«¡Los preferiti ya están aquí!»
Las esperanzas de Mortati renacieron de inmediato. El cónclave estaba salvado.
Sin embargo, cuando la puerta se abrió, el grito ahogado que resonó por toda la capilla no fue de alegría. Mortati se quedó mirando con incredulidad al hombre que entró. Por primera vez en la historia del Vaticano, un camarlengo acababa de cruzar el sagrado umbral de un cónclave después de que hubieran sido selladas las puertas.
«¿En qué diantre está pensando?»
El camarlengo llegó al altar y se volvió para dirigirse a la atónita audiencia.
—Signori —dijo—, he esperado tanto como he podido. Hay algo que deben saber.
CAPÍTULO 93
Langdon no tenía ni idea de adónde se dirigía. Los reflejos eran el único compás que seguía para alejarse del peligro. Le ardían los codos y las rodillas de arrastrarse por debajo de los bancos. Aun así, siguió adelante. Una voz en su interior le dijo que girara a la izquierda. «Si llegaras al pasillo principal, podrías correr hacia la salida. —Pero sabía que era imposible—. ¡Hay una muralla de llamas bloqueando el pasillo principal!» Mientras avanzaba, su mente no dejaba de barajar opciones. Oyó que los pasos se acercaban con rapidez, ahora por la derecha.
Sucedió sin que Langdon lo esperara. Había supuesto que todavía le quedaban otros tres metros de bancos hasta alcanzar la salida. Pero se había equivocado. Sin advertencia previa, la hilera de bancos terminó. Se quedó inmóvil, expuesto en medio de la iglesia. En la hornacina que había a su izquierda se hallaba lo que lo había llevado hasta allí. Se había olvidado por completo de ello. Desde esa perspectiva privilegiada, El éxtasis de santa Teresa, la gigantesca escultura de Bernini, se alzaba como una especie de naturaleza muerta pornográfica: la santa tumbada de espaldas, arqueada por el placer, la boca abierta en un gemido y, sobre ella, un ángel apuntándola con su flecha de fuego.
Una bala impactó entonces en el banco por encima de la cabeza de Langdon, que se puso rápidamente en pie. Impulsado únicamente por la adrenalina y apenas consciente de sus actos, echó a correr, encorvado y con la cabeza gacha, en dirección a la pared derecha de la iglesia. Cuando las balas empezaron a impactar a su alrededor, saltó como pudo y fue a parar contra la verja de un nicho que había en la pared.
Fue entonces cuando la vio. Hecha un gurruño al fondo de la nave. «¡Vittoria!» Tenía las piernas dobladas, pero le pareció que todavía respiraba. Ahora no tenía tiempo de ayudarla.
El asesino rodeó entonces los bancos por el extremo izquierdo de la iglesia y se abalanzó sobre él. Langdon supo que todo había terminado. El hombre lo apuntó con su arma y él hizo la única cosa que podía hacer. Saltó por encima de la barandilla del nicho. Justo cuando caía al suelo al otro lado, las columnas de mármol de la balaustrada recibieron los impactos de una lluvia de balas.
Langdon se arrastró hacia el fondo del nicho semicircular; se sentía como un animal acorralado. El único contenido de la hornacina parecía irónicamente apropiado: un sarcófago. «El mío, quizá», se dijo. Incluso la clase de ataúd parecía apropiado. Era una scatola: una pequeña caja de mármol sin adornos. El entierro saldría bien de precio. El sarcófago descansaba sobre dos bloques de mármol y, al ver la abertura que había debajo, Langdon se preguntó si cabría por ella.
Oyó el eco de unos pasos detrás de él.
Sin otra opción a la vista, se tumbó en el suelo y se deslizó por debajo del ataúd. Se agarró a los dos soportes de mármol, tiró con fuerza y se deslizó por la abertura. El asesino disparó.
Además del estruendo del disparo, Langdon notó que la bala le rozaba la piel. Pasó por su lado con un siseo como el de un latigazo y, al impactar contra el mármol, levantó una nube de polvo. Asustado, metió todo su cuerpo en la abertura y, tras arrastrarse por el suelo de mármol, llegó finalmente al otro lado del sarcófago.
No había salida.
Langdon se encontró cara a cara con la pared trasera del nicho. No tenía duda alguna de que ese diminuto espacio detrás del ataúd se convertiría en su tumba. «Y muy pronto», pensó al ver que el cañón de la pistola asomaba por la abertura. El hassassin sostenía la pistola en paralelo al suelo, apuntando directamente a su estómago.
No podía fallar.
El instinto de supervivencia espoleó la mente del profesor. Retorciéndose, se tumbó sobre su estómago, en paralelo al féretro. Boca abajo, plantó las manos en el suelo, abriéndose el corte que se había hecho en los archivos con un cristal. Ignorando el dolor, levantó el torso como si hiciera flexiones y arqueó el estómago justo en el momento en el que el arma disparaba. Pudo notar la onda expansiva de las balas al pasar por su lado y pulverizar la porosa pared de travertino que tenía detrás. Cerrando los ojos y luchando contra el cansancio, rezó para que el estruendo cesara.
Finalmente lo hizo.
El estrépito del tiroteo fue reemplazado por el frío clic de una recámara vacía.
Langdon abrió los ojos lentamente, casi temiendo que sus párpados hicieran ruido. Luchando contra el dolor, se mantuvo inmóvil y arqueado como un gato. No se atrevía siquiera a respirar. Con los tímpanos todavía ensordecidos por el tiroteo, aguzó el oído para averiguar si el asesino se alejaba. Silencio. Pensó en Vittoria. Desearía poder ayudarla.
El ruido que oyó a continuación fue ensordecedor. Un bramido gutural apenas humano.
De repente, el sarcófago parecía estar inclinándose. Langdon se dejó caer al suelo al notar que cientos de kilos se tambaleaban sobre él. La gravedad superó la fricción, y la tapa se deslizó sobre el ataúd y cayó al suelo a su lado. Luego le tocó el turno al ataúd, que empezó a balancearse sobre sus soportes.
En cuanto éste empezó a moverse, Langdon supo que o bien quedaba sepultado en el interior del hueco del ataúd, o bien sería aplastado por uno de sus costados. Rápidamente encogió las piernas y la cabeza, y pegó los brazos a los lados, replegándose sobre sí mismo. Luego cerró los ojos y esperó la caída del ataúd.
Cuando sucedió, todo el suelo tembló bajo él, e incluso sus dientes se estremecieron en las encías. El borde superior aterrizó a unos milímetros de su cabeza. El brazo derecho, que Langdon ya había dado por perdido, seguía milagrosamente intacto. Abrió entonces los ojos y vislumbró un haz de luz. El borde derecho del sarcófago seguía parcialmente apoyado sobre su soporte. Justo encima, sin embargo, Langdon se encontró con el mismo rostro de la muerte.
El ocupante original de la tumba permanecía suspendido sobre él. Se había adherido al fondo del ataúd, algo frecuente en los cadáveres descompuestos. El esqueleto permaneció así un momento, como un amante vacilante, hasta que, con un pegajoso crujido, sucumbió a la gravedad y se despegó. El cadáver se abrazó a Langdon, envolviéndolo en una lluvia de huesos pútridos y polvo.
Antes de que pudiera reaccionar, un brazo se deslizó dentro del ataúd por la abertura y, como una pitón hambrienta, reptó por entre los huesos del cadáver. Palpando a ciegas, llegó hasta el cuello de Langdon y se aferró a él. El profesor intentó zafarse del puño de acero que le aplastaba la laringe, pero la manga izquierda se le había quedado enganchada con el borde del ataúd. Sólo tenía un brazo libre, y la lucha era una batalla perdida.
Flexionó las piernas en el escaso espacio disponible y buscó con los pies el fondo del ataúd. Lo encontró. Entonces, mientras la mano alrededor de su cuello aumentaba la presión, cerró los ojos y extendió las piernas a modo de ariete. El ataúd se movió. No mucho, pero fue suficiente.