—Si a las 23.15 horas el Vaticano todavía está en peligro, quiero que evacue a los cardenales. Pongo su seguridad en sus manos. Sólo le pido una cosa: deje que salgan de aquí con dignidad; que salgan a la plaza de San Pedro y se encuentren cara a cara con el resto del mundo. No quiero que la última imagen de esta Iglesia sea la de unos ancianos asustados huyendo por la puerta trasera.
—Muy bien, signore. ¿Y usted? ¿También vengo a buscarlo a las 23.15?
—No hará falta.
—Signore?
—Me iré cuando el espíritu así lo disponga.
Rocher se preguntó si el camarlengo pretendía hundirse con el barco.
Carlo Ventresca abrió la puerta del despacho del papa y entró.
—En realidad... —se volvió—. Hay una cosa...
—Signore?
—Hace algo de frío esta noche. Estoy temblando.
—La calefacción está apagada. Le encenderé la chimenea.
El sacerdote sonrió.
—Gracias. Gracias, muchas gracias.
Rocher se marchó tras dejar al camarlengo rezando ante una pequeña estatua de la Virgen María que había junto a la chimenea. Era una imagen inquietante. Una sombra negra arrodillada en el parpadeante resplandor. Mientras el capitán recorría el pasillo, apareció un guardia en su busca. Incluso a la luz de las velas, Rocher reconoció al teniente Chartrand. Joven, inexperto y entusiasta.
—Capitán —exclamó Chartrand con un teléfono móvil en la mano—. Creo que el discurso del camarlengo ha surtido efecto. Un desconocido dice tener información que puede ayudarnos. Ha llamado a una de las extensiones privadas del Vaticano. No tengo ni idea de cómo habrá conseguido el número.
Rocher se detuvo de golpe.
—¿Qué?
—Quiere hablar con el oficial de mayor rango.
—¿Sabemos algo de Olivetti?
—No, señor.
Rocher cogió el teléfono.
—Al habla el capitán Rocher. Soy el oficial de mayor rango.
—Rocher —dijo la voz al otro lado—. Voy a explicarle quién soy. Luego le indicaré qué hará usted a continuación.
Cuando el desconocido hubo dejado de hablar y colgó, el capitán todavía seguía estupefacto. Ahora sabía de quién recibía órdenes.
Mientras tanto, en el CERN, Sylvie Baudeloque intentaba desesperadamente tomar nota de todas las solicitudes de patente que llegaban al buzón de voz de Kohler. Cuando la línea privada del despacho del director comenzó a sonar, la secretaria se sobresaltó. Nadie tenía ese número. Contestó.
—¿Sí?
—¿Señorita Baudeloque? Soy el director Kohler. Avise a mi piloto. El avión ha de estar listo dentro de cinco minutos.
CAPÍTULO 100
Robert Langdon no tenía ni idea de dónde estaba o cuánto tiempo había pasado inconsciente cuando abrió los ojos y se encontró bajo el fresco barroco del interior de una cúpula. Sobre su cabeza había humo, y algo le cubría la boca. Una máscara de oxígeno. Se la quitó. En el aire flotaba un olor terrible, como de carne quemada.
Langdon hizo una mueca al sentir el intenso dolor de cabeza. Trató de incorporarse. A su lado estaba arrodillado un hombre vestido de blanco.
—Riposati! —exclamó el hombre, indicándole que volviera a tumbarse—. Sono il paramedico.
Langdon obedeció. La cabeza le daba vueltas como las volutas del humo. «¿Qué demonios ha pasado?» Una tenue sensación de pánico recorrió su cuerpo.
—Il topo l’ha salvato —dijo el paramédico—. Ratón... salvador.
Él se sintió todavía más perdido. «¿Ratón salvador?»
El hombre señaló el reloj de Mickey Mouse en su muñeca. Los pensamientos de Langdon comenzaron entonces a aclararse. Recordó que había programado la alarma. Al mirar la esfera del reloj, se dio cuenta de que eran las 22.28 horas.
Se incorporó de golpe.
De pronto, todo volvió a él.
Langdon permanecía de pie cerca del altar mayor junto al jefe de bomberos y unos cuantos de sus hombres. Estaban bombardeándole a preguntas, pero él no les prestaba atención. Tenía las suyas propias. Le dolía todo el cuerpo, pero sabía que debía actuar con rapidez.
Un bombero se dirigió a él desde el otro lado de la iglesia.
—Lo he vuelto a comprobar. Los únicos cadáveres que hemos encontrado son los del cardenal Guidera y el del comandante de la Guardia Suiza. No hay rastro alguno de ninguna mujer.
—Grazie —dijo Langdon, sin saber si se sentía aliviado u horrorizado.
Recordaba haber visto a Vittoria tumbada en el suelo, inconsciente. Ahora ya no estaba. La única explicación que se le ocurría no era en absoluto tranquilizadora. El asesino no se había mostrado muy sutil por teléfono. «Una mujer con carácter. Qué excitante. Quizá antes de que esta noche termine seré yo quien la encuentre a usted. Y cuando lo haga...»
Langdon miró a su alrededor.
—¿Dónde está la Guardia Suiza?
—Todavía no hemos podido ponernos en contacto con ellos. Las líneas del Vaticano están colapsadas.
El profesor se sintió abrumado y solo. Olivetti estaba muerto. El cardenal estaba muerto. Vittoria había desaparecido. Media hora de su vida se había esfumado en un abrir y cerrar de ojos.
Podía oír el alboroto de los medios de comunicación fuera de la iglesia. Supuso que las imágenes de la horrible muerte del tercer cardenal no tardarían mucho en ser emitidas, si es que no había sucedido ya. Confiaba en que el camarlengo esperara lo peor y hubiera tomado las medidas adecuadas. «¡Evacue de una vez el maldito Vaticano! ¡Ya basta de juegos! ¡Hemos perdido!»
De repente Langdon se dio cuenta de que todo aquello que hasta entonces lo había espoleado —ayudar a salvar la Ciudad del Vaticano, rescatar a los cuatro cardenales, encontrarse cara a cara con la hermandad que había estudiado durante años— había desaparecido de su mente. La guerra estaba perdida. Una nueva compulsión ardía en su interior. Era sencilla. Básica. Primaria.
Encontrar a Vittoria.
Sentía un inesperado vacío en su interior. A menudo había oído que una situación intensa podía unir a dos personas más que una convivencia de décadas. Ahora lo creía. En ausencia de Vittoria, sentía algo que no había sentido en años. Soledad. El dolor le daba fuerzas.
Apartó todas las demás cosas de su mente y se concentró únicamente en su misión. Rezó para que el hassassin antepusiera el trabajo al placer. De lo contrario, ya sería demasiado tarde. «No —se dijo—. Todavía tienes tiempo.» El captor de Vittoria tenía una tarea pendiente. Debía salir a la superficie una vez más antes de desaparecer para siempre.
«El último altar de la ciencia —pensó. Al asesino le quedaba una tarea final—. Tierra. Aire. Fuego. Agua.»
Consultó su reloj. Treinta minutos. A continuación se acercó a El éxtasis de santa Teresa. Esta vez, al ver el indicador de Bernini, no tuvo duda alguna de lo que estaba buscando.
«Deja que los ángeles guíen tu noble búsqueda.»
Justo encima de la santa recostada, contra un fondo de llamas doradas, se cernía el ángel de Bernini. Su mano sujetaba una flecha de fuego. Siguió con la mirada la dirección de la misma, que se arqueaba hacia la pared derecha de la iglesia. Examinó el punto exacto. No había nada. Obviamente, Langdon sabía que en realidad señalaba un lugar más allá de la pared.
—¿Qué dirección es ésa? —preguntó, volviéndose hacia el jefe de bomberos con renovada determinación.
—¿Dirección? —El jefe se volvió hacia el lugar que él señalaba. Parecía confuso—. No sé... El oeste, creo.