El resto de las piezas del puzle encajaron casi de inmediato.
«Piazza Navona.»
En el centro de la piazza Navona, enfrente de la iglesia de Sant’Agnese in Agone, Bernini había erigido una de sus esculturas más celebradas. Todo el mundo que visitaba Roma iba a verla.
«¡La fuente de los Cuatro Ríos!»
Con un tributo perfecto al agua, la fuente de los Cuatro Ríos de Bernini celebraba los cuatro grandes ríos de la Antigüedad: el Nilo, el Ganges, el Danubio y el río de la Plata.
«Agua —pensó Langdon—. El indicador final.» Era perfecto.
Y lo mejor, la verdadera guinda del pastel, se percató, era que en lo alto de la fuente de Bernini había un alto obelisco.
Langdon dejó a los confusos bomberos tras de sí y atravesó corriendo la iglesia en dirección al cuerpo sin vida de Olivetti.
Las 22.31. «Tiempo suficiente», pensó. Por primera vez en todo el día, tuvo la sensación de llevar cierta ventaja.
Se arrodilló junto al cadáver de Olivetti, que permanecía oculto tras unos bancos, y cogió discretamente la semiautomática y la radio del comandante. Sabía que debía pedir ayuda, pero ése no era el lugar para hacerlo. De momento, la ubicación del último altar de la ciencia debía permanecer en secreto. La aparición de los medios de comunicación y del cuerpo de bomberos con sus sirenas a todo volumen en la piazza Navona no le sería de ninguna ayuda.
Sin decir una palabra, se escabulló por la puerta y esquivó a los medios, que en ese momento entraban en masa en la iglesia. Cruzó la piazza Barberini. En la oscuridad encendió la radio e intentó contactar con el Vaticano, pero sólo obtuvo interferencias. O el transmisor estaba fuera del radio de alcance o bien necesitaba algún tipo de código de autorización. Langdon intentó regular los complejos diales y botones, sin éxito. De repente se dio cuenta de que su plan de pedir ayuda no iba a funcionar. Buscó con la mirada una cabina en la plaza. No había ninguna. De todos modos, las líneas del Vaticano estaban colapsadas.
Estaba solo.
Sintió que la oleada de confianza inicial decaía y de repente tomó conciencia de su lamentable estado: cubierto de polvo de huesos, con cortes, exhausto y hambriento.
Se volvió hacia la iglesia. Una espiral de humo se elevaba sobre la cúpula iluminada por los focos de los medios de comunicación y los camiones de bomberos. Se preguntó si no sería mejor regresar y pedir ayuda, pero su instinto le dijo que contar con ella, sobre todo si era inexperta, no sería más que un incordio. «Si el hassassin nos ve llegar...» Pensó en Vittoria y supo que ésa sería la última oportunidad que tendría de atrapar a su captor.
«Piazza Navona», se dijo. Tenía tiempo suficiente para llegar allí y tender una emboscada. Buscó un taxi, pero las calles estaban casi completamente desiertas. Al parecer, incluso los taxistas lo habían dejado todo para ir en busca de un televisor. La piazza Navona estaba a tan sólo un kilómetro y medio, pero Langdon no tenía intención alguna de malgastar una valiosa energía recorriendo esa distancia a pie. Volvió a mirar la iglesia y se preguntó si podría tomar prestado algún vehículo.
«¿Un camión de bomberos? ¿Una furgoneta de los medios de comunicación? Seamos serios.»
Consciente de que las opciones y los minutos se iban agotando, tomó una decisión. Cogió la pistola que guardaba en el bolsillo y decidió cometer un acto tan impropio de él que tuvo la sensación de que su alma había sido poseída. Se acercó a un solitario Citroën sedán que se había detenido en un semáforo y apuntó al conductor a través de la ventanilla bajada.
—Fuori! —le ordenó.
Tembloroso, el hombre salió.
Langdon se puso entonces detrás del volante y arrancó.
CAPÍTULO 101
Gunther Glick estaba sentado en el banco de una celda del cuartel de la Guardia Suiza, rezando a todos los dioses que conocía. «Por favor, que esto no sea un sueño.» Había sido la exclusiva de su vida. De la vida de cualquiera. Todos los reporteros del mundo desearían estar en su lugar en ese mismo instante. «Estás despierto —se dijo—. Y eres una estrella. Ahora mismo Dan Rather, el archifamoso presentador, está llorando.»
Macri estaba a su lado, todavía algo aturdida. Glick no la culpaba por ello. Además de emitir en exclusiva el discurso del camarlengo, habían sido ellos quienes habían mostrado al mundo las escabrosas fotografías de los cardenales y del papa —«¡Esa lengua!»—, así como imágenes en directo de la cuenta atrás del contenedor de antimateria. «¡Increíble!»
Por supuesto, todo ello se había hecho a petición del camarlengo, de modo que no era ésa la razón por la que Glick y Macri estaban ahora encerrados en una celda de la Guardia Suiza. Había sido el atrevido colofón a su reportaje lo que los guardias no habían apreciado. Glick sabía que no debería haber dicho nada sobre la conversación que previamente había oído sin querer, pero ése era su momento de gloria. «¡Otra primicia de Glick!»
—¿«El samaritano de la undécima hora»? —gruñó Macri a su lado, en absoluto impresionada.
Él sonrió.
—Brillante, ¿no te parece?
—Brillantemente estúpido.
«Está celosa», concluyó él. Poco después del discurso del camarlengo, Glick había vuelto a encontrarse, por casualidad, en el lugar indicado y en el momento oportuno y había podido oír cómo Rocher daba nuevas órdenes a sus hombres. Al parecer, había recibido una llamada de un misterioso individuo que poseía una importante información sobre la crisis que los ocupaba. El capitán había hablado de ese hombre como si pudiera ayudarlos y había avisado a sus guardias de su inminente llegada.
Aunque esa información era privada, Glick había actuado tal y como lo habría hecho cualquier otro periodista. Sin honor. Había buscado un oscuro rincón, le había ordenado a Macri que encendiera la cámara y había dado la noticia.
—Espeluznantes novedades en la ciudad de Dios —había anunciado con los ojos entornados para aumentar el dramatismo.
A continuación había contado que un misterioso visitante estaba a punto de llegar a la Ciudad del Vaticano para salvar la situación. «El samaritano de la undécima hora», lo había llamado Glick, un nombre perfecto para el hombre sin rostro que llevaría a cabo una buena acción en el último momento. Las otras cadenas se habían hecho eco del pegadizo apodo, y Glick había quedado inmortalizado de nuevo.
«Soy brillante —murmuró para sí—. Peter Jennings acaba de tirarse de un puente.»
Por supuesto, Glick no había dejado la cosa ahí. Aprovechando que tenía la atención de todo el mundo, no se le había ocurrido nada más que añadir elementos de su propia teoría conspirativa.
«Brillante. Absolutamente brillante.»
—Nos has jodido —dijo Macri—. Del todo.
—¿Qué quieres decir? ¡He estado genial!
Ella se lo quedó mirando.
—¿El expresidente George Bush, un illuminatus?
Glick sonrió. ¿Acaso no era obvio? Era bien sabido que Bush era un masón de grado 33, y que durante su mandato como director de la CIA la agencia cerró su investigación sobre los illuminati por falta de pruebas. Además, estaban todos esos discursos sobre «mil puntos de luz» y un «Nuevo Orden Mundial»... Estaba claro que se trataba de un illuminatus.
—¿Y lo del CERN? —lo reprendió Macri—. Mañana tendrás una larga cola de abogados llamando a tu puerta.
—¿El CERN? ¡Oh, vamos! Pero ¡si es obvio! ¡Piensa en ello! Los illuminati desaparecen de la faz de la Tierra en la década de 1950. Y, precisamente en esa época, se funda el CERN, un auténtico paraíso para las mentes más ilustradas del planeta. Obtienen fondos privados a tutiplén. Crean un arma que puede destruir la Iglesia y... ¡la pierden!