Выбрать главу

Empezaba a caer la noche.

El tiempo pareció contraerse en la oscuridad. Mientras flotaba en el fondo del pozo, se sentía cada vez más entumecido. No dejaban de atormentarlo visiones de las paredes derrumbándose y enterrándolo vivo. Los brazos, ya fatigados, le dolían. Varias veces creyó oír voces. Gritó, pero su voz sonaba apagada, como en un sueño.

Al llegar la noche, el pozo pareció estrecharse aún más. Como si sus paredes se comprimieran. El chico intentó resistirse. Agotado, quiso darse por vencido, pero el agua lo mantenía a flote y enfriaba sus miedos hasta dejarlo entumecido.

Cuando el equipo de rescate llegó, encontraron al muchacho casi inconsciente. Había pasado cinco horas en el agua. Dos días después, el Boston Globe publicó en portada una noticia titulada «El pequeño nadador que sobrevivió».

CAPÍTULO 97

El hassassin sonrió al aparcar su furgoneta junto a la gigantesca estructura de piedra que daba al río Tíber. Subió la escalera con su trofeo a cuestas, agradecido de que su carga no pesara mucho.

Llegó a la puerta.

«La Iglesia de la Iluminación —se regodeó—. La antigua sala de reuniones de los illuminati. ¿Quién habría imaginado que se encontraba aquí?»

Una vez dentro, depositó a la mujer sobre un diván acolchado. Luego le ató las manos a la espalda y los pies entre sí. Lo que deseaba hacerle debía esperar hasta que hubiese terminado su tarea final. «Agua.»

Aun así, se permitió un momento de indulgencia. Se arrodilló a su lado y le pasó la mano por el muslo. Era suave. Subió la mano un poco más. Sus dedos oscuros se introdujeron por debajo del dobladillo de sus pantalones cortos. Subió un poco más.

Se detuvo. «Paciencia —se dijo, excitado—. Hay trabajo por hacer.»

Salió un momento al balcón de piedra de la cámara. La brisa vespertina enfrió lentamente su ardor. Abajo bramaba el Tíber. Levantó entonces la mirada hacia la cúpula de la basílica de San Pedro, a apenas un kilómetro y medio, desnuda bajo el resplandor de centenares de focos de los medios de comunicación.

—Ha llegado vuestra hora final —dijo en voz alta, pensando en los miles de musulmanes asesinados durante las cruzadas—. A medianoche os reuniréis con vuestro Dios.

A su espalda, la joven se revolvió. El hassassin dio media vuelta. Consideró si dejar que se despertara. El terror en los ojos de una mujer era su mayor afrodisíaco.

Optó por la prudencia. Sería mejor que permaneciera inconsciente mientras él no estaba presente. Aunque estuviera atada y no pudiera escapar, no quería regresar y encontrársela agotada de forcejear. «Quiero que guardes tus fuerzas... para mí.»

Levantando ligeramente la cabeza de la mujer, el hassassin colocó la palma de la mano bajo su cuello y buscó el hueco que había justo debajo del cráneo. Había utilizado ese punto de presión en incontables ocasiones. Con una fuerza aplastante, hundió el pulgar en el blando cartílago. La mujer se desplomó al instante. «Veinte minutos», pensó. Sería un magnífico colofón a un día perfecto. En cuanto la hubiera utilizado, y ella hubiera muerto mientras lo hacía, él saldría al balcón a contemplar los fuegos artificiales del Vaticano.

Tras dejar su trofeo inconsciente sobre el sofá, el hassassin bajó a una mazmorra iluminada con antorchas. La tarea final. Se dirigió a la mesa y reverenció los sagrados moldes metálicos que habían dejado allí para él.

«Agua.» El último elemento.

Como había hecho ya en las tres ocasiones anteriores, cogió una antorcha de la pared y calentó un extremo del molde. Cuando estuvo al rojo vivo, lo llevó a la celda.

En su interior, un hombre permanecía de pie en silencio. Viejo y solo.

—Cardenal Baggia —susurró el asesino—. ¿Ha rezado ya?

El italiano lo miró sin miedo.

—Sólo por su alma.

CAPÍTULO 98

Los seis bomberos que acudieron a la iglesia de Santa Maria della Vittoria sofocaron el fuego con chorros de gas halón. El agua era más barata, pero el vapor habría estropeado los frescos de la capilla, y el Vaticano ofrecía a los pompieri un generoso estipendio por un servicio rápido y prudente en los edificios de su propiedad.

Debido a la naturaleza de su trabajo, los bomberos presenciaban tragedias casi a diario, pero lo acontecido en esa iglesia era algo que ninguno de ellos olvidaría. Crucifixión, ahorcamiento, quema en la hoguera..., la escena parecía salida directamente de una pesadilla gótica.

Lamentablemente, como solía suceder, los medios habían llegado antes que el cuerpo de bomberos, y habían grabado numerosas imágenes antes de que despejaran la iglesia. Cuando los bomberos pudieron finalmente descolgar a la víctima y depositarla en el suelo, no tuvieron duda alguna de quién se trataba.

Cardinale Guidera —susurró uno de ellos—. Di Barcellona.

La víctima estaba desnuda. La parte inferior de su cuerpo había quedado completamente carbonizada y las heridas abiertas de los muslos rezumaban sangre. Las tibias estaban expuestas. Un bombero vomitó. Otro tuvo que salir de la iglesia para respirar aire fresco.

Lo más espantoso, sin embargo, era el símbolo que le habían grabado en el pecho. El jefe del equipo de bomberos rodeó el cadáver sobrecogido por el horror. «È opera del diavolo —dijo para sí—. Esto es obra del mismísimo Satanás.» Y se santiguó por primera vez desde que era niño.

C’è un altro cadavere! —exclamó alguien. Uno de los bomberos había encontrado otro cuerpo.

El jefe de bomberos reconoció de inmediato a la segunda víctima. El austero comandante de la Guardia Suiza era un hombre por el que pocos representantes de las fuerzas del orden público sentían aprecio. El jefe llamó al Vaticano, pero todas las líneas estaban ocupadas. Sabía que daba igual. La Guardia Suiza se enteraría por la televisión en cuestión de minutos.

Al inspeccionar los daños para intentar dilucidar qué debía de haber pasado, el jefe vio un nicho que había sido acribillado a balazos. Un ataúd había caído de sus soportes y había volcado. Estaba todo hecho un desastre. «De esto ya se encargarán la policía y la Santa Sede», pensó, volviéndose.

Mientras lo hacía, sin embargo, oyó un ruido que provenía del ataúd y se detuvo. Era un sonido que a ningún bombero le gustaba oír.

Una bomba! —gritó—. Tutti fuori!

Cuando la brigada de artificieros dio la vuelta al ataúd, descubrió el origen del pitido. Todos se quedaron mirando fijamente la escena, confusos.

Medico! —exclamó finalmente un artificiero—. Un medico!

CAPÍTULO 99

—¿Alguna noticia de Olivetti? —preguntó el camarlengo, con el rostro macilento, mientras Rocher lo escoltaba de la capilla Sixtina al despacho del papa.

—No, signore. Temo lo peor.

Cuando llegaron al despacho, el camarlengo se dirigió a Rocher con voz grave.

—Capitán, ya no puedo hacer nada más. De hecho, me temo que ya he hecho demasiado. Voy a entrar al despacho a rezar. Que nadie me moleste. El resto está ahora en manos de Dios.

—Sí, signore.

—Es tarde, capitán. Encuentre ese contenedor.

—Nuestra búsqueda continúa. —Rocher vaciló—. Pero el arma parece estar muy bien escondida.

Ventresca hizo una mueca de dolor, como si no pudiera pensar en ello.