Él siguió su mirada. Cuando vio de qué se trataba, se puso rígido.
Delante de ellos, bajo una farola, aparecieron dos figuras oscuras. Ambas llevaban la cabeza cubierta con mantillas negras, una prenda habitual entre las viudas católicas. Langdon creía que se trataba de dos mujeres, pero en la oscuridad no podía estar seguro. Una parecía mayor y caminaba encorvada, como si le doliera algo. La otra, más corpulenta y robusta, la ayudaba.
—Dame la pistola —pidió Vittoria.
—No puedes...
Con la agilidad de un gato, ella metió la mano en el bolsillo de su americana y volvió a quitarle el arma. La pistola relució en su mano. Luego, en absoluto silencio, como si sus pies nunca hubieran pisado un adoquín, rodeó la plaza por la izquierda para acercarse a la pareja por la retaguardia. Langdon se quedó un momento paralizado, observando cómo Vittoria desaparecía. Luego, maldiciendo para sí, corrió tras ella.
La pareja avanzaba con lentitud, y en apenas medio minuto él y Vittoria consiguieron situarse detrás. La chica cruzó entonces los brazos para ocultar disimuladamente el arma, dejándola fuera de la vista pero al mismo tiempo accesible en un abrir y cerrar de ojos. Tenía la sensación de flotar cada vez más deprisa a medida que la distancia se acortaba, y a Langdon le costaba mantener el paso. Cuando los pies de él dieron una patada a una piedra que salió disparada, Vittoria lo fulminó con la mirada. La pareja, sin embargo, no pareció oírlos. Estaban hablando.
A unos diez metros, Langdon ya podía oír sus voces. No sus palabras; sólo un leve murmullo. A su lado, Vittoria iba más aprisa a cada paso. Había descruzado un poco los brazos y la pistola empezaba a asomar. Seis metros. Las voces eran ahora más claras, una mucho más que la otra. Airada. Vociferante. A Langdon le pareció la voz de una anciana. Áspera. Andrógina. Se esforzó para oír lo que decía, pero otra voz rompió el silencio de la noche.
—Mi scusi! —El amable tono de Vittoria iluminó la plaza como una antorcha.
Langdon se puso tenso cuando la pareja se detuvo en seco y empezó a volverse. Vittoria siguió caminando, ahora incluso más deprisa. Iba a abalanzarse sobre las dos mujeres. No tendrían tiempo de reaccionar. Langdon se dio cuenta de que sus pies habían dejado de moverse. Vio que Vittoria descruzaba por completo los brazos, liberando así las manos y dejando la pistola a la vista. Entonces, por encima del hombro de ella, pudo ver un rostro, iluminado ahora por la luz de la farola. El pánico impulsó sus piernas y se abalanzó hacia delante.
—¡No, Vittoria!
Ella, sin embargo, parecía ir una fracción de segundo por delante. Con un movimiento tan rápido como disimulado, volvió a cruzar los brazos y ocultó el arma, como si se encogiera a causa del frío de la noche. Langdon llegó a su lado a trompicones y a punto estuvo de chocar con la pareja que tenían delante.
—Buona sera —farfulló Vittoria, la voz quebrada por el sobresalto.
Él respiró aliviado. Dos ancianas los miraban bajo sus mantillas con el entrecejo fruncido. Una era tan vieja que apenas podía sostenerse en pie. La otra la ayudaba. Ambas llevaban un rosario en la mano. Parecían confusas por la repentina interrupción.
Vittoria sonrió, aunque parecía agitada.
—Dov’è la chiesa di Santa Maria della Vittoria?
Las dos mujeres señalaron al mismo tiempo la voluminosa silueta de un edificio que había en la calle de la que provenían.
—È là.
—Grazie —dijo Langdon, mientras colocaba sus manos sobre los hombros de Vittoria y tiraba suavemente de ella hacia atrás. Todavía no podía creer que hubieran estado a punto de atacar a dos ancianas.
—Non si può entrare —les advirtió una de las mujeres—. È chiusa.
—¿Está cerrada? —Vittoria parecía sorprendida—. Perché?
Las mujeres se lo explicaron. Parecían enojadas. Langdon sólo comprendió algunas partes de su diatriba en italiano. Al parecer, quince minutos antes ambas mujeres se encontraban en la iglesia rezando por el Vaticano en ese momento de necesidad, y de repente había aparecido un hombre y les había dicho que ese día la iglesia cerraría temprano.
—Lo conoscevate? —preguntó Vittoria, inquieta—. ¿Lo conocían?
Las mujeres negaron con la cabeza. Se trataba de un straniero que había obligado a todo el mundo a salir de la iglesia, incluso al joven sacerdote y al portero, quienes lo habían amenazado con telefonear a la policía. El intruso, sin embargo, se había limitado a reír y les había contestado que se aseguraran de que la policía llevara cámaras.
«¿Cámaras?», se preguntó Langdon.
Las mujeres gruñeron y llamaron al hombre «bar-arabo». Luego, sin dejar de refunfuñar, siguieron su camino.
—Bar-arabo? —preguntó Langdon a Vittoria—. ¿Bárbaro?
La joven se puso todavía más tensa.
—No exactamente. Bar-arabo es un juego de palabras despectivo. Arabo significa... «árabe».
Langdon sintió un escalofrío y se volvió hacia la silueta de la iglesia. Al hacerlo, sus ojos vislumbraron algo en la vidriera. Una oleada de terror lo recorrió de pies a cabeza.
Vittoria, que todavía no lo había visto, cogió su teléfono móvil y presionó el botón de marcación automática.
—Voy a avisar a Olivetti.
Langdon extendió la mano y le tocó el brazo. Con mano trémula, le señaló la iglesia.
Ella dejó escapar un grito ahogado.
En el interior del edificio, reluciendo como unos ojos diabólicos al otro lado de la vidriera, podía verse el resplandor de las llamas.
CAPÍTULO 91
Langdon y la chica echaron a correr hacia la entrada principal de la iglesia de Santa Maria della Vittoria. Al llegar se encontraron con que la puerta de madera estaba cerrada. Vittoria disparó tres veces a la vieja cerradura con la semiautomática de Olivetti y la hizo añicos.
La iglesia carecía de antesala, de modo que al abrir la puerta accedieron directamente al santuario. La escena que encontraron era tan inesperada, tan extraña, que Langdon tuvo que cerrar los ojos y volver a abrirlos antes de que su mente pudiera asimilarla.
La iglesia era de un barroco fastuoso, con las paredes y los altares dorados. En el centro del santuario, bajo la cúpula principal, habían sido apilados los bancos de madera y ahora ardían como una especie de épica pira funeraria. La hoguera se alzaba hasta la cúpula. Al levantar la mirada, el auténtico horror de la escena descendió como un ave de presa.
En lo alto, de los lados derecho e izquierdo del techo, colgaban los cables que solían utilizarse para balancear el incensario sobre la congregación. Ahora, sin embargo, no colgaba ningún incensario de ellos. Tampoco se balanceaban. Habían sido utilizados para otra cosa.
Suspendida de los cables había una persona. Un hombre desnudo. Le habían sujetado cada una de las muñecas a un cable, y lo habían alzado casi hasta desmembrarlo. Tenía los brazos completamente extendidos, como si estuviera clavado a una especie de crucifijo invisible que flotara en la casa de Dios.
Langdon se quedó paralizado al contemplar la escena. Un momento después, presenció la abominación final. El anciano levantó la cabeza: estaba vivo. Sus aterrorizados ojos lo miraron, suplicándole ayuda en silencio. En el pecho del hombre había un emblema. Había sido marcado. Langdon no podía verlo con claridad, pero sabía perfectamente qué decía. Las llamas, cada vez más altas, ya casi lamían los pies del hombre, que dejó escapar un grito de dolor.