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—Comandante, se trata del director del CERN. Tiene derecho a...

—Tiene derecho —insistió Olivetti— a estar aquí y tomar parte en la situación. Está usted hablando por una línea abierta de móvil. No diga nada más.

Ella respiró hondo.

—¿Max?

—He averiguado algo —dijo él—. Sobre tu padre... Puede que sepa a quién le contó lo de la antimateria.

La expresión de Vittoria se ensombreció.

—Señor, mi padre me dijo que no se lo había contado a nadie.

—Me temo, Vittoria, que sí lo hizo. He de consultar unos archivos de seguridad. Pronto volveré a ponerme en contacto contigo. —Y colgó.

Con el rostro lívido, ella volvió a guardarse el teléfono móvil en el bolsillo.

—¿Estás bien? —le preguntó Langdon.

Vittoria asintió, pero sus trémulos dedos indicaban que mentía.

—La iglesia se encuentra en la piazza Barberini —dijo Olivetti mientras apagaba la sirena y consultaba la hora en su reloj—. Tenemos nueve minutos.

Cuando Langdon descubrió la ubicación del tercer indicador, tuvo la sensación de que conocía de algo ese lugar. «Piazza Barberini.» El nombre le resultaba vagamente familiar, pero no sabía exactamente por qué. Ahora lo recordó. En la plaza había una controvertida parada de metro. Veinte años antes, la construcción de esa estación causó una gran conmoción entre los historiadores del arte, quienes temían que las excavaciones bajo la piazza pusieran en peligro la estabilidad del obelisco que había en su centro. Las autoridades municipales decidieron entonces retirar el monumento y reemplazarlo por la pequeña fuente del Tritón.

«¡En época de Bernini —recordó ahora Langdon—, la piazza Barberini contaba con un obelisco!» Todas las posibles dudas sobre si se trataba del emplazamiento del tercer indicador se disiparon de inmediato.

A una manzana de la piazza, Olivetti giró por un callejón, apagó el motor y finalmente detuvo el coche. Se quitó la americana, se remangó la camisa y cargó su arma.

—No podemos arriesgarnos a que los reconozcan —dijo—. Han salido por televisión. Quiero que permanezcan al otro lado de la plaza, fuera de la vista, vigilando la entrada principal. Yo voy a ir por la trasera. —Cogió una pistola ya familiar y se la tendió a Langdon—. Por si acaso.

El profesor frunció el entrecejo. Era la segunda vez ese día que le daban un arma. La guardó en el bolsillo interior de su chaqueta. Al hacerlo, se dio cuenta de que todavía llevaba el folio del Diagramma. No podía creer que se le hubiera olvidado devolverlo. Se imaginó al conservador del archivo presa de un ataque de indignación ante la idea de que ese valioso objeto fuera paseado por Roma como si de un mapa turístico se tratara. Entonces pensó en el caos de cristales rotos y documentos desparramados que había dejado en los archivos. El conservador tendría otros problemas. «Si es que los archivos sobreviven a esta noche, claro está...»

Olivetti salió del coche y señaló hacia el final del callejón.

—La piazza está por ahí. Mantengan los ojos abiertos y no dejen que los vea. —Dio unos golpecitos al móvil que llevaba al cinto—. Señorita Vetra, comprobemos de nuevo nuestros teléfonos.

Vittoria cogió su móvil y presionó el botón de marcación automática que ella y Olivetti habían programado en el Panteón. El teléfono de Olivetti vibró.

El comandante asintió.

—Muy bien. Si ven algo, avísenme. —Amartilló su arma—. Yo estaré en el interior, a la espera. Atraparé a ese lunático.

En ese momento, muy cerca de allí, otro teléfono móvil sonó.

El hassassin contestó.

—Diga.

—Soy yo —repuso una voz—. Janus.

El hassassin sonrió.

—Hola, maestro.

—Puede que hayan descubierto su ubicación. Alguien se dirige a detenerlo.

—Llegan demasiado tarde. Ya lo he dispuesto todo.

—Bien. Asegúrese de salir con vida. Todavía queda trabajo por hacer.

—Quienes se interpongan en mi camino morirán.

—Quienes se interponen en su camino son expertos.

—¿Se refiere al académico estadounidense?

—¿Sabe de quién le hablo?

El hassassin rio entre dientes.

—Demuestra aplomo, pero es algo ingenuo. Hemos hablado antes por teléfono. Va con una mujer que parece todo lo contrario.

El asesino sintió una punzada de excitación al recordar el fiero temperamento de la hija de Leonardo Vetra.

Hubo un momento de silencio en la línea, la primera vacilación que el hassassin advertía en su maestro illuminatus. Finalmente, Janus habló:

—Elimínelos si es necesario.

El asesino sonrió.

—Considérelo hecho.

Sintió que una cálida sensación anticipatoria se extendía por todo su cuerpo. «Aunque puede que a la mujer me la quede como trofeo.»

CAPÍTULO 89

La guerra había estallado en la plaza de San Pedro.

El frenesí se había desatado. Las furgonetas de los medios de comunicación tomaban sus posiciones como vehículos de asalto que ocuparan cabezas de playa. Los reporteros desplegaban sus aparatos electrónicos de alta tecnología como soldados a punto de iniciar la batalla. Alrededor del perímetro de la plaza, las cadenas se apresuraban a erigir la última arma en guerras mediáticas: los monitores de pantalla plana.

Se trataba de enormes pantallas de vídeo que podían ser instaladas sobre furgonetas o andamios portátiles. Las pantallas hacían las veces de vallas publicitarias en las que se emitía la cobertura que cada cadena dedicaba al suceso con su correspondiente logo corporativo. Parecía un autocine. Si una pantalla estaba bien situada (enfrente mismo del lugar donde tenía lugar la acción), las demás cadenas no podían emitir su reportaje sin incluir publicidad de su competidor.

La plaza se convirtió rápidamente no sólo en un gran espectáculo multimedia, sino también en una frenética vigilia pública. Acudían curiosos de todas partes. Un hueco libre en la habitualmente espaciosa plaza pública se había convertido en un preciado bien. La gente se agolpaba alrededor de los elevados monitores de pantalla plana y escuchaba las noticias con gran agitación.

A tan sólo unos cientos de metros, tras los gruesos muros de la basílica de San Pedro, reinaba la calma. El teniente Chartrand y otros tres guardias avanzaban en la oscuridad. Con las gafas de infrarrojos puestas, se desplegaban por la nave moviendo ante sí los detectores. Hasta el momento, la búsqueda por las zonas de acceso público del Vaticano había resultado infructuosa.

—Será mejor que aquí nos quitemos las gafas —dijo el guardia de mayor rango.

Chartrand lo hizo. Se estaban acercando al Nicho de los Palios, la zona subterránea que había en el centro de la basílica. Estaba iluminada por noventa y nueve lámparas de aceite, luz que, amplificada por los infrarrojos, podía abrasarles los ojos.

Chartrand agradeció poder quitarse las pesadas gafas y aprovechó para destensar un poco el cuello mientras descendían al nicho para examinarlo. Era un lugar precioso..., todo dorado y resplandeciente. Era la primera vez que bajaba allí.

Desde que había llegado al Vaticano, parecía que cada día descubría un misterio nuevo. Como lo de esas lámparas de aceite. Había exactamente noventa y nueve encendidas a todas horas. Era una tradición. Los clérigos las rellenaban constantemente con óleos sagrados para que no se apagaran. Se decía que arderían hasta el fin de los tiempos.

«O, al menos, hasta esta medianoche», pensó Chartrand, y volvió a notar la boca seca.

Pasó su detector por encima de las lámparas de aceite. Allí no parecía haber nada oculto. No le sorprendió; según las imágenes, el contenedor estaba escondido en un lugar sin luz.