Mientras avanzaba por el nicho se topó con una reja que cubría un agujero en el suelo. Conducía a una empinada y estrecha escalera. Había oído rumores acerca de lo que había allí abajo. Afortunadamente no tendrían que bajar. Las órdenes de Rocher eran claras: «Busquen únicamente en las zonas de acceso público; ignoren las zonas blancas».
—¿Qué es ese olor? —preguntó apartándose del agujero del suelo al advertir un aroma embriagadoramente dulzón.
—El humo de las lámparas —respondió un guardia.
Chartrand se sorprendió.
—Es más parecido al olor de la colonia que al del queroseno.
—No es queroseno. Estas lámparas están cerca del altar papal, así que utilizan una mezcla especial de etanol, azúcar, butano y perfume.
—¿Butano? —Chartrand se volvió con inquietud hacia las lámparas.
El guardia asintió.
—No vuelque ninguna. Huelen como el cielo, pero arden como el infierno.
Cuando regresaron a la basílica tras haber completado el registro del Nicho de los Palios, las radios de los guardias crepitaron de pronto.
Había novedades. Los hombres las escucharon anonadados.
Al parecer, las preocupantes noticias no podían detallarse por radio, pero el camarlengo había decidido romper la tradición y entrar en el cónclave para dirigirse a los cardenales. Era algo que no había sucedido nunca en la historia. Aunque, claro, pensó Chartrand, tampoco nunca en la historia la Santa Sede se había visto amenazada por una especie de misteriosa cabeza nuclear.
Lo tranquilizó saber que el camarlengo tomaba el control de la situación. Era la persona del Vaticano por la que sentía mayor respeto. Algunos de los guardias opinaban que era un beato, un fanático religioso cuyo amor por Dios rayaba la obsesión, pero incluso ellos estaban de acuerdo en que, si había que luchar contra los enemigos del Señor, Carlo Ventresca era una persona que no se dejaría amilanar y plantaría cara.
Los guardias suizos habían visto a menudo al camarlengo esa semana durante los preparativos del cónclave. Todo el mundo había comentado que su mirada de ojos verdes parecía un poco más intensa de lo habitual, y que el hombre daba la impresión de estar algo sobrepasado por la situación. No era de extrañar: no sólo era responsable de la organización del sagrado cónclave, sino que tenía que hacerlo tras haber perdido a su mentor, el papa.
Chartrand llevaba pocos meses en el Vaticano cuando se enteró de la historia de la bomba que mató a la madre del camarlengo ante sus propios ojos. «Una bomba en una iglesia..., y ahora vuelve a suceder de nuevo.» Lamentablemente, las autoridades nunca atraparon a los malnacidos que habían hecho estallar el artefacto. Seguramente algún grupo anticristiano, dijeron, y poco a poco se fueron olvidando del caso. Era comprensible que el camarlengo odiara la apatía.
Un par de meses antes, una apacible tarde, Chartrand se encontró con Ventresca en los jardines del Vaticano. El hombre reconoció al nuevo guardia y lo invitó a dar un paseo. No hablaron sobre nada en particular, pero rápidamente el camarlengo hizo sentir a Chartrand como en casa.
—Padre —dijo él—, ¿puedo hacerle una pregunta extraña?
El camarlengo sonrió.
—Sólo si mi respuesta puede ser también extraña.
Chartrand se rio.
—Se lo he preguntado a todos los sacerdotes que conozco, y todavía no lo entiendo.
—¿Qué le preocupa?
El camarlengo lo guiaba con pasos cortos y rápidos, levantando los faldones de la sotana al andar. Sus zapatos negros con suela de crepé parecían muy apropiados, pensó Chartrand. Era como si reflejaran su esencia..., modernos pero humildes, y ya algo desgastados.
Chartrand respiró profundamente.
—No entiendo lo de la omnipotencia y la benevolencia de Dios.
El camarlengo sonrió.
—Ha estado leyendo las Escrituras.
—Lo intento.
—Y se siente confuso porque la Biblia describe a Dios como una deidad omnipotente y benevolente.
—Así es.
—Eso sólo significa que Dios es todopoderoso y bienintencionado.
—Entiendo el concepto, es sólo que... parece haber una contradicción.
—Sí. La contradicción es el sufrimiento. Las hambrunas, la guerra, la enfermedad...
—¡Exacto! —Chartrand sabía que el camarlengo lo entendería—. En este mundo suceden cosas terribles. Todas esas tragedias humanas parecen demostrar que Dios no puede ser todopoderoso y bienintencionado. Si nos quiere y al mismo tiempo tiene el poder de cambiar la situación, ¿no debería evitar nuestro sufrimiento?
Ventresca frunció el entrecejo.
—¿Usted cree?
Chartrand se sintió inquieto. ¿Se habría pasado de la raya? ¿Era ésa una de esas preguntas religiosas que no debían hacerse?
—Bueno... Si Dios nos quiere y puede protegernos, debería hacerlo, ¿no? Pero se diría que o bien es omnipotente e indiferente, o bien benevolente e incapaz de ayudar.
—¿Tiene usted hijos, teniente?
Chartrand se sonrojó.
—No, signore.
—Imagine que tiene un hijo de ocho años..., ¿lo querría?
—Por supuesto.
—¿Haría todo lo que estuviera en su mano para evitar su dolor?
—Por supuesto.
—¿Lo dejaría ir en monopatín?
Chartrand tardó un instante en reaccionar. Extrañamente, para ser un sacerdote, el camarlengo parecía estar siempre «en la onda».
—Supongo que sí —dijo—. Sí, lo dejaría ir en monopatín, pero le diría que tuviera cuidado.
—De modo que, como padre de la criatura, le daría un buen consejo y luego dejaría que cometiera sus propios errores, ¿no es así?
—No estaría todo el día mimándolo, si es a lo que se refiere.
—¿Y si se cayera y se hiciera daño en la rodilla?
—Así aprendería a tener más cuidado.
Ventresca sonrió.
—O sea, que a pesar de tener el poder para interferir y evitar el dolor de su hijo, optaría por mostrarle su amor dejando que aprendiera sus propias lecciones, ¿no es así?
—Por supuesto. El dolor forma parte del proceso de maduración y aprendizaje.
El camarlengo asintió.
—Efectivamente.
CAPÍTULO 90
Langdon y Vittoria observaban la piazza Barberini desde las sombras de un pequeño callejón de su esquina oeste. Tenían la iglesia delante, una brumosa cúpula que se alzaba por encima de unos edificios apenas perceptibles desde el otro lado de la plaza. Al caer la noche había refrescado un poco, y a Langdon le sorprendió encontrar el lugar desierto. A través de las ventanas abiertas, los televisores le recordaron adónde había ido todo el mundo.
—... todavía ninguna declaración por parte del Vaticano... Los illuminati han asesinado a dos cardenales... Presencia satánica en Roma... Se especula acerca de más infiltraciones...
Las noticias se habían propagado como el fuego de Nerón. Roma, al igual que el resto del mundo, permanecía hipnotizada. Langdon se preguntó si realmente serían capaces de detener ese tren fuera de control. Mientras observaba la piazza y esperaba se dio cuenta de que, a pesar de la invasión de edificios modernos, todavía mantenía su forma elíptica. En lo alto, como una especie de novísimo altar dedicado a un héroe de otro tiempo, un enorme letrero de neón parpadeaba sobre el tejado de un lujoso hotel. Vittoria se lo había señalado antes. El letrero resultaba siniestramente apropiado.
HOTEL BERNINI
—Faltan cinco minutos para las diez —dijo ella, mientras escudriñaba la plaza con sus ojos gatunos. En cuanto pronunció las palabras, cogió a Langdon del brazo y tiró de él hacia las sombras. Luego le indicó con un gesto el centro de la plaza.