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Avanzó con sigilo hacia la derecha. Tras rodear el perímetro de la fuente, llegó directamente frente a la furgoneta. La enorme pieza central de la fuente le tapaba la visión. Entonces corrió directamente hacia ella, esperando que el fragor del agua amortiguara el ruido de sus pasos. Cuando llegó a la fuente, trepó por el borde y se metió en el espumeante estanque.

El agua le llegaba por la cintura y estaba helada. Apretó los dientes y avanzó lentamente. El fondo era resbaladizo, doblemente peligroso por el estrato de monedas que la gente arrojaba para conjurar la buena suerte. El profesor intuyó que iba a necesitar algo más que buena suerte. Mientras se abría paso entre la neblina que lo rodeaba, se preguntó si la mano con la que sujetaba la pistola temblaba a causa del frío o del miedo.

Cuando llegó al cuerpo central de la fuente, torció a la izquierda. Avanzaba con dificultad, sujetándose a las estatuas de mármol. Escondido tras la gigantesca figura de un caballo, echó un vistazo. La furgoneta se encontraba a unos cinco metros. El hassassin estaba de cuclillas en su interior, con las manos sobre el cuerpo cubierto de cadenas del cardenal, dispuesto a arrojarlo a la fuente por la puerta abierta.

Con el agua por la cintura, Robert Langdon levantó la pistola y emergió de la neblina como un vaquero acuático en su última tentativa.

—No se mueva —dijo con voz más firme que la mano que sujetaba el arma.

El hassassin levantó la mirada. Por un momento pareció confuso, como si hubiera visto un fantasma. Luego torció los labios hasta formar una diabólica sonrisa. Levantó los brazos en señal de rendición.

—Como usted diga.

—Salga de la furgoneta.

—Está mojado.

—Ha llegado temprano.

—Estoy impaciente por regresar junto a mi trofeo.

Langdon le apuntó con la pistola.

—No vacilaré en disparar.

—Ya lo ha hecho.

Langdon sintió que su dedo aumentaba la presión sobre el gatillo. El cardenal yacía ahora inmóvil. Parecía agotado, moribundo.

—Desátelo.

—Olvídese de él. Ha venido a por la mujer. No disimule.

Langdon reprimió el impulso de terminar con aquel hombre allí mismo.

—¿Dónde está?

—A salvo. Esperando mi regreso.

«Está viva.» Todavía había esperanza.

—¿En la Iglesia de la Iluminación?

El asesino sonrió.

—Nunca la encontrará.

Langdon no se lo podía creer. «La guarida todavía sigue en pie.» Alzó aún más la pistola.

—¿Dónde?

—Su emplazamiento ha permanecido en secreto durante siglos. Ni siquiera yo lo he sabido hasta hace poco. Prefiero morir antes que traicionar la confianza que han depositado en mí.

—Puedo encontrarla sin su ayuda.

—Un pensamiento arrogante.

Langdon señaló la fuente.

—He llegado hasta aquí.

—Muchos lo han hecho. El tramo final es el más difícil.

El profesor se acercó a él con paso vacilante. El hassassin parecía sorprendentemente tranquilo, acuclillado en la parte trasera de la furgoneta con los brazos en alto. Langdon le apuntó al pecho y se preguntó si no debería disparar y terminar con él de una vez. «No. Sabe dónde está Vittoria. Sabe dónde está la antimateria. ¡Necesito esa información!»

Desde la oscuridad de la furgoneta, el hassassin miró fijamente a Langdon y no pudo evitar sentir por él una regocijante lástima. El tipo era valiente, lo había demostrado, pero también inexperto. Eso también lo había demostrado. El valor sin experiencia era suicida. Había reglas de supervivencia. Reglas antiguas. Y el profesor las estaba rompiendo todas.

«Tenía una ventaja: el elemento sorpresa. Pero lo ha desaprovechado.»

El hombre permanecía indeciso. Seguramente esperaba refuerzos... O quizá que un descuido del asesino le revelara la información que necesitaba.

«Nunca interrogues a tu presa antes de inutilizarla. Un enemigo acorralado es un enemigo mortal.»

El estadounidense seguía hablando. Sondeándolo. Tanteándolo.

El asesino estuvo a punto de echarse a reír. «Esto no es una película de Hollywood... No hay largas discusiones a punta de pistola antes del tiroteo final. Esto es el final. Ahora.»

Sin dejar de mantener en todo momento el contacto visual, palpó disimuladamente el techo de la furgoneta hasta encontrar lo que buscaba. Con la mirada fija al frente, se aferró a ello.

Y entonces, actuó.

Langdon no se lo esperaba. Por un instante creyó que las leyes de la física habían dejado de existir. El asesino pareció colgar del aire, ingrávido, al tiempo que extendía las piernas y, de una patada en el costado, tiraba al cardenal encadenado por la puerta. El hombre cayó pesadamente al agua y empapó por completo a Langdon.

Con la cara mojada, éste advirtió demasiado tarde lo que había pasado. El asesino se había agarrado a una de las barras antivuelco de la furgoneta y la había utilizado para impulsarse hacia delante. Ahora volaba hacia él entre la espuma con los pies por delante.

Apretó el gatillo y el silenciador resonó. La bala atravesó el dedo gordo del pie izquierdo del hassassin. Un instante después, Langdon notó que las suelas impactaban en su pecho, empujándolo hacia atrás.

Los dos hombres cayeron al agua.

Al sumergirse en el agua helada, lo primero que sintió Langdon fue dolor. Luego llegó el instinto de supervivencia. Se dio cuenta de que ya no tenía el arma. Se le había caído. Sumergiéndose, palpó el fondo viscoso. Sus manos cogieron algo metálico. Un puñado de monedas. Las dejó caer. Abrió los ojos e inspeccionó el reluciente fondo de la pila. El agua se agitaba a su alrededor como si fuera una especie de jacuzzi helado.

Aunque necesitaba salir a la superficie para respirar, el miedo lo mantenía bajo el agua. En movimiento. No sabía de dónde podía venir el siguiente ataque. ¡Tenía que encontrar la pistola! Siguió palpando el fondo desesperadamente.

«La ventaja es tuya —se dijo—. Estás en tu elemento. —Incluso enfundado en un jersey de cuello alto, Langdon era un nadador experto—. El agua es tu elemento.»

Cuando sus dedos volvieron a tocar algo metálico, pensó que su suerte había cambiado. El objeto que ahora tenía en la mano no era un puñado de monedas. Lo agarró con fuerza y tiró de él, pero al hacerlo fue su cuerpo el que se deslizó en el agua. El objeto permaneció inmóvil.

Antes incluso de pasar por encima del cuerpo del cardenal, se dio cuenta de que había agarrado un eslabón de la cadena de metal que mantenía al hombre bajo el agua. Se quedó un momento paralizado al ver el rostro que lo miraba aterrorizado desde el fondo de la fuente.

Sobresaltado por la mirada del hombre, cogió las cadenas e intentó sacarlo a la superficie. El cuerpo fue ascendiendo lentamente..., como un ancla. Langdon tiró con mayor fuerza. Cuando la cabeza del cardenal salió por fin a la superficie, el anciano tomó varias bocanadas de aire desesperadas. Entonces, su cuerpo sufrió una violenta sacudida y a Langdon se le resbalaron las cadenas de las manos. Como si de una piedra se tratara, Baggia se hundió y desapareció bajo el agua espumeante.

El profesor volvió a sumergirse en el agua turbia con los ojos bien abiertos. Encontró al cardenal. Esta vez, al cogerlo, las cadenas que cubrían el pecho de Baggia se apartaron, dejando parcialmente a la vista otra maldad más..., una palabra marcada a fuego en la piel.

Un instante después, dos botas aparecieron ante él. De una de ellas manaba sangre.

CAPÍTULO 103

Como jugador de waterpolo, Robert Langdon se había visto involucrado en numerosas peleas bajo el agua. El competitivo salvajismo que se libraba bajo la superficie de la piscina, lejos de la mirada de los árbitros, podía rivalizar con el más feo combate de lucha libre. Langdon había sido pateado, arañado, inmovilizado y, en una oportunidad, incluso mordido por un frustrado defensa al que no dejaba de esquivar una y otra vez.