Los soldados se retiraron al centro de seguridad. Sin rechistar. Acatando las órdenes sin más.
Olivetti se volvió hacia el grupo restante.
—Por mucho que me duela decir esto, el asesinato de nuestro papa es un acto que sólo puede haberse llevado a cabo con la ayuda de un infiltrado. Por el bien de todos, no debemos confiar en nadie. Ni siquiera en nuestros guardias. —Pareció sufrir al decir estas palabras.
Rocher estaba inquieto.
—Si hay un infiltrado...
—Sí —dijo Olivetti—. La integridad de nuestra búsqueda está comprometida. Y, sin embargo, debemos correr ese riesgo. Siga buscando.
Parecía que Rocher iba a añadir algo, pero finalmente lo pensó mejor y se alejó.
El camarlengo respiró profundamente. Todavía no había dicho una palabra, y Langdon advirtió que su expresión era aún más severa. Como si hubiera llegado a un punto crítico.
—Comandante. —El tono de Ventresca era impenetrable—. Voy a interrumpir el cónclave.
Olivetti torció el gesto.
—No creo que sea necesario. Todavía nos quedan dos horas y veinte minutos.
—Un suspiro.
—¿Qué pretende hacer? —El tono de Olivetti se tornó desafiante—. ¿Evacuar a los cardenales sin la ayuda de nadie?
—Intento salvar esta Iglesia con el poder que Dios me ha otorgado. Cómo lo haga ya no es cosa suya.
El comandante se irguió.
—No tengo autoridad para impedir que lleve a cabo lo que pretende... —Se detuvo un momento—. Sobre todo tras mi fracaso como jefe de seguridad. Sólo le pido que espere. Veinte minutos..., hasta las diez en punto. Si la información del señor Langdon es correcta, puede que todavía tengamos una oportunidad de atrapar a ese asesino. Una oportunidad de preservar el protocolo y el decoro.
—¿Decoro? —El camarlengo dejó escapar una risa ahogada—. Hace ya rato que hemos dejado a un lado los modales, comandante. Por si todavía no se ha enterado, estamos en guerra.
Un guardia salió entonces del centro de seguridad y llamó al camarlengo.
—Signore, me acaban de informar de que hemos detenido al reportero de la BBC, el señor Glick.
Ventresca asintió.
—Que tanto él como su cámara me esperen delante de la capilla Sixtina.
Olivetti abrió unos ojos como platos.
—¿Qué piensa hacer?
—Veinte minutos, comandante. Es todo lo que tiene —repuso el camarlengo, y se marchó.
El Alfa Romeo de Olivetti salió a toda velocidad de la Ciudad del Vaticano, esta vez sin más coches detrás. En el asiento trasero, Vittoria vendaba la mano de Langdon con una venda de un botiquín de primeros auxilios que había encontrado en la guantera del vehículo.
El comandante mantenía la vista fija al frente.
—Muy bien, señor Langdon. ¿Adónde vamos?
CAPÍTULO 88
Incluso con la sirena del coche en marcha, el Alfa Romeo de Olivetti parecía pasar desapercibido al cruzar el puente hacia el corazón de la antigua Roma. Todo el tráfico iba en sentido contrario, hacia el Vaticano, como si la Santa Sede se hubiera convertido en el espectáculo más atractivo de toda Roma.
Langdon iba en el asiento trasero, con los interrogantes agolpándose sin cesar en su cabeza. Se preguntó si esa vez conseguirían atrapar al asesino, si éste les diría lo que necesitaban saber, si no sería ya demasiado tarde. ¿Cuánto faltaba para que el camarlengo avisara a la muchedumbre congregada en la plaza de San Pedro del peligro que corrían? El incidente de la cámara de los archivos todavía lo tenía preocupado. «Un malentendido.»
Olivetti no pisó una sola vez el freno del Alfa Romeo mientras cruzaba Roma camino de la iglesia de Santa Maria della Vittoria. Langdon sabía que, cualquier otro día, sus nudillos ya estarían blancos. En ese momento, sin embargo, se sentía como anestesiado. Sólo el dolor punzante de la mano le recordaba dónde se encontraba.
Sobre su cabeza aullaba la sirena. «No hay nada como avisar al asesino de que llegamos», pensó. Pero lo cierto era que estaban cubriendo el trayecto en un tiempo récord. Supuso que Olivetti apagaría la sirena en cuanto estuvieran cerca.
Ahora que disponía de un momento para reflexionar, Langdon sintió una punzada de asombro al asimilar finalmente la noticia del asesinato del papa. La idea era inconcebible pero, al mismo tiempo, no dejaba de parecer un acontecimiento lógico. La infiltración siempre había sido la gran baza de los illuminati, su capacidad para reorganizar el poder desde dentro. Y no pocos papas habían sido asesinados. Abundaban los rumores de traiciones, pero como no se realizaban autopsias, ninguna había sido confirmada. Al menos hasta hacía poco. Recientemente, unos investigadores habían obtenido permiso para radiografiar la tumba del papa Celestino V, quien supuestamente había muerto a manos de su impaciente sucesor, Bonifacio VIII. Los investigadores esperaban que los rayos X les revelaran algún indicio de violencia. Un hueso roto, quizá. Por increíble que pudiera parecer, lo que descubrieron en la radiografía fue un clavo de veinticinco centímetros incrustado en el cráneo del pontífice.
Langdon recordó entonces una serie de recortes de noticias que unos fanáticos de los illuminati le habían enviado hacía algunos años. Al principio pensó que se trataba de una broma, así que acudió a la hemeroteca de Harvard para confirmar su veracidad. Y resultó que efectivamente eran auténticos. Todavía los tenía en su tablón de anuncios como ejemplos de que a veces incluso los medios de comunicación respetables se dejaban llevar por la paranoia de los illuminati. De repente, las sospechas de los medios de comunicación ya no le parecían tan paranoicas. Recordaba perfectamente los artículos...
BRITISH BROADCASTING CORPORATION
14 de junio de 1998
El papa Juan Pablo I, fallecido en 1978, fue víctima de un complot de la logia masónica P2... La sociedad secreta P2 decidió asesinar al pontífice cuando descubrió que pretendía cesar al arzobispo estadounidense Paul Marcinkus como presidente del Banco Vaticano. La entidad había estado implicada en oscuros acuerdos financieros con la logia masónica...
THE NEW YORK TIMES
24 de agosto de 1998
¿Por qué llevaba puesta el papa Juan Pablo I su camisa de día en la cama? ¿Y por qué estaba rasgada? Las preguntas no terminan ahí. No se llevó a cabo ninguna investigación médica. El cardenal Villot prohibió que se realizara la autopsia aduciendo que a los papas no se les intervenía post mórtem. Las medicinas de Juan Pablo I desaparecieron misteriosamente de su mesilla de noche, así como sus gafas, sus zapatillas y su último testamento.
DAILY MAIL
27 de agosto de 1998
... un complot en el que estuvo involucrado una poderosa, despiadada e ilegal logia masónica cuyos tentáculos alcanzaban el Vaticano.
De repente sonó el móvil que Vittoria llevaba en el bolsillo, alejando esos recuerdos de la mente de Langdon.
La joven se preguntó quién podía ser y contestó. Incluso a un par de metros, él reconoció la penetrante voz que sonó en el auricular del móvil.
—¿Vittoria? Soy Maximilian Kohler. ¿Has encontrado ya la antimateria?
—¿Director? ¿Está usted bien?
—He visto las noticias. No mencionaban el CERN ni la antimateria. Eso es bueno. ¿Qué está pasando?
—Todavía no hemos encontrado el contenedor. La situación es compleja. Robert Langdon está siendo de gran ayuda. Tenemos una pista para atrapar al asesino de los cardenales. Ahora mismo nos dirigimos a...
—Señorita Vetra —la interrumpió Olivetti—. No diga nada más.
Vittoria cubrió el auricular con la mano, visiblemente molesta.