Como impulsado por una fuerza invisible, Langdon sintió que de repente su cuerpo se ponía en marcha y echaba a correr por el pasillo central en dirección a la pira. Al acercarse, el humo inundó sus pulmones. A tres metros del infierno, en plena carrera, chocó contra un muro de calor. Al notar el intenso ardor en la piel del rostro, cayó de espaldas sobre el suelo de mármol mientras se protegía los ojos. Tambaleante, se puso nuevamente en pie y siguió adelante, intentando protegerse con las manos.
Rápidamente se dio cuenta de que no podría soportar la intensidad del fuego.
Retrocedió e inspeccionó las paredes de la capilla. «Un grueso tapiz —pensó—. Si pudiera sofocar de algún modo el... —Pero no había ningún tapiz—. ¡Esto es una capilla barroca, Robert, no un maldito castillo alemán! ¡Piensa!» Volvió a mirar al hombre que permanecía suspendido.
El humo y las llamas se arremolinaban en lo alto de la cúpula. Los cables del incensario a los que tenía atadas las muñecas estaban sujetos a unas poleas que pendían del techo, y de ahí descendían hasta unas cornamusas metálicas que había a cada lado de la nave. Langdon examinó una de las cornamusas. Estaba fijada a la pared a bastante altura, pero sabía que si llegaba a ella y aflojaba uno de los cables, disminuiría su tensión y entonces podría balancear al hombre y alejarlo el fuego.
Una llamarada alcanzó al cardenal y éste profirió un penetrante grito. Sus pies estaban empezando a llenarse de ampollas. Se estaba asando vivo. Langdon se volvió entonces hacia la cornamusa y corrió hacia ella.
En la parte trasera de la iglesia, Vittoria se había refugiado tras un banco de madera tratando de serenarse. La imagen que tenía ante sí era espantosa. Apartó la mirada. «¡Haz algo!» Se preguntó dónde debía de estar Olivetti. ¿Habría visto al hassassin? ¿Lo habría atrapado? ¿Dónde estaban ahora? Cuando por fin se disponía a ir a ayudar a Langdon, un ruido la detuvo.
El estrépito de las llamas era cada vez mayor, pero de repente otro ruido surcó el aire. Una vibración metálica. Cercana. La repetitiva cadencia parecía provenir del final de la hilera de bancos de la izquierda. Era un repiqueteo parecido al timbre de un teléfono, pero más pétreo y duro. Vittoria agarró con firmeza su pistola y se dirigió hacia la fila de bancos. El ruido era cada vez más fuerte. Se encendía y se apagaba. Era una vibración recurrente.
Al llegar al final del pasillo advirtió que el sonido provenía del suelo, de la esquina que había al final de la hilera de bancos. Mientras avanzaba con la pistola en la mano derecha, se percató de que también sostenía algo en la izquierda: su teléfono móvil. Había olvidado que lo había utilizado fuera de la iglesia para llamar a Olivetti..., y que éste había activado la vibración del suyo. Vittoria se llevó el teléfono a la oreja: todavía estaba sonando. El comandante no había contestado. De repente, con creciente miedo, creyó entender qué provocaba el ruido. Siguió adelante.
La iglesia entera pareció hundirse bajo sus pies al ver el cuerpo sin vida que yacía en el suelo. Del cadáver no manaba ningún fluido. Ni había signo de violencia alguno tatuado en su piel. Sólo se distinguía la aterradora geometría de la cabeza del comandante, vuelta hacia atrás ciento ochenta grados. La joven no pudo evitar recordar las imágenes del cadáver mutilado de su propio padre.
El teléfono de Olivetti estaba en el suelo, vibrando sobre el frío mármol. Vittoria colgó, y el aparato dejó de sonar. En cuanto se hizo el silencio, sin embargo, oyó un nuevo ruido. Una respiración en la oscuridad, a su espalda.
Empezó a volverse con la pistola en la mano, pero era demasiado tarde. Un intenso calor recorrió todo su cuerpo, de la cabeza a los pies, cuando el codo del asesino impactó con fuerza en su nuca.
—Ya eres mía —dijo una voz.
Luego se hizo la oscuridad a su alrededor.
Al otro lado del santuario, en la pared lateral izquierda, Langdon se había encaramado a lo alto de un banco e intentaba alcanzar la cornamusa, que estaba a casi dos metros de altura. Las cornamusas como ésa eran habituales en las iglesias, y las colocaban en alto para evitar que la gente las manipulara. Sabía que los sacerdotes utilizaban unas escaleras de mano llamadas pioli para acceder a ellas. Estaba claro que el asesino había usado la escalera de la iglesia para colgar a su víctima. «¿Dónde demonios está esa escalera ahora? —Langdon bajó la mirada y echó un vistazo a su alrededor—. ¿Dónde?» Un momento después, el corazón le dio un vuelco. Recordó dónde la había visto. Se volvió hacia el violento fuego. Efectivamente, la escalera estaba en lo más alto de la fogata, envuelta en llamas.
Presa de la desesperación, escudriñó la nave entera desde su plataforma elevada en busca de cualquier cosa que pudiera servirle para alcanzar la cornamusa. De repente, sin embargo, se dio cuenta de algo.
«¿Dónde está Vittoria?» Había desaparecido. «¿Habrá ido en busca de ayuda?» Langdon la llamó, pero no obtuvo respuesta. «¡¿Y dónde está Olivetti?!»
Un aullido de dolor sonó en las alturas y el profesor supo que ya era demasiado tarde. Al levantar la mirada pudo ver que la víctima se estaba asando lentamente. Ya sólo se le ocurría una cosa: «Agua. Mucha agua. Apagar el fuego. O al menos aplacar las llamas.»
—¡Necesito agua, maldita sea! —exclamó.
—Eso viene luego —contestó una voz desde la parte trasera de la iglesia.
Se volvió de golpe y a punto estuvo de caerse del banco.
Por el pasillo, un oscuro monstruo caminaba directamente hacia él. Incluso a la luz del fuego, sus ojos seguían pareciendo completamente negros. Langdon reconoció la pistola que llevaba en la mano. Era la misma que él había llevado antes en el bolsillo de la americana... La misma que Vittoria empuñaba al entrar en la iglesia.
La repentina oleada de pánico que sintió era un frenesí de miedos contrapuestos. Su instinto inicial fue pensar en Vittoria. ¿Qué le habría hecho ese animal? ¿Estaba herida? ¿O quizá algo peor? Al mismo tiempo, oyó que el cardenal gritaba desde las alturas. Iba a morir. Ayudarlo ahora era ya imposible. Finalmente, cuando el hassassin lo apuntó con la pistola, el pánico de Langdon se volvió sobre sí mismo y su instinto de supervivencia se activó. Se lanzó hacia el mar de bancos.
El impacto contra éstos fue más duro de lo esperado. Rodó por el suelo. El mármol amortiguó la caída con la misma suavidad que el frío acero. Entonces, unos pasos se acercaron a él por la derecha. Se volvió hacia la entrada y empezó a gatear por entre los bancos para salvar la vida.
En lo alto, el cardenal Guidera soportaba como podía sus últimos y desgarradores momentos de conciencia. Al posar la mirada sobre su propio cuerpo desnudo, advirtió que la piel de sus piernas empezaba a cubrirse de ampollas y a desprenderse. «Estoy en el infierno —decidió—. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Sabía que debía de tratarse del infierno porque miraba al revés la marca que tenía en el pecho y, aun así, como por arte de magia, podía leerla perfectamente.
CAPÍTULO 92
Tres votaciones. Seguían sin papa.
En la capilla Sixtina, el cardenal Mortati había empezado a rezar para que tuviera lugar un milagro: «¡Envíanos a los candidatos!». El retraso comenzaba a ser excesivo. La ausencia de un candidato podría haberla entendido. Por el contrario, la de cuatro los dejaba sin opciones. En esas condiciones, alcanzar una mayoría de dos tercios iba a requerir efectivamente una intervención divina.
Cuando los cerrojos de la puerta exterior empezaron a abrirse, Mortati y todo el Colegio Cardenalicio volvieron al unísono la cabeza hacia la entrada. Mortati sabía que eso sólo podía significar una cosa. Por ley, la puerta de la capilla podía ser abierta únicamente por dos razones: para sacar a alguien que estuviera muy enfermo, o para que entraran cardenales que llegaban tarde.