléctrico? ¿Habrá aumentado Rocher el radio de búsqueda? ¿Olivetti no lo ha avisado de que yo estaba aquí?» Langdon sabía que a esas alturas eso ya daba igual.
Abriendo la boca al máximo y echando hacia atrás la cabeza, empezó a respirar tan profundamente como podía. Cada bocanada de aire ardía un poco menos que la anterior. La cabeza se le aclaró. Ordenó sus pensamientos y se puso al fin en marcha.
«Paredes de cristal, sí —se dijo—, pero se trata de un cristal condenadamente grueso.»
Se preguntó si alguno de los libros que allí había estarían almacenados en pesados archivadores de acero a prueba de incendios. Había visto alguno en otros archivos, pero no allí. De todos modos, buscar uno en la oscuridad le llevaría demasiado tiempo. Y tampoco podría levantarlo, sobre todo en su estado actual.
«¿Y la mesa de consulta?» Sabía que esa cámara, al igual que la otra, tenía una mesa de consulta en el centro de la sala, rodeada de estanterías. «¿Y qué?» Era consciente de que no podría levantarla. Y aunque consiguiera arrastrarla, tampoco llegaría muy lejos. Las estanterías estaban demasiado juntas, y los pasillos que había entre ellas eran demasiado estrechos.
«Los pasillos son demasiado estrechos...»
De repente, cayó en la cuenta.
Con esperanzas renovadas, se puso en pie de un salto. Lo hizo con excesiva rapidez y sufrió un leve mareo. Estiró los brazos en busca de apoyo y su mano dio con una estantería. Esperó un momento para ahorrar energías. Iba a necesitar todas sus fuerzas.