Ahora, sin embargo, bajo las heladas aguas de la fuente de Bernini, tuvo claro que se encontraba lejos de la piscina de Harvard. No estaba luchando para ganar un partido, sino por seguir con vida. Era la segunda vez que se enfrentaban. Allí no había árbitros. Ni revanchas. Los brazos del asesino empujaban su rostro contra el fondo de la fuente con una fuerza que dejaba bien clara su intención homicida.
Instintivamente, Langdon giró sobre sí como un torpedo. «¡Suéltate!» Pero su atacante volvió a apresarlo. Disfrutaba de una ventaja que ningún defensa de waterpolo tenía: ambos pies bien plantados en el suelo. Forcejeó e intentó ponerse él también en pie. El hassassin parecía ejercer mayor fuerza con uno de los brazos, pero seguía sujetándolo fuertemente.
Fue entonces cuando Langdon supo que no conseguiría levantarse. De modo que hizo lo único que podía hacer: dejó de intentar salir a la superficie. «Si no puedes ir al norte, ve al oeste.» Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, dio una brazada e impulsó su cuerpo hacia delante.
El repentino cambio de dirección pareció coger desprevenido al hassassin. El movimiento de Langdon arrastró lateralmente a su captor, desequilibrándolo. El profesor dio entonces otra brazada. Fue como si una cuerda de remolque se hubiera roto. De repente, Langdon quedó libre y, expulsando el aire retenido en los pulmones, nadó hacia la superficie. Sólo pudo tomar una bocanada de aire. Con una fuerza aplastante, el hassassin colocó las palmas de las manos sobre sus hombros y volvió a sumergirlo haciendo presión con todo su cuerpo. Langdon intentó mantener los pies en el suelo, pero el hassassin se lo impidió con la pierna.
Volvía a estar bajo el agua.
Los músculos le ardían de tanto forcejear. Esa vez, sus maniobras fueron en vano. A través del agua burbujeante, buscó la pistola en el fondo de la fuente. Todo se veía borroso. Allí la densidad de las burbujas era mayor. De repente vio una luz cegadora mientras el asesino lo empujaba todavía más al fondo. Era un foco atornillado al suelo de la fuente. Extendió el brazo y lo agarró. Estaba caliente. Intentó liberarse tirando de él, pero el artilugio estaba sujeto con unas bisagras y giró en su mano, haciéndole perder el punto de apoyo.
El hassassin lo empujó aún más al fondo.
Fue entonces cuando Langdon lo vio. Asomando por entre las monedas justo enfrente de él, un cilindro negro y alargado. «¡El silenciador de la pistola de Olivetti!» Extendió el brazo para cogerlo pero, cuando sus dedos rodearon el cilindro, se dio cuenta de que no era metálico, sino de plástico. Al tirar, atrajo hacia sí una manguera de plástico, flexible como una flácida serpiente. Debía de medir medio metro de largo y de su extremo salía un chorro de burbujas. Langdon no había encontrado la pistola. Se trataba de una de las muchas e inofensivas spumanti de la fuente, las mangueras que producían las burbujas.
A unos pocos metros, el cardenal Baggia sintió que el alma empezaba a abandonar su cuerpo. Aunque llevaba preparándose toda la vida para ese momento, nunca habría imaginado que el final sería así. Su envoltorio físico agonizaba, quemado, magullado y sumergido bajo el agua por un peso inamovible. Se recordó que ese sufrimiento no era nada comparado con lo que había tenido que soportar Jesús.
«Murió por mis pecados...»
Baggia podía oír la pelea que tenía lugar a su lado. No lo soportaba. Su captor iba a acabar con otra vida más... El hombre de la mirada amable, el hombre que había intentado ayudarlo.
El dolor iba en aumento y el cardenal, tumbado boca arriba, se quedó mirando fijamente el cielo negro a través del agua. Por un instante, le pareció ver las estrellas.
Había llegado el momento.
Dejando de lado todos sus miedos y sus dudas, Baggia abrió la boca y exhaló el que sería su último suspiro. Observó cómo su espíritu borboteaba hacia el cielo en un estallido de burbujas transparentes. Luego boqueó y el agua penetró en su interior como gélidos puñales que se le clavaran en los costados. El dolor sólo duró unos pocos segundos.
Finalmente... paz.
El hassassin ignoró el intenso dolor que sentía en el pie y se concentró en ahogar al estadounidense, a quien mantenía sujeto bajo las agitadas aguas. «Hasta el final.» Aumentó la presión. Esta vez, Robert Langdon no sobreviviría. Tal y como había esperado, el forcejeo de su víctima era cada vez más y más débil.
De repente, el cuerpo de Langdon se volvió rígido y empezó a agitarse violentamente.
«Sí —pensó el hassassin—. Las convulsiones. Cuando el agua llega a los pulmones.» Sabía que durarían unos cinco segundos.
Duraron seis.
Luego, tal y como había esperado, su víctima se quedó repentinamente flácida. Como un gran globo deshinchado, Robert Langdon perdió las fuerzas. Todo había terminado. El hassassin lo mantuvo sujeto otros treinta segundos para que el agua inundara todo el tejido pulmonar, hasta que notó cómo el cuerpo empezaba a hundirse por sí solo. Finalmente, lo soltó. Los medios de comunicación se encontrarían con una sorpresa doble en la fuente de los Cuatro Ríos.
—Tabban! —maldijo el hassassin cuando salió de la fuente y vio la herida de su pie.
La punta de la bota estaba destrozada, y le faltaba una parte del dedo gordo. Enojado por su propio descuido, arrancó el dobladillo de la pernera del pantalón y metió la tela en el agujero de la bota. Sintió una punzada de dolor.
—Ibn al-kalb! —Apretó los puños y metió la tela más adentro. La hemorragia fue disminuyendo hasta no ser más que un cosquilleo.
El hassassin subió entonces a la furgoneta y concentró sus pensamientos en el placer que le esperaba. Su trabajo en Roma había terminado. Y sabía perfectamente qué calmaría su malestar. Tenía a Vittoria Vetra atada, esperándolo. A pesar de estar helado y mojado, notó que le sobrevenía una erección.
«Me he ganado mi recompensa.»
Al otro lado de la ciudad, Vittoria se despertó dolorida. Estaba tumbada boca arriba y sentía todos los músculos entumecidos. Tirantes. Crispados. Los brazos le dolían. Al intentar moverse, notó unos espasmos en los hombros. Tardó un momento en comprender que tenía las manos atadas a la espalda. Al principio se sintió confusa. «¿Acaso estoy soñando?» Pero, cuando intentó levantar la cabeza, el dolor en la nuca le dejó bien claro que estaba despierta.
La confusión se transformó en miedo e inspeccionó el lugar en el que se hallaba. Se trataba de una austera habitación de piedra, amplia y bien amueblada, e iluminada con antorchas. Una especie de antigua sala de reuniones. Cerca de ella pudo ver unos anticuados bancos dispuestos en círculo.
Sintió una fría brisa en la piel. Observó entonces que a escasa distancia había un balcón con las puertas abiertas. A través de las rendijas de la balaustrada, a Vittoria le pareció ver el Vaticano.
CAPÍTULO 104
Robert Langdon yacía sobre un lecho de monedas en el fondo de la fuente de los Cuatro Ríos. Todavía tenía la boca alrededor del extremo de la manguera de plástico. El aire con el que el spumanti producía las burbujas de la fuente estaba contaminado por el bombeo, y le ardía la garganta. Pero no se quejaba. Estaba vivo.
No estaba seguro de hasta qué punto había sido buena su interpretación de un hombre ahogándose, pero tras haberse pasado toda la vida vinculado de un modo u otro al agua, Langdon había oído numerosas historias. Lo había hecho lo mejor que había podido. Hacia el final, incluso había expulsado todo el aire de los pulmones y había dejado de respirar para que su masa muscular lastrara su cuerpo hasta el fondo.