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El camarlengo hizo una larga pausa y luego miró fijamente a la cámara.

—¿Quién es ese dios de la ciencia? ¿Qué dios le ofrece a la gente poder pero no un marco moral para poder utilizarlo? ¿Qué clase de dios le da fuego a un niño pero no le advierte de sus peligros? El lenguaje de la ciencia carece de referentes sobre lo que está bien y lo que está mal. Los manuales de ciencia nos dicen cómo crear una reacción nuclear, pero no contienen ningún apartado en el que se nos pregunte si es una buena o una mala idea.

»A los hombres de ciencia les digo lo siguiente: la Iglesia está cansada. Estamos agotados de intentar ser su referente moral. Cada vez nos resulta más difícil ser la voz de equilibrio mientras ustedes prosiguen ciegamente su búsqueda de chips más pequeños y beneficios más grandes. No les pedimos que se refrenen, pues está claro que no pueden. Su mundo se mueve tan rápidamente que, si se detienen siquiera un instante a considerar las implicaciones de sus acciones, alguien más eficiente los adelantará de inmediato. Así que siguen adelante. No dejan de construir armas de destrucción masiva, pero es el papa quien viaja por el mundo para recordarnos las implicaciones morales de nuestras acciones. Invitan a la gente a interactuar mediante teléfonos, pantallas de vídeo y ordenadores, pero es la Iglesia la que abre sus puertas y anima a la gente a relacionarse en persona. Asesinan incluso a bebés nonatos en nombre de una investigación que salvará vidas. Y, una vez más, es la Iglesia la que pone en evidencia la falacia de ese razonamiento.

»Mientras tanto, ustedes proclaman la ignorancia de la Iglesia. Pero ¿quién es más ignorante?, ¿el hombre que no puede definir un relámpago o el que no respeta su asombroso poder? Esta Iglesia les tiende la mano. Se la tiende a todos. Y, sin embargo, cuanto más lo intenta, más nos rehúyen. Demuestren que existe un dios, nos dicen. ¡Y yo les contesto que observen el cielo con sus telescopios y me digan cómo puede no haber uno! —El camarlengo tenía lágrimas en los ojos—. Me preguntan por el aspecto de Dios. Y yo les contesto que de dónde sale esa pregunta. Las respuestas son una y la misma. ¿No ven a Dios en su ciencia? ¿Cómo puede ser? Aseguran que el más mínimo cambio en la fuerza de la gravedad o en el peso del átomo habría convertido nuestro universo en una neblina sin vida en vez de nuestro magnífico mar de cuerpos celestiales, ¿y no ven la mano de Dios en ello? ¿De verdad es más fácil creer que simplemente escogimos la carta adecuada de una baraja de miles de millones? ¿Tan grande es nuestra crisis espiritual que preferimos creer en imposibilidades matemáticas antes que en un poder más grande que nosotros?

»Tanto si creen en Dios como si no —continuó Ventresca, ensombreciendo todavía más el tono de voz—, deben creer esto que les digo. Al abandonar nuestra confianza en un poder más grande que nosotros, abandonamos nuestro sentido de la responsabilidad. La fe..., todas las fes... son admoniciones de que hay algo que no podemos entender ante lo que somos responsables. Con fe somos responsables ante los demás, ante nosotros mismos y ante una verdad superior. La religión es imperfecta, pero sólo porque el hombre lo es. Si el mundo exterior pudiera ver esta Iglesia como yo la veo..., más allá del ritual de estas paredes..., verían un milagro moderno, una hermandad de almas simples e imperfectas que únicamente pretende ser una voz compasiva en un mundo fuera de control.

El camarlengo se volvió entonces hacia el Colegio Cardenalicio. La cámara de la BBC siguió instintivamente su mirada y enfocó a los cardenales.

—¿Somos obsoletos? —preguntó Ventresca—. ¿Son estos hombres dinosaurios? ¿Lo soy yo? ¿Necesita el mundo una voz para los pobres, los débiles, los oprimidos, los bebés nonatos? ¿Necesitamos almas como éstas, que, aun imperfectas, se pasan la vida implorándonos a cada uno de nosotros que prestemos atención a los referentes morales y no nos descarriemos?

Mortati se dio cuenta de que, conscientemente o no, la jugada del camarlengo estaba siendo brillante. Al mostrar a los cardenales personalizaba a la Iglesia. La Ciudad del Vaticano ya no consistía únicamente en una serie de edificios, sino también en personas. Personas que, al igual que el camarlengo, se habían pasado la vida al servicio del bien.

—Esta noche estamos al borde de un precipicio —declaró el sacerdote—. Ninguno de nosotros puede permitirse ser apático. Tanto da que para ustedes el mal sea Satanás, la corrupción o la inmoralidad... La fuerza oscura está viva y no deja de crecer. No la ignoren. —El camarlengo bajó el tono y la cámara se acercó a él—. Aunque poderosa, la fuerza no es invencible. El bien puede prevalecer. Escuchen sus corazones. Escuchen a Dios. Juntos podemos salir de este abismo.

Finalmente, Mortati lo comprendió. Ésa era la razón. El cónclave había sido violado, pero se trataba de la única opción. Era una dramática y desesperada petición de ayuda. El camarlengo se dirigía tanto a sus enemigos como a sus amigos. Suplicaba a todo el mundo que viera la luz y detuviera la locura. Sin duda, quienes estuvieran escuchándolo advertirían la demencia del complot que estaba denunciando y harían algo al respecto.

Ventresca se arrodilló ante el altar.

—Recen conmigo.

El Colegio Cardenalicio al completo se arrodilló y se unió a su rezo.

Tanto en la plaza de San Pedro como alrededor del globo, la gente, atónita, se arrodilló con ellos.

CAPÍTULO 95

El hassassin depositó su trofeo inconsciente en la parte trasera de la furgoneta y se detuvo un momento para admirar su cuerpo. No era tan hermosa como las mujeres que solía comprar, pero aun así había en ella una fuerza animal que lo excitaba. Su cuerpo relucía, perlado por el sudor, y olía a almizcle.

El hassassin siguió saboreando su premio e ignoró las punzadas que sentía en el brazo. Aunque dolorosa, la magulladura que le había hecho el sarcófago al caer era insignificante. Bien valía la compensación que obtendría. Se consoló con la idea de que el estadounidense que le había hecho eso ya debía de estar muerto.

Mientras contemplaba a su prisionera incapacitada, pensó en lo que le esperaba. Metió la mano por debajo de su camiseta. El tacto de sus pechos parecía perfecto bajo el sujetador. «Sí. —Sonrió—. Realmente mereces la pena.» Conteniendo el impulso de tomarla allí mismo, cerró la puerta y se alejó en la noche.

No hacía falta que alertara a la prensa de ese asesinato... Las llamas lo harían por él.

En el CERN, Sylvie seguía asombrada por el discurso del camarlengo. Nunca antes se había sentido tan orgullosa de ser católica y tan avergonzada de trabajar en el CERN. Al salir del ala recreativa, advirtió que ahora el ánimo en las salas era confuso y sombrío. Cuando llegó al despacho de Kohler, las siete líneas telefónicas estaban sonando. A Kohler nunca le pasaban las llamadas de los medios de comunicación, así que esas llamadas entrantes sólo podían significar una cosa.

Geld. Dinero.

Ya había gente interesada en la tecnología de la antimateria.

En el Vaticano, Gunther Glick tenía la sensación de flotar a un palmo del suelo mientras seguía al camarlengo fuera de la capilla Sixtina. Macri y él acababan de hacer la retransmisión en directo de la década. Y menuda retransmisión. El camarlengo había estado sensacional.

Ya en el pasillo, Ventresca se volvió hacia ellos.

—He pedido a la Guardia Suiza que les entreguen las fotografías que tenemos de los cardenales marcados, así como del cadáver de su santidad. He de advertirles de que no son unas imágenes en absoluto agradables. Quemaduras horripilantes. Lenguas renegridas. Aun así, me gustaría que se las mostraran al mundo.