Glick decidió que el Vaticano esa noche debía de celebrar la Navidad. «¿Quiere que muestre en televisión una fotografía en exclusiva del papa muerto?»
—¿Está seguro? —preguntó, intentando disimular la excitación de su voz.
El camarlengo asintió.
—La Guardia Suiza también les proporcionará imágenes en directo de la cuenta atrás del contenedor de antimateria.
Glick se lo quedó mirando. «¡Navidad! ¡Navidad! ¡Navidad!»
—Los illuminati están a punto de descubrir que han ido demasiado lejos —declaró el camarlengo.
CAPÍTULO 96
Como un tema recurrente en una sinfonía demoníaca, la asfixiante oscuridad había regresado.
«Sin luz. Sin aire. Sin escapatoria.»
Langdon permanecía atrapado bajo el sarcófago volcado y tenía la sensación de estar perdiendo la razón. Para apartar sus pensamientos del aplastante espacio en el que se encontraba, intentó que su mente siguiera un proceso lógico: matemáticas, música, lo que fuera. Sin embargo, no parecía haber sitio para pensamientos tranquilizadores. «¡No puedo moverme! ¡No puedo respirar!»
Afortunadamente, al caer el ataúd, había conseguido liberar la manga, y ahora podía usar ambos brazos. Aun así, por mucho que empujara el fondo de la diminuta celda, no conseguía moverla. Por extraño que pudiera parecer, deseó que su manga todavía estuviera enganchada. Al menos así entraría algo de aire por la ranura.
Mientras seguía empujando el fondo del ataúd, la manga cayó hacia atrás y dejó a la vista el tenue resplandor de un viejo amigo: Mickey. El verdoso dibujo animado parecía burlarse de él.
Palpó en la oscuridad en busca de alguna otra señal de luz, pero el borde del sarcófago había quedado completamente a ras del suelo. «Malditos perfeccionistas italianos», execró Langdon ahora que se encontraba en peligro por la misma excelencia artística que enseñaba a reverenciar a sus alumnos: bordes perfectos, paralelas impecables y, por supuesto, uso exclusivo del mármol de Carrara más compacto y resistente.
La precisión podía resultar asfixiante.
—Levántala de una maldita vez —dijo en voz alta, empujando con mayor fuerza la maraña de huesos.
La caja se movió ligeramente. Apretando la mandíbula, volvió a intentarlo. La caja pesaba como una gran roca, pero esta vez consiguió levantarla medio centímetro. Un fugaz haz de luz lo envolvió antes de volver a caer con un golpe seco y dejarlo nuevamente a oscuras. Intentó volver a levantar el ataúd con las piernas, pero ahora ya no tenía espacio suficiente para estirarlas.
Atenazado por la claustrofobia, tuvo la impresión de que las paredes del sarcófago se encogían a su alrededor. Presa del delirio, luchó contra esa ilusión con los restos de intelecto que le quedaban.
—Sarcófago —dijo en voz alta con la mayor esterilidad académica de la que fue capaz.
Pero ese día incluso la erudición parecía estar en su contra. «Sarcófago proviene de las palabras griegas sarx, que significa “carne”, y phagein, que significa “comer”. Estoy atrapado en una caja literalmente diseñada para “comer carne”.»
Las imágenes de jirones de carne y huesos sólo sirvieron para recordarle que estaba cubierto de restos humanos. El pensamiento le provocó náuseas y escalofríos. Pero también le dio una idea.
Tras rebuscar a tientas por el ataúd, encontró un fragmento de hueso. ¿Una costilla, quizá? No le importaba. Lo único que quería era algo que le sirviera de cuña. Si conseguía levantar el féretro, aunque sólo fuera unos milímetros, y deslizaba el fragmento de hueso por debajo del borde, quizá entraría suficiente aire...
Tras apoyar la punta del hueso en la ranura entre el suelo y el ataúd, extendió la otra mano y empujó hacia arriba. La caja no se movió. Ni un milímetro. Volvió a intentarlo. Por un momento pareció temblar ligeramente, pero eso fue todo.
Asfixiado por el fétido olor y la falta de oxígeno, Langdon se dio cuenta de que sólo le quedaba tiempo para un intento más. Y también comprendió que necesitaría ambos brazos.
Colocó entonces la punta del hueso en la rendija y, cambiando de posición, lo apoyó contra el hombro. Con cuidado de que no se soltara, levantó las dos manos. El sofocante espacio le resultaba cada vez más asfixiante y sintió una oleada de intenso pánico. Era la segunda vez ese día que se quedaba atrapado sin aire. Con un fuerte grito, Langdon empujó hacia arriba. Consiguió levantar por un instante el ataúd. Tiempo suficiente. El fragmento de hueso que había apoyado contra el hombro se deslizó por la rendija que había abierto. Cuando el sarcófago volvió a caer, el hueso se hizo añicos, pero esta vez el féretro quedó ligeramente apuntalado. Bajo el borde podía verse un diminuto haz de luz.
Agotado, Langdon se dejó caer sobre la espalda y aguardó a que la asfixiante sensación de la garganta desapareciera. Sin embargo, a medida que pasaban los segundos, iba a peor. El aire que entraba por la ranura parecía imperceptible. Se preguntó si sería suficiente para mantenerlo con vida. Y, en tal caso, por cuánto tiempo. Si se desmayaba, ¿cómo iban a saber que estaba allí dentro?
Volvió a consultar la hora: las 22.12. Con dedos trémulos, buscó a tientas la esfera del reloj, hizo girar una ruedecilla y presionó un botón.
Las paredes parecieron comprimirse a su alrededor y él empezó a sentir que perdía el conocimiento. Sus viejos miedos volvían a resurgir. Tal y como había hecho otras veces, intentó pensar que se encontraba en campo abierto. La imagen que conjuró, sin embargo, no fue de mucha ayuda. La pesadilla que lo atormentaba desde la infancia acudió de nuevo a su mente...
«Estas flores aquí parecen salidas de un cuadro», pensó el niño mientras cruzaba a la carrera el prado. Le habría gustado que sus padres hubieran ido con él, pero estaban ocupados montando la tienda de campaña.
—No vayas a explorar muy lejos —le había dicho su madre.
Él fingió que no la oía y se internó en el bosque.
Ahora, tras atravesar el glorioso campo, el chico llegó a una pila de piedras. Supuso que debían de ser los cimientos de una antigua hacienda. No se acercaría. Sabía que no debía. Además, otra cosa había llamado su atención: un reluciente «zapatito de Venus», la flor más rara y hermosa de New Hampshire. Hasta entonces sólo la había visto en las páginas de los libros.
Excitado, el muchacho corrió hacia la flor y se arrodilló ante ella. El suelo, mullido, estaba cubierto por completo de hierba. Advirtió entonces que su flor había encontrado un lugar especialmente fértil para crecer: los restos de una pila de madera podrida.
Emocionado ante la perspectiva de llevarse a casa su premio, estiró el brazo para coger el tallo.
Nunca llegó a hacerlo.
Se oyó un escalofriante crujido y la tierra cedió bajo sus pies.
Durante los tres segundos de mareante terror que duró la caída, el chico creyó que iba a morir. La colisión haría añicos sus huesos, pensó mientras se precipitaba en caída libre. Cuando llegó al fondo, sin embargo, no sintió dolor. Únicamente algo blando.
Y frío.
Se estrelló contra la superficie líquida y se sumergió en su angosta oscuridad. Desorientado, palpó las lisas paredes que lo rodeaban. De algún modo, como por instinto, consiguió salir a la superficie.
Luz.
Tenue. Sobre su cabeza. Se diría que a kilómetros de distancia.
Buscó en las paredes algo a lo que agarrarse. Sólo encontró piedra lisa. Había caído en un pozo abandonado. Pidió ayuda, pero sus gritos reverberaron en el estrecho pozo. Gritó una y otra vez. Sobre él, la luz del irregular agujero se iba atenuando.