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Con un áspero chirrido, el sarcófago resbaló del soporte en el que todavía estaba apoyado y aterrizó en el suelo. El borde del ataúd aplastó el brazo del asesino, que profirió un apagado grito de dolor. La mano liberó entonces el cuello de Langdon y se retorció en la oscuridad. Cuando el asesino consiguió finalmente retirar el brazo, el ataúd cayó con un conclusivo ruido sordo contra el liso suelo de mármol.

Oscuridad. De nuevo.

Y silencio.

Langdon no oyó que el asesino, frustrado, golpeara el exterior del sarcófago volcado, ni que intentara levantarlo. Nada. Tumbado en la oscuridad en medio de una pila de huesos, se encontró en la más absoluta negrura y volvió a pensar en ella.

«¿Estás viva, Vittoria?»

Si Langdon hubiera sabido la verdad —el horror en el que Vittoria pronto despertaría—, habría deseado que, por su bien, estuviera ya muerta.

CAPÍTULO 94

Sentado en la capilla Sixtina junto a sus asombrados colegas, el cardenal Mortati intentaba comprender las palabras que estaba oyendo. Ante él, iluminado únicamente por la luz de las velas, el camarlengo acababa de contarles una historia de tal odio y traición que el cardenal no pudo evitar echarse a temblar. Ventresca les había hablado de cardenales secuestrados, marcados a fuego y asesinados. También de los antiguos illuminati —un nombre que desenterraba miedos olvidados—, y de su resurgimiento y pretensión de vengarse de la Iglesia. Con dolor en la voz, el camarlengo les había contado asimismo lo sucedido con el papa..., envenenado por la hermandad. Y finalmente, casi en un susurro, les había revelado la existencia de una nueva y mortífera tecnología, la antimateria, que amenazaba con destruir por completo la Ciudad del Vaticano antes de dos horas.

Cuando hubo terminado fue como si el mismísimo Satanás hubiera absorbido el aire de la capilla. Nadie podía moverse. Las palabras del camarlengo todavía flotaban en la oscuridad.

El único ruido que Mortati podía oír ahora era el anómalo zumbido de una cámara de televisión, al fondo. Una presencia electrónica inédita en la historia de los cónclaves, pero que el camarlengo había exigido. Para completo asombro de los cardenales, el sacerdote había entrado en la capilla Sixtina con dos reporteros de la BBC —un hombre y una mujer— y había anunciado que retransmitirían su solemne declaración, en directo para todo el mundo.

Dirigiéndose hacia la cámara, el camarlengo dio un paso adelante.

—A los illuminati —dijo endureciendo el tono—, y a los hombres de ciencia, permítanme que les diga algo. —Se detuvo un momento—. Han ganado la guerra.

El silencio se extendió hasta el rincón más remoto de la capilla. Mortati podía oír incluso los desesperados latidos de su corazón.

—La partida hace mucho tiempo que comenzó —prosiguió Ventresca—. Su victoria era inevitable. Nunca antes había sido tan evidente. La ciencia es el nuevo Dios.

«¿Qué está diciendo? —pensó Mortati—. ¿Es que se ha vuelto loco? ¡Todo el mundo está escuchando esto!»

—Medicina, comunicaciones electrónicas, viajes espaciales, manipulación genética... Ésos son los milagros sobre los que ahora les hablamos a nuestros hijos. Ésos son los milagros que esgrimimos como prueba de que la ciencia nos ofrecerá respuestas. Las viejas historias de concepciones inmaculadas, zarzas en llamas y mares que se separan ya no son relevantes. Dios ha quedado obsoleto. La ciencia ha ganado la batalla. Nos damos por vencidos.

Un murmullo de confusión y desconcierto recorrió la capilla.

—Ahora bien —añadió el camarlengo intensificando el tono de su voz—, la victoria de la ciencia tiene un coste para todos nosotros. Un coste muy elevado.

Silencio.

—La ciencia puede haber aliviado las penurias de la enfermedad y del trabajo, así como habernos proporcionado una amplia colección de artilugios para nuestro entretenimiento y nuestra comodidad, pero nos ha dejado un mundo sin milagros. Nuestras puestas de sol han sido reducidas a longitudes de onda y frecuencias. Las complejidades del universo han quedado desglosadas en ecuaciones matemáticas. Incluso nuestra autoestima como seres humanos ha sido aniquilada. La ciencia proclama que el planeta Tierra y sus habitantes no son más que una insignificante mota de polvo en el universo. Un mero accidente cósmico. —Se detuvo un momento—. Incluso la tecnología que promete unirnos, en realidad, nos divide. Cada uno de nosotros está electrónicamente conectado a los demás y, sin embargo, nos sentimos completamente solos. Nos bombardean con imágenes de violencia, división, fractura y traición. El escepticismo se ha convertido en virtud. Y el cinismo y la exigencia de pruebas, en pensamiento ilustrado. ¿De veras le sorprende a alguien que los seres humanos se sientan hoy más deprimidos y derrotados que en ningún otro momento de la historia? ¿Hay algo que la ciencia considere sagrado? La ciencia investiga nuestros fetos nonatos en busca de respuestas. Presume incluso de manipular nuestro propio ADN. Desmenuza el mundo de Dios en piezas más y más pequeñas en busca de un significado..., y lo único que encuentra son más preguntas.

Mortati observaba con asombro al camarlengo. Sus palabras eran casi hipnóticas. La fortaleza física de sus movimientos y de su voz no la había presenciado nunca en un altar vaticano. La voz del hombre estaba preñada de convicción y tristeza.

—La vieja guerra entre ciencia y religión ha terminado —dijo Ventresca—. Han ganado. Pero no lo han hecho limpiamente. No han ofrecido respuestas. Han ganado haciendo creer a nuestra sociedad que las verdades que antaño guiaban nuestros pasos ahora son inaplicables. La religión no puede seguir su ritmo. El crecimiento científico es exponencial. Se alimenta a sí mismo como un virus. Cada nuevo descubrimiento conduce a otro. A la humanidad le llevó miles de años progresar de la rueda al coche, pero sólo unas décadas del coche al espacio. Ahora medimos el progreso científico en semanas. Estamos fuera de control. La brecha entre nosotros es cada vez mayor, y la religión ha quedado atrás. La gente sufre un vacío espiritual. Buscamos desesperadamente un sentido. Créanme: desesperadamente. Vemos ovnis, contactamos con espíritus, tenemos experiencias extrasensoriales, emprendemos búsquedas mentales; todas esas excéntricas ideas tienen una pátina científica, pero son desvergonzadamente irracionales. Son el grito desesperado del alma moderna, solitaria y atormentada, lisiada por sus propios conocimientos y su incapacidad de aceptar un significado en nada que sea ajeno a la tecnología.

Mortati advirtió que se había inclinado hacia delante. Tanto él como los demás cardenales y la gente de todo el mundo estaban pendientes de cada una de las palabras del sacerdote. El camarlengo hablaba sin retórica ni vitriolo. No hacía referencia a las Escrituras ni a Jesucristo. Hablaba utilizando términos modernos, sin adornos, puros. En cierto modo, era como si esas palabras las pronunciara el mismo Dios. Ventresca utilizaba un idioma moderno para comunicar su antiguo mensaje. En ese momento, Mortati entendió las razones por las que el fallecido papa sentía tanto aprecio por ese joven. En un mundo de apatía, cinismo y deificación tecnológica, hombres como el camarlengo, realistas, capaces de dirigirse a otras almas como él acababa de hacer, eran la única esperanza de la Iglesia.

Su tono se volvió aún más enérgico.

—La ciencia, dicen ustedes, nos salvará. La ciencia, digo yo, nos ha destruido. Desde la época de Galileo, la Iglesia ha intentado entorpecer su implacable avance, a veces con los medios equivocados, pero siempre con buena intención. Aun así, las tentaciones son demasiado grandes para que el hombre pueda resistirse a ellas. Miren a su alrededor. Las promesas de la ciencia no se han cumplido. Sus promesas de eficiencia y simplicidad sólo nos han traído polución y caos. Somos una especie fracturada y frenética... que se hunde en una espiral de destrucción.