—¿Y vas y le dices al mundo que el CERN es la nueva base de operaciones de los illuminati?
—¡Claro que sí! Las hermandades no desaparecen así como así. Los illuminati debieron de ir a parar a algún sitio. El CERN es el lugar perfecto para ocultarse. No estoy diciendo que toda la gente que trabaja allí sea illuminati. Seguramente es más bien como una gran logia masónica. La mayoría son inocentes, pero los escalones superiores...
—¿Has oído hablar de la difamación, Glick? ¿De responsabilidad?
—¿Y tú has oído hablar de auténtico periodismo?
—¿Periodismo? Pero ¡si todas esas chorradas te las has sacado de la manga! ¡Debería haber apagado la cámara! ¿Y a qué venía esa estupidez sobre el logotipo corporativo del CERN? ¿Simbología satánica? ¿Es que has perdido la chaveta?
Él sonrió. Sin duda Macri estaba celosa. Lo del logo había sido su golpe más brillante. Desde el discurso del camarlengo, todas las cadenas habían estado hablando del CERN y la antimateria, algunas, con el logotipo del CERN de fondo. Parecía un logo convencionaclass="underline" dos círculos superpuestos que representaban dos aceleradores de partículas, con cinco líneas tangenciales a modo de tubos de inyección de partículas. Todo el mundo lo había visto, pero había sido Glick, que tenía algo de simbólogo, quien había advertido la simbología de los illuminati que se ocultaba en él.
—Tú no eres simbólogo —lo reprendió Macri—. No eres más que un periodista con una flor en el culo. Deberías haber dejado las cuestiones de simbología a ese tipo de Harvard.
—Al tipo de Harvard esto se le ha escapado —repuso él.
«¡El significado illuminatus de ese logotipo es obvio!»
Glick se sentía pletórico. Aunque el CERN tenía docenas de aceleradores, su logo mostraba únicamente dos. «Dos es el número de los illuminati para la dualidad.» Aunque la mayoría de los aceleradores sólo tenían un tubo de inyección, el logo mostraba cinco. «Cinco es el número para el pentágono de los illuminati.» Entonces llegó el golpe más brillante de todos. Glick señaló que las líneas y los círculos formaban claramente un número seis, y que cuando se giraba el logotipo aparecía otro... y luego otro más. ¡El logo contenía tres números seis! ¡666! ¡El número del diablo! ¡La marca de la bestia!
Glick era un genio.
Macri tenía ganas de atizarle.
El periodista sabía que los celos se le pasarían. Glick tenía ahora otra cosa en la cabeza. Si el CERN era la base de operaciones de los illuminati, ¿sería allí donde guardarían su famoso diamante? Había leído sobre él en internet: «Un diamante sin mácula, nacido a partir de los antiguos elementos con tal perfección que quienes lo veían no podían más que maravillarse».
Se preguntó si el paradero secreto del diamante de los illuminati sería otro misterio que esa noche conseguiría desvelar.
CAPÍTULO 102
Piazza Navona. Fuente de los Cuatro Ríos.
Las noches romanas, como las del desierto, pueden ser sorprendentemente frescas, incluso tras un día cálido. Al llegar a la piazza Navona, Langdon empezó a sentir frío y decidió ponerse la americana. Parecido al lejano ruido de fondo del tráfico, una cacofonía de noticias televisivas resonaba por toda la ciudad. Consultó la hora. Quince minutos. Agradecía tener unos momentos de tranquilidad.
La piazza estaba desierta. La magistral fuente de Bernini refulgía ante él como por arte de magia. Iluminada desde abajo por unos focos subacuáticos, una mágica neblina se elevaba por encima de la espumeante charca. Langdon notó que el aire estaba cargado de electricidad.
La cualidad más arrebatadora de la fuente era su altura. El cuerpo central medía más de seis metros de altura. Consistía en una escarpada montaña hecha de mármol travertino y plagada de cuevas y grutas de las que manaba el agua. El montículo estaba cubierto de figuras paganas. Y, en lo más alto, se alzaba un obelisco de otros doce metros. Langdon levantó la mirada. En el extremo del obelisco, una tenue sombra se recortaba contra el cielo: un pichón solitario permanecía allí posado, en silencio.
«Una cruz», pensó el profesor, todavía sorprendido por la disposición de los indicadores. La fuente de los Cuatro Ríos de Bernini era el último altar de la ciencia. Hacía unas pocas horas, Langdon se encontraba en el Panteón convencido de que el Sendero de la Iluminación ya no existía y que nunca llegaría hasta allí. Craso error. De hecho, la totalidad del sendero estaba intacta. Tierra, aire, fuego y agua. Y él lo había seguido... de principio a fin.
«Todavía no hasta el final», se recordó. El sendero tenía cinco paradas, no cuatro. Ese cuarto indicador señalaba el destino finaclass="underline" la guarida sagrada de los illuminati, la Iglesia de la Iluminación. Langdon se preguntó si todavía estaría en pie. También si sería ahí a donde el hassassin había llevado a Vittoria.
Examinó las figuras de la fuente en busca de cualquier pista que pudiera indicar la dirección de la guarida. «Deja que los ángeles guíen tu noble búsqueda.» Casi de inmediato, sin embargo, una inquietante certidumbre se adueñó de él. En esa fuente no había ningún ángel. Al menos, ninguno visible desde el lugar en el que se encontraba, o que hubiera visto en anteriores ocasiones. La fuente de los Cuatro Ríos era una obra pagana. Todas las figuras eran, pues, profanas: humanos, animales, incluso había un curioso armadillo. Un ángel destacaría desde lejos.
«¿Me habré equivocado de lugar?» Volvió a pensar entonces en la disposición en forma de cruz de los cuatro obeliscos. Apretó los puños. «Esta fuente es perfecta.»
Sólo eran las 22.46 cuando una furgoneta negra salió de un callejón al otro extremo de la piazza. Langdon no habría reparado en ella de no ser porque llevaba los faros apagados. Como un tiburón patrullando una bahía iluminada por la luna, el vehículo rodeó el perímetro de la piazza.
Langdon se agachó y permaneció en cuclillas en las sombras, junto a la escalera que conducía a la iglesia de Sant’Agnese in Agone. Se quedó mirando la piazza y notó cómo se le aceleraba el pulso.
Tras dos vueltas completas, la furgoneta se desvió en dirección a la fuente de Bernini. Avanzó lateralmente junto al borde hasta que la puerta corredera quedó a unos pocos centímetros de las agitadas aguas y finalmente se detuvo.
La neblina pareció espesarse.
Langdon fue presa de una inquietante premonición. ¿Había llegado temprano el hassassin? ¿Había ido en furgoneta? Habría preferido que el asesino escoltara a su última víctima a través de la piazza a pie, como había hecho en la plaza de San Pedro, ofreciéndole así la posibilidad de dispararle. Si había llegado en furgoneta, las reglas habían cambiado.
De repente, la puerta corredera del vehículo se abrió.
En su interior, un hombre desnudo yacía en el suelo, retorcido por el dolor. Estaba envuelto en metros de pesadas cadenas. Forcejeaba contra los eslabones de hierro, pero eran demasiado resistentes. Uno de los eslabones le dividía en dos la boca como si fuera un bocado de caballo y sofocaba sus gritos de auxilio. Fue entonces cuando Langdon vio la segunda figura que se movía detrás del prisionero en la oscuridad, aparentemente ocupada con los últimos preparativos.
Langdon supo que sólo disponía de unos segundos para actuar.
Tras coger la pistola, se quitó la chaqueta y la dejó en el suelo. No quería la incomodidad añadida de una americana de tweed, ni tenía intención de permitir que el Diagramma de Galileo se acercara al agua. El documento se quedaría allí, seguro y seco.